Finalmente, se sentó a la mesa y dio un respingo cuando la puerta volvió a abrirse. Soltó un grito de alegría al ver a Lidia y corrió hacia ella. Se abrazaron y Kelly rompió a llorar, vencida por el cansancio y la tensión.
– ¿Estás bien? ¿Y Virginia? -preguntó entre sollozos-. ¿Sabes algo de Amanda?
– Vamos, vamos, cálmese. -Lidia la obligó a sentarse y le acarició el cabello, chistándole-. Yo no he sufrido daño, m’zelle, y la señora Clery está en las cocinas. De su amiga no sé nada, salvo que ese pirata rubio se la llevó al otro barco. ¿Y usted? ¿Qué pasó?
Ella cesó en su llanto y en sus ojos apareció una chispa de rebeldía.
– Me ha tenido encadenada a su cama toda la noche. Pero no me ha tocado.
La mulata no disimuló un suspiro de alivio.
– Cuando vi que la atrapaba, m’zelle, creí que ese hombre la degollaría. Impone respeto.
– Tú no llegaste a conocerle, pero era un esclavo de «Promise». Un hombre al que mi tío compró. Hubiese preferido que me matara, Lidia, porque tiene motivos sobrados para vengarse, y se me hiela la sangre al pensar en lo que debe de tenerme reservado.
– Pero mientras esté con vida, hay esperanza, señorita.
– Sí, la esperanza de pertenecer a un demonio -musitó Kelly, acercándose al balcón, que continuaba cerrado-. ¿Sabes hacia qué rumbo navegamos?
– Vamos hacia La Martinica, creo. Al menos, eso me dijo el hombre al que ahora pertenezco.
– ¿Briset?
– No sé cómo se llama, m’zelle.
– Es el contramaestre de Miguel.
Lidia frunció el cejo. Y recordó el episodio del que se habló durante días en la hacienda.
– ¿Miguel? ¿Es el hombre al que su primo casi mató?
– El mismo. Y creo que querrá vengarse en mí por todo lo que sucedió en «Promise».
La mulata se retorció las manos y bajó la cabeza. Si todo lo que oyó contar era cierto, aquel español tenía muchos motivos para resarcirse con Kelly.
– Yo no temo por mí, señorita. No soy más que una esclava que ha cambiado de dueño.
– Lidia, eres libre desde que embarcamos en el Spirit of sea.
– Pero los papeles se quedaron en ese barco.
– Da igual que los hubieran quemado. Ya no perteneces a nadie.
– Pertenezco al contramaestre -respondió ella-. No me preocupa demasiado, pero usted…
– Yo soy la sobrina del hombre que lo encadenó y la prima del que mató a su hermano y lo humilló bajo su látigo. Sí, ya lo sé. No es muy buena carta de presentación para un ser carcomido por el odio.
Lidia no contestó, pero para Kelly su silencio fue muy elocuente. Ella podría ser muy bien con quien se cobrara la ruindad y el salvajismo de Edgar. Se paseó por el camarote sin saber qué hacer o cómo evitarlo.
– Acabaré por matarlo.
– Aunque pudiera, cosa que dudo mucho, señorita, ¿qué ganaría? Los individuos de ahí fuera son unos aventureros que no dudarían en aprovecharse de nosotras y después echarnos al mar. Si ese español es su capitán, parece que sabe mantenerlos a raya. Le conviene estar bajo su protección, m’zelle.
– ¿Protegerme de esos desharrapados? Sí, no me cabe duda de que le temen, pero ¿quién me protegerá de él?
Lidia esbozó una media sonrisa.
– He oído decir que lo atacó y que tiene un buen corte para demostrarlo.
– ¿Briset te lo contó?
– Cuando regresó no paraba de reírse -asintió-. Decía que usted lo había marcado como a una res.
– Y tú, ¿qué me dices de su ojo morado?
Como dos camaradas, se entendieron con la mirada y prorrumpieron en carcajadas.
Así las encontró Miguel cuando regresó.
Se quedó parado, escuchando. Extasiado. Se había marchado dejando a una víbora y ahora encontraba a una mujer deliciosa que parecía intercambiar confidencias con la otra con la mayor naturalidad.
Fue como si ella adivinara su presencia y la diversión se evaporó.
– Briset te reclama, muchacha -le dijo él a la mulata.
Lidia abrazó a su señora y le habló muy bajito.
– No le irrite, m’zelle. Por favor. -Antes de salir se atrevió a mirar a Miguel-. Capitán, ¿puedo hablar un segundo con usted?
Él enarcó una ceja, le cedió galantemente el paso y cerró la puerta a sus espaldas.
– Capitán… No le haga daño a la señorita.
Miguel se irguió como si lo hubiesen abofeteado.
– Tu señora sabe muy bien cuidarse sola -gruñó.
– Briset me lo comentó, sí, señor. Pero debe tener en cuenta lo asustada que estaba.
– Lo disimuló perfectamente.
– Usted no debería culparla por lo que pasó en «Promise» -insistió Lidia-. Ella…
– ¡Ya es suficiente, muchacha! -la interrumpió-. Regresa a tu camarote. Y espero no volver a verte hasta que pisemos tierra.
Lidia se alejó. Poco más podía hacer.
Miguel maldijo entre dientes. ¡No maltratar a aquella pécora! ¿Acaso podía tratarla como a una invitada? ¿Cómo tenía que comportarse con un miembro de la plantación? ¿Cómo hacerlo con alguien cuya familia había matado a su hermano y casi le arranca a él la carne de la espalda? Kelly llevaba en sus venas la podrida sangre de los Colbert. Fiarse de ella sería poco menos que un suicidio. La noche anterior lo intentó y ¿qué había conseguido? Que casi lo atravesara con su propio sable.
En adelante, la trataría como lo que era: su esclava.
Cuando entró, su humor se había agriado notablemente. Y lo primero que vio fue que Kelly no había probado la comida. Hasta en eso lo hostigaba. La cogió de un brazo y la pegó a él. Sus dedos le irguieron la barbilla, obligándola a mirarlo de frente.
– ¿Tú crees que la posibilidad de entregarte a mis hombres es una broma?
A Kelly le flaquearon las piernas.
– No… -Una lucecita en su cerebro la advertía de la inconveniencia de zaherirlo más, así que bajó los ojos en actitud sumisa-. La inesperada visita de Lidia me ha entretenido.
– Entonces, ¡come ahora! -La hizo sentarse y empujó la bandeja hacia ella-. Y no temas envenenarte, la comida la ha cocinado esa vieja bruja irlandesa que no para de renegar.
De modo que era cierto: Amanda estaba haciendo las veces de cocinera para aquella pandilla de desalmados. Empezó a comer con apetito, un poco más tranquila.
27
Port Royal. Semanas antes del abordaje a la flota inglesa
Un sujeto aguardaba en el garito, a la espera de un contacto que acababa de entrar con retraso.
En aquel tugurio era difícil que encontrara a ningún conocido, pero le desagradaba demasiado permanecer allí. Cuanto antes acabara con la entrevista, antes se marcharía.
Su cómplice era un tipo moreno y alto, de rostro enjuto y atractivo, vestido de oscuro. Tomó asiento en un taburete frente al suyo, se quitó el sombrero y lo dejó a un lado de la mesa.
– Nos vemos de nuevo, amigo mío.
Edgar Colbert se removió inquieto. Sí, se veían de nuevo y no le hacía la menor gracia. Algo más de tres años atrás había hecho un trato con aquel hombre que le resultó fructífero, pero no lograba evitar un incómodo desasosiego cuando estaba junto a él.
Recordó en un segundo aquella lejana transacción: un barco español, un chivatazo, un ataque por sorpresa… y unas ganancias que había dilapidado con rapidez. Por eso acudía de nuevo a su llamada. Aunque le desagradaban sus aires de grandeza, intuía que podía haber más dinero…