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Colbert asintió pensativo. «Promise» y los esclavos valían una fortuna y, además, en poco tiempo recibiría su parte del abordaje de los tres barcos que se dirigían a Inglaterra. Con ello tendría más que suficiente y lo de la política… le interesaba muy poco. ¿Quién le aseguraba que dicho… cambio de poderes saldría bien? ¿Y si descubrían que había tomado parte en el complot? Podría ser ahorcado sin proceso.

– Esto es demasiado para mí, De Torres.

– Puede hacerlo. Piénselo.

Daniel se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa y se inclinó hacia Colbert.

– Me alojaré en el Loro Rojo. Me hago llamar Haarkem. Envíe una nota cuando tenga lo que quiero y nos volveremos a encontrar aquí mismo.

Edgar temblaba de impotencia porque el jodido español ni siquiera le dejaba la opción de negarse. ¡Qué bien lo conocía! ¡Cómo sabía que haría cualquier cosa por dinero! Y, por otro lado, ¿por qué no intentar sacar una buena tajada? La escoria de su padre le había dejado solamente unos miserables caballos y tres carruajes que ya necesitaban reparación. Se enfureció al recordar la voz átona del maldito abogado al leer la última voluntad del viejo. Había salido del despacho con el corazón desbocado. Pero si nada se torcía, estaba a un paso de eliminar a su prima y quedarse con todo; el letrado no sería difícil de silenciar.

Se obligó a olvidar al deleznable desgraciado que le había dado la vida y bebió directamente de la botella, centrando sus pensamientos en el trabajo que tenía por delante. Era comprometido tomar cartas en aquella partida. Demasiado comprometido. Sin embargo, no podía negarse a colaborar, porque intuía que Daniel de Torres era aún más peligroso que una soga alrededor del cuello.

Veinticuatro horas después, enviaba su recado al Loro Rojo.

28

A pesar de su abominable amenaza, Miguel no le dio motivos a Kelly para inquietarse durante los días siguientes. Si no se consideraba turbador el hecho de que, reticente, entrara en el camarote al caer la noche, la encadenara de nuevo al poste de la cama, apagara las lámparas y se acostara sin decir nada.

Kelly se sentía dolida, rabiosa y confundida. ¿Cómo podía entender su proceder? Primero la seducía y luego la trataba como si no existiera. Así que le pagó con la misma moneda y se sumió en un mutismo total, imitándolo, como si tampoco a ella le importara su presencia. Cuando Miguel pedía baldes de agua para bañarse, Kelly se limitaba a salir al balcón y permanecía allí hasta que él terminaba y se marchaba. Dormía en el suelo cubierta por una frazada y comía sola. A Timmy lo veía cuando le traía la comida, pero apenas hablaban, seguramente porque se lo habían prohibido.

Los nervios comenzaban a traicionarla.

El silencio la estaba matando. Seis largos días de encierro eran ya demasiado. O salía pronto de allí o acabaría loca.

– M’zelle.

Kelly vio el cielo abierto y se lanzó en brazos de Lidia, dando rienda suelta a las lágrimas. La chica, un poco sorprendida por su reacción, le acarició la espalda y la obligó a sentarse. Kelly tenía un aspecto lamentable: hacía días que nadie le cepillaba el pelo, que se le veía enredado y revuelto, llevaba la ropa zurcida y tenía profundas ojeras. A la mulata se le encogió el corazón, temiendo lo peor.

– ¿El capitán la maltrata?

Ella se tragó su orgullo y se sinceró. La antigua esclava de «Promise» la escuchó en silencio y después negó con la cabeza, como si dudara.

– No lo entiendo, m’zelle. El capitán parece un hombre justo.

– ¿Justo? -estalló Kelly-. ¡Justo, dices! ¡Me tiene como a un perro! ¡Peor que eso! A un perro, al menos, se le habla de vez en cuando y se lo saca a pasear.

– Algo debió de irritarlo profundamente.

– Lo abofeteé -confesó-. Se lo merecía.

– No creo que tenerla encerrada aquí haya sido a causa de una bofetada. Aun así, ¿no se da usted cuenta de que estamos en sus manos hasta que paguen un rescate? No juegue con él, señorita, porque puede que sea ecuánime, pero también es un hombre impetuoso y bien podría castigarlas. Y no sólo se pone usted en peligro, sino que nos pone a todas.

– ¡Al menos significaría que sabe que existo!

Lidia suspiró y le masajeó los músculos del cuello. Para Kelly, aquella visita inesperada significaba algo de sosiego, al menos sabía que sus amigas seguían con vida y tenía noticias de ellas. Miró a la joven de reojo y vio que parecía cansada, pero sin signos de maltrato. Se culpó por preocuparse solamente por sí misma.

– Y tú, ¿cómo estás? ¿Te tratan bien? ¿Briset te ha dado permiso para visitarme?

– No. Me lo ha dado el propio capitán, m’zelle.

– ¿Miguel?

– Estamos llegando a nuestro destino. Dice que usted necesita arreglarse un poco. -Al tiempo que lo decía, sacó un peine del bolsillo de su vestido y se lo puso frente a los ojos. Era un peine de plata, precioso-. ¿Me dejará que la ponga bonita?

La simple vista de un útil tan cotidiano provocó en Kelly tal emoción que no supo si quería reír o llorar. Dejó que Lidia le lavara el cabello, se lo peinara y se lo abrillantara un poco, para intentar que tuviera el aspecto de siempre. Al mirarse al espejo ni se reconocía.

– Ahora sólo necesitaría un vestido, éste se cae a pedazos.

– Armand dice que…

– ¿Armand?

– Briset -rectificó Lidia de inmediato, levemente azorada, lo que a Kelly no le pasó desapercibido.

– ¿Duermes con ese pirata, Lidia?

– Lo hago, sí, señorita.

– ¿Por tu gusto?

La muchacha no respondió en seguida.

– Creo que me gusta un poco, m’zelle.

– ¡Por Dios bendito, mujer!

– Es un buen hombre, señorita. -Se sentó a su lado, tomando sus manos entre las suyas-. Puede que sea un pirata, pero antes de juzgarle debería conocer sus motivos. Y los motivos del capitán.

– Por muchas y poderosas que sean sus razones, no hay justificación posible para abordar un barco, matar a su tripulación, saquear su carga y raptar a sus pasajeros -sentenció la joven.

– El Eurípides se rindió, señorita, y no hubo muertes. Por lo que sé, en las otras dos naves sucedió otro tanto.

Sí, podía ser cierto que habían tomado los navíos sin derramamiento de sangre, pero el acto era execrable en sí mismo. ¿Es que Lidia no lo veía? ¿O más bien razonaba desde la posición de quien se estaba abriendo camino en su corazón? Era una batalla perdida, así que cambió de tema.

– ¿Se sabe algo de Virginia? ¿Y Amanda? ¿Las has visto?

– De m’zelle Virginia sólo sé lo que me cuenta Armand, que está bien. Ledoux la retiene en otro barco, el Missionnaire. Y la señora Clery parece que ha tomado el mando de las cocinas. No deja que ninguno de los hombres se acerque a sus dominios. Ya la conoce.

– Sí. Es un verdadero sargento. -Y ambas prorrumpieron en risas.

Lidia se levantó y la besó en la frente al tiempo que le acariciaba la mejilla.

– No creo que pueda volver a visitarla antes de llegar a tierra. Armand me ha dicho que atracaremos muy pronto.

– ¿Sabes exactamente dónde?

– Es posible que nuestro destino sea Guadalupe o Martinica, como ya le dije. Debe prometerme que no va a hacer ninguna locura, niña.

– Lo prometo, Lidia.

– Y atrancar la puerta en cuanto yo salga, señorita. Es una orden del capitán De Torres. Aquí está la llave. -Se la entregó-. Todos los capitanes van a reunirse en el barco de Boullant; Armand asistirá también y no quedará nadie aquí para protegerla.