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– ¿Para qué se reúnen? -preguntó, súbitamente esperanzada de que acaso fuera para fijar el precio de su rescate.

– No lo sé, m’zelle

– ¿Tú vas a ir con Briset?

– No quiere separarse de mí. Prometo traerle noticias de la señorita Virginia a mi regreso. Por favor, cierre la puerta.

La mulata volvió a besarla y se marchó. Kelly se apresuró a echar la llave y sólo entonces oyó los pasos de Lidia alejándose. Apoyó la frente en la puerta y lamentó su soledad. La visita de la chica la reconfortaba, pero ¿podría seguir disfrutando de su amistad y del cariño que había crecido entre ambas? Miguel le había arrebatado demasiadas cosas. Elevó una plegaria por sus compañeras de infortunio y por ella misma, rogando a Dios que se decidieran por exigir un rescate y agradeciéndole que, al menos, Lidia hubiera ido a caer en manos de un hombre que la protegía.

En la cubierta se oía ya cierto ajetreo y las órdenes para hacer a la mar una chalupa.

Sin otra cosa que hacer, tomó un libro sin intención de leerlo; lo hojearía y eso le haría menos tediosa la espera. Eso sí, por unas horas, no tendría que bregar con la presencia de Miguel ni soportar su desprecio. Incluso el aburrimiento era preferible a su irritante arrogancia.

Sin embargo, no mucho más tarde, se arrepintió de haber pensado así. Alguien intentaba entrar en el camarote. Se incorporó, con el libro contra el pecho y prestó atención. Si Miguel había regresado… Un golpetazo hizo añicos la madera contra el mamparo y un sujeto desaseado y barbudo la observó desde la entrada. Su único ojo sano brillaba paseándose por su cuerpo y Kelly supo que tenía problemas. El terror la atenazó de tal modo que ni siquiera pudo gritar.

Se resistió con la fuerza que da el miedo, pero no hubo forma. El hombre la agarró de la muñeca y a empellones, casi a rastras, la obligó a salir del camarote y subir a cubierta.

El rugido de varias gargantas la hizo encogerse. Una turba chillona la amedrentó y veía manos por todas partes adelantándose, sobándola al tiempo que oía los comentarios más groseros.

Kelly imploró por el regreso de Miguel desesperadamente. Pero él no estaba en el barco y la presencia femenina soliviantaba más al grupo cada segundo que pasaba.

El ánimo la abandonaba, paralizada por un terror como nunca antes había conocido. Vio que alguien se atrevía a levantarle la falda, lo que incrementó el jolgorio. Empujó al filibustero sin miramientos y corrió como una loca hacia la borda. Las risotadas subían de tono y Kelly sorteaba manos que intentaban atraparla y besos húmedos. Se estaban divirtiendo con ella, la obligaban a retroceder, le cedían el paso y cuando iba a alcanzar la borda volvían a interponerse, piropeándola o insultándola indiscriminadamente.

– ¡Vamos, paloma, no seas tan esquiva! -oyó que decían-. El capitán no está y nosotros tenemos tanto derecho como él a divertirnos un rato.

Como un ratón perseguido por gatos, Kelly correteaba de un lado a otro, lanzaba puñetazos, daba patadas… Pero el cerco se estrechaba cada vez más.

Tenía ganas de gritar, de llorar, de implorar. Las lágrimas le corrían por las mejillas, la cegaban. Alguien la sujetó de la manga y al tirar ella para librarse, se oyó cómo se desgarraba la tela. Entonces sí gritó con todas sus fuerzas y se abalanzó contra el desgraciado, con los dedos convertidos en garras, dejando un rastro de arañazos en su cara.

Los vítores la ensordecían. Los hombres la jaleaban, la empujaban, iba de unas manos a otras, se moría de asco soportando una lujuria que la desbordaba. Algunos se cansaron del juego y quisieron apresarla, pero fueron detenidos por otros que querían ser los primeros. Se armó un pequeño revuelo entre ellos y Kelly aprovechó para escabullirse. No llegó muy lejos. Alguien la rodeó por la cintura y se la cargó a la cadera sin miramientos.

Luego, entre voces, obscenidades y palabras malsonantes, creyó entender algo sobre un poste aceitado. Y unas apuestas. Medio mareada por los vaivenes, se dejó llevar. Cuando pudo recuperarse, se encontraba sentada en una especie de columpio y elevada a tirones a golpe de maroma.

A considerable altura, peligrosamente colgada de una madera medio podrida que le servía de asiento y balanceándose sobre la cubierta de El Ángel Negro, era un pelele indefenso, sometida al capricho de unos desalmados. Abajo, la chusma se preparaba para el plato fuerte. El primero que consiguiera escalar el mástil aceitado se hacía con el bocado más apetitoso: ella.

Entre ellos se cruzaban elevadas apuestas, pero para Kelly se habían abierto las puertas del infierno. Inevitablemente, uno lo lograría.

Cerró los ojos. No quería ver, no quería escuchar, sólo quería morirse y acabar de una vez con aquella agonía. Si la cuerda se rompía, acabaría estrellándose en cubierta, pero si alguno de ellos la alcanzaba… No quería pensar en lo que sucedería, pero no lo podía evitar.

Ajeno por completo a lo que sucedía en su nave, Miguel disfrutaba de una copa de oporto, acomodado en el camarote de François Boullant, en compañía de éste y de Pierre Ledoux. Los demás capitanes regresaban a sus respectivos barcos, pues ya se habían puesto de acuerdo en lo esenciaclass="underline" repartirían el botín en cuanto echaran el ancla en Guadalupe y Pierre se encargaría de pagar la comisión al individuo que les proporcionó la información sobre la ruta de los ingleses. Sin embargo, cuando él también iba a despedirse, Pierre le hizo una seña para que se quedara y allí estaba en esos momentos, esperando una explicación.

– No pienso renunciar a la muchacha que tengo en mi camarote -soltó Pierre de sopetón.

– Tampoco yo pienso entregar a la mía -respondió Miguel en el acto.

– Mon Dieu! -rugió Fran-. ¿Es que os habéis vuelto locos los dos? Las mujeres forman parte del botín y los muchachos querrán lo que les corresponde. Y ya no digo nada de los capitanes.

Pierre se encogió de hombros y empujó la botella hacia Miguel. Era una bendición tener en él a un aliado.

– Pagaré lo que corresponda -dijo-, renunciaré a mi parte, pero esa belleza de cabello negro se queda conmigo.

El francés parecía muy seguro de lo que quería y Miguel se alegró por él. Sabía que tendrían problemas con Depardier, aunque Cangrejo y Barboza estuvieran de acuerdo en ceder a las mujeres a cambio de renunciar a su parte del saqueo.

– Hay más -informó Miguel después de saborear un poco más del excelente oporto-. Creo que Armand se ha encariñado con la mulata.

Boullant no quería tener problemas con sus mejores hombres, pero tampoco podía ignorar las leyes no escritas del mar. No sólo se iban a crear conflictos, sino que podría resquebrajarse la unión del grupo para operaciones futuras.

– Estáis locos -aseguró-. Exceptuando a la bruja que se ha metido en tus cocinas, Miguel, las otras tres son preciosas. Y eso equivale a una pequeña fortuna.

– Mataré a cualquiera que intente poner las manos en Virginia -prometió Pierre-. He acumulado un buen dinero y repito que pagaré por ella.

– ¿Tanto te gusta esa muchacha? -le preguntó Miguel.

Ledoux asintió y un brillo divertido apareció en sus ojos.

– Tendré que domarla un poco, mon ami, pero sí, es una preciosidad y me gusta. Hasta sus insultos me motivan.

– Te creía más sensato.

– Y yo a ti. ¿O es que no has dicho que ibas a quedarte con Kelly?

– No es lo mismo -respondió él, hermético.

– Lo sé, lo sé. Su primo, Edgar Colbert, asesinó a tu hermano, Virginia me lo ha contado. Pero ¿por qué alguien iba a querer eliminar a una criatura tan exquisita como ella?

– ¿De qué hablas?

– Bueno, nuestro informador hizo hincapié en que, aparte de su comisión, la quería muerta.