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– Y yo decidí no cumplir esa parte del trato -intervino Fran, al que el apellido de la joven Kelly, pero en su rama francesa, le recordaba vívidamente otra época y otro lugar-. Porque nosotros nos movemos por dinero y ella vale mucho si la vendemos. Aunque también podríamos pedir rescate. Es absurdo renunciar a ella arrojándola a los tiburones. Además, es realmente hermosa.

A Miguel se le encogió el estómago. No iba a transigir, así se lo exigía su espíritu.

– Tanto daría que fuera fea como un demonio, señores. Ella es mía y es mi venganza. Espero que eso quede definitivamente claro.

– ¡Ja! -saltó François-. ¡Por el amor de Dios, cierra esa página de tu vida de una vez, amigo! Toma a la inglesa si es tu gusto, pero no te arriesgues a un enfrentamiento por esa zorra. Francamente, estoy harto de las provocaciones de ese gilipollas de Depardier, y con la chica se lo vas a poner en bandeja.

– ¡Si quiere pelea, la tendrá! -se le encaró Miguel, levantándose y dejando la copa.

Boullant lo miró con atención. Estaba demasiado tenso, demasiado irritable. Hasta entonces, nunca se había peleado por una mujer, sólo pasaba unas horas con ellas y luego las olvidaba hasta el siguiente puerto. En esos momentos, Fran lamentó haber abordado a los navíos ingleses, porque odiaba los problemas y Miguel se los iba a dar.

Si faltaban argumentos que exponer, allí quedaron, pues Briset, desde la puerta y sin entrar, anunció:

– Hay jaleo en El Ángel Negro, capitán. -Le tendió un catalejo-. Los muchachos están haciendo de las suyas.

A buen paso, Miguel salió a cubierta seguido por los demás. Armand arrastraba tras él a una Lidia pálida y temblorosa a la que no había querido dejar sola ni un segundo.

– ¡La chalupa!

Boullant le arrebató el catalejo y observó también la cubierta cercana.

– ¡Joder! -masculló-. Han colgado a la chica y están tratando de alcanzarla subiendo por el mástil.

Miguel ya saltaba a la embarcación, acompañado por Briset y Lidia. Instó a los hombres a remar con rapidez y sus órdenes secas se mezclaron con blasfemias por lo que ocurría.

Acodado en la baranda de estribor, junto a Fran, Pierre chascó la lengua y murmuró:

– Me temo que nuestro amigo nos miente.

– ¿A qué te refieres?

– No estoy muy seguro -dijo, echándose hacia atrás el cabello que el viento impulsaba sobre sus ojos-, pero yo diría que no es sólo la venganza lo que mueve a nuestro aguerrido español.

Con un doloroso nudo en la garganta y las facciones desencajadas de miedo, Kelly se fijó en que uno de los que intentaba alcanzarla iba a tener éxito. Estaba tan sólo a un par de metros y no cesaba de avanzar mientras sudaba como un cerdo batallando con el mástil embadurnado de grasa. Resbalaba, resistía y volvía a la carga, poco a poco, cada vez más cerca.

Desde abajo, quienes habían apostado por él, un tipo grande y peludo como un oso, que parecía imposible que fuera tan ágil, aullaban, lo incitaban, aplaudían y lo jaleaban, contando ya las ganancias. El pirata no escuchaba a sus camaradas, concentrado como estaba en el delicioso bocado que le esperaba arriba y en no romperse la crisma si caía desde aquella altura. Casi podía rozar la falda de la chica. Un poco más y sería suya. Entonces le pertenecería y podría hacer con ella lo que quisiera hasta llegar a puerto. Así era la ley del mar.

Ascendió un poco más, mofándose de los pobres intentos de su presa por darle patadas y hacerlo caer. Unos centímetros más arriba se permitió una mueca lujuriosa que mostró a Kelly una dentadura podrida.

– Cariño, ven con papá -susurró, estirando la mano.

Kelly se encogió en su precario espacio e intentó darle otra patada en la cabeza, pero él la esquivó con agilidad a pesar de su corpulencia y sólo consiguió desequilibrarla a ella, que osciló y estuvo a punto de caer.

El clamor se iba ampliando a medida que veían que el pirata estaba a un paso de ganar la apuesta. Kelly se negaba a creer lo que le estaba ocurriendo. Se juró que, pasara lo que pasase, mataría a todos y cada uno de aquellos indeseables, aunque hubiera de invertir en ello la vida entera. No iba a poder evitar que manos tan sucias la tocaran, pero se armaría de fortaleza para soportarlo y después ya ajustarían cuentas.

El trueno de un disparo la espabiló y acalló el griterío en cubierta.

Y entonces llegó el milagro: la oreja derecha del fulano que estaba a punto de agarrarla, desapareció. Éste bramó de dolor e intentó taponar la sangre a la vez que se sujetaba al mástil. Braceó, pero no lo consiguió y, presa del pánico, se precipitó a cubierta, donde se estrelló con estrépito.

Kelly buscó a su salvador y vio a Miguel que, a caballo entre la baranda y la cubierta, empuñaba una pistola aún humeante. La tripulación había enmudecido.

Él afianzó los pies en el barco y, a pesar de la distancia, a Kelly le pareció que su presencia se agigantaba. Enfundó el arma en la cinturilla de su pantalón y avanzó con paso decidido en medio de la horda, ahora silenciosa y esquiva. Briset saltó también a cubierta y ayudó a Lidia a subir.

Miguel se acercó al hombre al que había disparado y le volteó con la punta de la bota. Estaba muerto.

– ¡Echadlo al agua!

La orden, fría y seca, le provocó náuseas a Kelly. Dos colegas levantaron el cadáver por brazos y piernas, se acercaron a la borda, lo balancearon y lo lanzaron al mar.

A ella le costaba creer lo que veía: un grupo de exaltados sanguinarios que se mantenían encogidos y a la expectativa. Dudaba que Miguel pudiera dominarlos solo, pero se dio cuenta de que Briset cubría las espaldas de su capitán sujetando un par de pistolas listas para disparar.

La voz del español se impuso, autoritaria y concisa:

– ¡Si alguno más de vosotros quiere disputar a la mujer, puede darse por muerto!

Hubo una pausa tensa durante la cual nadie dijo nada. Luego, alguien se atrevió con una disculpa que engulló la brisa.

– Era sólo un juego, capitán.

La mirada de Miguel voló hacia Kelly y ella se quedó sin aliento, porque era la más cruel que le hubiera dirigido nunca. Después, devolvió de nuevo su atención a sus hombres.

– Esa mujer es mi esclava -advirtió con tono gélido-. Si alguno le pone la mano encima, juro por Dios que lo mato.

La tripulación comenzó a dispersarse cabizbaja, murmurando entre ellos. Y mientras Armand, ayudado por otro marino, comenzó a bajar a Kelly a cubierta, ésta se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Si Miguel no hubiera vuelto a tiempo… Pero en sus palabras había dejado claro un mensaje ante todos: no era más que su esclava. El agradecimiento que había sentido se evaporó sin dejar rastro.

Al pisar suelo firme, quiso controlar sus nervios, pero temblaba como una hoja. Y ante los brazos que él le tendía, avanzó como una beoda para refugiarse en ellos y estallar en un llanto reparador.

Lidia se dejó llevar por Armand tratando de descifrar la suave actitud del español cuando estrechó a Kelly contra su pecho.

29

Se resistía a soltarla.

Aún le latía furioso el corazón. Cuando la vio colgada del mástil, la sacudida del miedo le insufló una energía salvaje. En ese instante, aunque ella ya estaba a salvo, su inclemente necesidad de arrollar todo cuanto tenía delante lo tenía aturdido. Y los apagados sollozos de Kelly, fruto del pánico, lo herían en el alma. No soportaba el llanto de una mujer, pero es que, además, con ella se unía a eso el apremio de protegerla.

Kelly se dejó llevar hasta que él la depositó sobre la cama y ella se acurrucó contra la almohada, aunque le dolió abandonar el calor de Miguel.

– Tranquila, princesa -le susurró, con tal ternura que otra vez tuvo ganas de echarse a llorar-. No permitiré que vuelva a suceder nada semejante. -Le besó los párpados, la frente, las sienes, la punta de la nariz-. Ahora estás conmigo.