Sí, ahora estaba con él. ¿Y acaso no era más peligrosa aquella atracción que ejercía sobre ella? Nunca había llorado tanto en su vida como desde que lo conoció. Había pasado noches en vela recordando sus caricias en «Promise» y, cuando ya creía haberlo relegado en su mente, volvía a encontrarlo, sólo para darse cuenta de que estaba enamorada de un español insolente y altanero. Su cercanía no hacía más que alimentar el conflicto de sentimientos que la desgarraban por dentro. Se sabía indefensa ante sus caricias y su incapacidad para hacerle frente la estaba matando. Siempre se había comportado con seguridad, sabiendo lo que quería, sin dejarse doblegar ni siquiera por las órdenes de su padre. ¿En qué se había convertido ahora? ¿En qué la había convertido Miguel, sino en una mujer que se mecía al vaivén de sus deseos?
Y allí, mientras le hacía arrumacos como si de una niña pequeña se tratara, tuvo la certeza de que él no le iba a hacer daño. Pero es que no sólo se podía dañar el cuerpo, también se podía castigar el alma y ésta ya la tenía hecha pedazos. Si se enamoraba completamente de él, sería como vivir en un infierno. Y estaba tan, tan, tan cerca…
Sus melancólicas conjeturas se evaporaron al contacto de los labios de Miguel. La besó. Y ella se entregó a una caricia a la que correspondió porque la necesitaba, la ansiaba. La apremiaba su propia avidez.
Él no esperaba su respuesta, aunque ardía en deseos de obtenerla. Después de lo que había pasado, superándolo con el arrojo de una mujer valiente, debería haberlo repudiado y condenado. ¡Por los clavos de Cristo! Habían estado a punto de… Se le hizo un nudo en las tripas sólo de imaginarlo. Y el sentimiento de posesión que germinaba en su pecho arraigó con más fuerza. Kelly era suya. Completamente suya. Y sus labios bebiendo de los suyos derretían el hielo de un corazón que durante demasiado tiempo había latido sin sentir afecto por nadie.
Entrelazaron sus lenguas, saborearon sus bocas, se consumieron en el oleaje de su naufragio. Tenían que marcarse a sangre y fuego. Tenían que memorizar sus cuerpos, respirar sus olores. Necesitaban desprenderse de sus alforjas del pasado para fundirse en alas del futuro.
Ella exigía un hombre que supiera renunciar, que superara el revanchismo, que la eligiera sin trabas. Él quería que no hubiera dudas, que fuera la mujer del capitán De Torres, un condenado, un renegado, un maldito pirata sin país ni futuro.
Kelly gemía al dictado de la boca varonil, cada vez más exigente y posesiva, y respondía requiriendo nuevas caricias, invitándolo, instándolo a beber de su cuerpo, porque estaba decidida a entregárselo.
La barrera de la camisa desapareció bajo las ávidas manos femeninas y sus dedos abiertos tantearon la piel de Miguel, exploraron cada músculo, lo moldearon con su tacto. Tenía prisa por olvidar todo lo que no fuera él, urgencia por unírsele de nuevo.
Quisiera o no, la odiara o no, aquel hombre tenía que pertenecerle.
Sus bocas se separaron y los ojos de ambos se llenaron de un deseo que no podían ocultar.
– Bésame otra vez -le pidió ella.
Y el caballero español convertido en forajido de los mares encontró el cobijo que buscaba, el puerto donde echar el ancla de su rencor y olvidar, en ese acto, su hostilidad. La besó otra vez. Claro que la besó. Porque no podía hacer otra cosa, porque sólo era un muñeco en sus brazos. La deseaba y la odiaba a partes iguales y las dos emociones, enfrentadas, lo reconcomían. Perdía el norte cuando estaba junto a su inglesa. Su ira se volvía serenidad, su odio, ternura, su crueldad, delicadeza. Kelly conseguía hacer aflorar lo mejor y lo peor de él.
Nunca sintió algo parecido, ni siquiera con Carlota. A ésta le tuvo cariño, mientras que a Kelly quería devorarla, perderse en ella, saciarse hasta quedar exánime. Enseñarle y aprender de ella, fundirse en su interior y amarla.
La piel le quemaba allí donde ella lo tocaba y era imposible ya detenerse. ¡Maldita fuese!, gimió interiormente un segundo antes de devastar de nuevo sus labios. Su masculinidad palpitaba exigente y dolorida y lo mandó todo al infierno. Ni quería ni podía remediar lo que tenía que suceder. Abandonando los sedosos brazos, se desnudó con prisas, con el bombeo de su corazón cada vez más fuerte y apresurado al ver que ella la emprendía ya con su vestido, que acabó de rasgar en su premura. Su mirada hambrienta acabó por perderle. ¡Cristo crucificado! Parecían dos locos.
Apenas cubierta por la camisola, los brazos de Kelly le reclamaron y Miguel se rindió. La cubrió con su cuerpo, la abrazó, retomó sus labios. Con manos trémulas, como un primerizo, la despojó de la única prenda que le impedía absorber su piel por entero.
Kelly lo ayudó. En ese momento le estorbaba todo salvo la piel de él, necesitaba como una demente sentir desnudez contra desnudez.
Se fundieron como dos salvajes, cada uno buscándose en el otro, acariciando cada milímetro de piel, lamiendo, saboreando, mordiendo.
Kelly abrió las piernas, ofreciéndose, y Miguel se encajó entre ellas. Se deslizó en la humedad del túnel donde deseaba perderse y olvidarlo todo. Entró en su interior y Kelly elevó su pelvis uniéndose más a él.
– Chis. -Apoyó la boca en el cuello de ella-. Despacio, pequeña. Despacio.
– Te deseo ahora.
– Vas a matarme, Kelly. Vas a matarme, inglesa.
El cuerpo de ella experimentó una sacudida, pero controló su ardor y permaneció quieta debajo de él, escuchando el latido del corazón masculino. Le acarició los costados, las prietas nalgas, ascendió por la cintura abarcando sus anchas espaldas y mimó cada cicatriz, porque eran parte de él. Y volvió al punto del escarnio y al llanto por el sufrimiento que Miguel había soportado.
Al oírla, él se apoyó en las palmas de las manos y se paró. Fue como si lo apuñalaran y enjugó las perlas saladas de sus lágrimas con sus besos.
– ¿Por qué lloras?
Ella abrió los ojos y a Miguel le pareció que se le escapaba el alma, fundida en ellos.
– Edgar no tenía derecho -hipó, acariciando de nuevo cada señal de látigo, como si con ello quisiera suavizarlas-. No lo tenía.
Él se estremeció. Los brazos de ella rodearon su cuerpo, su vientre se elevó y trastornado, se perdió en su interior, con embates desesperados; ambos se alejaron del mundo y de la realidad, sobrevolaron el odio y la venganza, recalaron en la ensenada de la pasión.
En la vorágine de su unión, Miguel susurró inconscientemente palabras que hicieron galopar el corazón de Kelly.
– Estamos a punto de amarrar.
Kelly se volvió con una sonrisa que se amplió al mirarlo. Miguel estaba muy guapo. Vestía pantalones negros y una camisa blanca con los cordones desanudados, lo que le permitía apreciar una buena porción de piel morena de la que ella nunca se cansaba. Tenía el cabello despeinado y húmedo y el aro de oro que adornaba su lóbulo brillaba, confiriéndole un aspecto salvaje y primitivo. Sobrecogía el corazón.
Pero Kelly ya no le temía. Vivía en una nube. En las últimas horas apenas habían abandonado el camarote, perdidos el uno en el otro. Miguel se encargó de bañarla, mimándola, llenándola de caricias. Habían reído como dos chiquillos mientras él le ponía pequeñas porciones de comida en la boca, que retiraba a veces como si jugaran a ser niños. Charlaron de muchos asuntos, como dos camaradas. Así fue como ella supo algunas cosas de su familia, que Miguel tuvo que dejar España al ser condenado. Le habló de su madre, de su padre, de su tío. La entretuvo narrándole episodios de su tiempo de estudiante y las mil travesuras de su hermano Diego, castigos incluidos. Kelly no recordaba haberse reído tanto en su vida.
Y habían hecho el amor una y cien veces.