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A Lidia se le permitió entrar para arreglarle el cabello y Timmy volvió a ser el encargado de servirles la comida,

Miguel se mostró ante ella absolutamente diferente. Era divertido, sagaz, irónico hasta la exasperación, directo y algo malévolo. Pero lo adoraba.

Se levantó y se alisó la falda del vestido, que había vuelto a lavar y a remendar. Giró sobre sí misma y lo miró por encima del hombro.

– ¿Cómo me ves?

Miguel echó la cabeza hacia atrás y no contestó. Atravesó el camarote, la tomó en sus brazos y la besó. Después abrió el arcón que habían llevado allí aquella misma mañana. A ella la había estado comiendo la curiosidad, pero no se atrevió a husmear dentro y en ese instante ardía de impaciencia.

Kelly abrió unos ojos como platos ante un precioso vestido azul, del mismo color de sus ojos.

– Estarás mejor con éste… si no te importa ponértelo.

De mangas abullonadas y escote cuadrado, se estrechaba en la cintura y la falda caía en capas que se irisaban con el movimiento. ¿Que si la importaba ponérselo? Debía de estar bromeando. Era lo más bonito que había tenido nunca y Miguel se lo estaba regalando. Con un gritito de complacencia le arrebató la prenda, se la ajustó al pecho y fue a mirarse al espejo.

– Es una maravilla -murmuró, acariciando la tela.

– No lo he comprado -lo oyó decir tras ella.

Comprendía sus dudas. Seguramente había creído que ella lo rechazaría por ser fruto de la rapiña. ¡Al diablo con eso! Le encantaba el vestido y ya no podía devolvérselo a su legítima dueña, si es que alguna vez la tuvo, porque no parecía haber sido usado.

– Sin duda estaré más presentable, capitán -bromeó.

A Miguel se le escapó un suspiro de alivio y entre risas, besos y alguna que otra caricia desvergonzada a la que Kelly no se resistió, la ayudó a quitarse el andrajo que la cubría. No pudo mantener las manos quietas y ella terminó por darle un cachete.

– ¡Caballero, por favor! -lo reprendió, aunque sus ojos rezumaban satisfacción-. Se trata de salir decentemente vestida. Si continúas por ese camino, no acabaremos nunca.

Él la estrechó contra su pecho y depositó un leve beso en su clavícula.

– Bruja -la insultó con voz ronca y cargada de deseo-. Cuando lleguemos a la Martinica, voy a tenerte todo el día desnuda y atada a mi cama.

Kelly se rió, dándose cuenta de que su cuerpo respondía a la deliciosa perspectiva. Con un atisbo de indecencia, pensó que sería muy placentero permanecer como él decía, intercambiando después los papeles.

El vestido parecía haber sido confeccionado expresamente para ella y le devolvía la dignidad. Dio un par de vueltas, deleitándose con el vuelo de la falda y los destellos de la tela.

– Para ser una simple esclava, amo -le dijo socarrona-, me tratas muy bien.

El gesto de él se ensombreció. La tomó del talle y la pegó a su cuerpo. Kelly no dejó de percibir la dureza que se erguía, impúdica, junto a sus nalgas. Estuvo a punto de mandarlo todo al cuerno, quitarse el vestido y atrincherarse con él en el camarote hasta el día del Juicio Final, aunque ya se oía el vozarrón de Briset dando indicaciones a los hombres para el amarre.

– Eso no cambiará. Eres mi esclava. Y seguirás siéndolo hasta que me canse de ti -«Que no será nunca, tesoro», pensó-. Y tengo intenciones de vestirte adecuadamente.

Kelly no respondió. ¿Cómo hacerlo cuando se había quedado sin resuello? Le escocían los ojos de retener las lágrimas y una furia sorda se fue acrecentando en su pecho. «¡Será cabrón!», lo insultó mentalmente. Después de todo lo que habían vivido, de tantas caricias, bromas, confidencias… Después de todo eso, el muy mezquino le decía así, de golpe y a la cara, que para él seguía siendo nada más que una esclava. ¡Y hasta que se cansara de ella!

Lo habría matado. La ira la hacía jadear y Miguel lo interpretó equivocadamente. Sonriendo como un bellaco, bajó la cabeza y la besó en el cuello, aspirando con deleite el olor de sus cabellos dorados.

Kelly se alejó con la excusa de retocarse el pelo, para no darle la satisfacción de verla llorar. Mil y un insultos le vinieron a la boca, pero se mordió los labios para acallarlos. No pensaba darle el gusto de que viera que había conseguido herirla. ¿Cómo podía ser tan bestia, tan cruel? ¿Cómo podía haber estado haciéndole el amor dos días enteros y ahora humillarla de ese modo? ¡Hasta que se cansara de ella!, se repitió. Se mordió los labios y apretó los puños para contenerse.

– Vamos -la instó Miguel, acariciando con la mirada el esbelto cuerpo que lo fascinaba y resistiendo el impulso de tomarla de nuevo y tumbarla en la cama para hacerle otra vez el amor-. Nos esperan.

Ella tragó saliva y cuadró los hombros. Su voz fue demasiado fría al responderle:

– Como ordenéis, amo.

Miguel frunció el cejo al verla pasar por su lado sin rozarlo, pero supuso que Kelly llevaría su broma hasta el final, ya había descubierto su vena artística en las largas horas de intimidad. Orgulloso como un pavo real, la siguió hasta cubierta. El enérgico movimiento de sus caderas acrecentó su erección. Suspiró, derrotado, porque sabía que ella no era ya su prisionera. Como un tonto enamorado, era él quien se había convertido en su esclavo.

30

La Taberna del Holandés no era lo que Kelly se había imaginado. Estaba lejos de parecerse a lo que ella creía que debía de ser una cantina portuaria. Claro que, tampoco había estado en ninguna hasta entonces.

Se trataba de un local amplio y limpio, con numerosas mesas en las que, los que decidían hacer parada allí, buscaban acomodarse. Todas ellas estaban ya ocupadas, pero los parroquianos se estrecharon e hicieron sitio a los vocingleros recién llegados que pedían a gritos ron negro, cerveza caliente y comida.

Miguel la condujo del codo hasta un rincón apartado y pidió vino para los dos. Ella se sentó junto a la pared, teniendo ante sí como muralla el cuerpo de él, como si quisiera apartarla del resto. Kelly fue consciente de las miradas de expectación que provocaba en los hombres. Bajó los ojos y trató de pasar lo más desapercibida posible.

Dos muchachas jóvenes se disputaron quién serviría al capitán de El Ángel Negro. La primera, una morena bonita, se le sentó en las rodillas, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la boca. La otra, pelirroja y de buenas curvas, se agachó ante él, mostrando un pecho opulento que palpitaba dentro de su escote, dándole un lametazo en el mentón como si se tratara de un chucho.

A Kelly se le agrió visiblemente el gesto, pero no dijo ni hizo nada y miró hacia otro lado, simulando que le interesaba más la bulla que se levantaba en la taberna que lo que ocurría ante sus narices. Pero la cuchillada en el pecho dolía. La lastimaba, sí, porque no pudo remediar que un ataque de celos estrangulara su corazón, más aún sabiendo, como ya sabía entonces, que no tenía derechos sobre él.

– Amour -susurró la morena, metiéndole una mano bajo la camisa y bajando peligrosamente hacia los pantalones-. Te he echado mucho de menos.

Miguel las dejaba hacer, consciente de que aquél era el saludo habitual de aquellas mujeres de vida alegre a cualquier anterior cliente. Kelly, sin darse cuenta, comenzó a golpear el suelo con la punta del zapato. Al percatarse de lo que hacía, se quedó quieta, pero se retorcía las manos bajo la mesa. ¡Sólo faltaría que él supiera que estaba resentida! Lo miró de reojo, prometiéndose que si comenzaba a manosear a aquellas dos furcias delante de ella, lo mataría. Pasara lo que pasase.

Pero Miguel las despidió a ambas con un azote cariñoso.

– Estoy sediento, guapas -dijo, y ambas se escabulleron hacia las cocinas a toda prisa.

La figura de Briset llevando a Lidia del brazo y seguida por Amanda hizo que Kelly saltara de alegría. Se levantó y estrechó a la carabina de Virginia. Miguel los invitó a sentarse a su mesa y Amanda comenzó casi de inmediato una letanía de protestas sobre el griterío del ambiente y la desvergüenza de haberlas arrastrado hasta tan infecto lugar. Luego, olvidándose de los demás, se dedicó a Kelly y empezó a charlar con ella acerca de mil cosas.