– Es una guerra, niña -se quejaba-. ¡Una guerra! Ese condenado gabacho, que el demonio confunda, pretende volver a meterse en mi cocina.
– La cocina era su territorio antes de llegar usted -intervino Armand muy serio en la forma, pero jocoso en el fondo.
– Aún no me explico cómo no han muerto todos envenenados, señor mío -se encrespó y lamentó la mujer-. ¡Cocinar con aceite de pescado! ¡Puaj! Eso es un crimen.
Lo cierto era que todos habían agradecido que al viejo Vallard se le hubieran encargado otras tareas en el barco. Pero no se atrevieron a decírselo a él, y mucho menos a darle más ánimo a la vieja cascarrabias irlandesa.
– Hija, casi me muero cuando me enteré de lo que te hicieron. Me encerraron en la cocina, porque de otro modo…
A Kelly le latió un músculo en el cuello, pero apretó la mano de Amanda, agradeciéndoselo. La creía muy capaz de haberse enfrentado a la chusma armada con un par de sartenes.
Miguel se empezó a incomodar escuchando su cháchara, así que se levantó, le hizo una seña a su contramaestre y ambos se alejaron. Las dos mozuelas del garito regresaron con una bandeja de carne humeante y grasienta y dos botellas de vino, que depositaron en la mesa y se apresuraron a unirse a los hombres y colgárseles del brazo. Kelly les lanzó una mirada biliosa y se dispuso a atender a sus amigas, olvidándose de ellos. Entonces, la irlandesa se explayó. Le contó todas y cada una de las peleas con el gordo barrigón de Vallard, que, según ella, no tenía idea de hacer un buen estofado, y el modo en que lo puso en su lugar cuando intentó recuperar «su» cocina.
Kelly y Lidia asentían sonrientes.
Armand miró de reojo a Miguel y luego siguió la invisible línea de sus ojos.
– ¿La dejarás ir? -preguntó, tuteándolo, como hacía a menudo cuando estaban a solas. Miguel arqueó una ceja interrogante-. A la inglesa.
– No lo he pensado -mintió como un bellaco.
– La vieja cotorra dice que darán una buena recompensa por las chicas. Virginia es hija del dueño de una plantación de Jamaica que posee una gran fortuna. Y tu preciosa dama pertenece a una de las mejores familias de Inglaterra.
– ¡Te digo que no lo he pensado, Armand!
Briset calló. El estallido de su capitán lo decía todo. Entonces llegaron Boullant y Ledoux y Armand le dio a Miguel un discreto codazo.
Virginia vio a sus amigas y a su dama de compañía y dio un paso hacia ellas. Pierre la retuvo por la cintura y ella lo miró fijamente, poniéndole una mano en el brazo. A Armand le pareció una caricia y observó que el rubio contramaestre sonreía, se encogía de hombros y la dejaba ir. Entonces, la muchacha corrió hacia la mesa, fundiéndose en un apretado abrazo con las otras.
– ¡Mujeres! -masculló entre dientes.
Pierre y Boullant los vieron y se acercaron. El primero sonreía de oreja a oreja, invitó a algunos parroquianos a desocupar una mesa y los instó a sentarse en otra con una jocosa reverencia, pidiendo de beber para ellos a continuación. Durante un buen rato, mientras los cuatro hablaban, las mujeres pudieron charlar a su vez animadamente. Pero ninguno de ellos las perdía de vista.
– ¡Cerveza para mis bravos!
El vozarrón de Depardier y la llegada de una docena de hombres hicieron subir aún más los decibelios del local. El capitán se plantó con las piernas abiertas y los brazos en jarras, sonrió como un tunante, los vio y se unió a ellos. Sus hombres, entretanto, se mezclaron con los restantes parroquianos, azuzando a las chicas para que les sirvieran.
Adrien apoyó las manos en la mesa y echó una mirada hacia la que ocupaban las muchachas y Amanda. Le chispearon los ojos y a sus labios asomó una mueca lujuriosa.
– Buen bocado, Miguel -dijo-. Las señales desde el Missionnaire decían que teníais mujeres, pero no imaginaba que fueran tan bonitas. ¿Quién es la vieja?
– La carabina de una de ellas -respondió Boullant.
– No sacaremos mucho por ella, pero sí por las otras tres. Incluso la negra es un bocado exquisito. Estoy deseando que se lleve a cabo el reparto del botín y…
– Las mujeres no entran en el lote, Depardier -cortó su diatriba Pierre, agrio el semblante.
El buen humor del otro se esfumó. Entrecerró los ojos y escupió en el suelo.
– No sé si te entiendo, Ledoux. ¡Y tampoco sé si quiero entenderte!
– Entonces te lo explicaré: la muchacha morena es mía y la rubia pertenece a Miguel.
Depardier se irguió como si lo hubieran abofeteado.
– ¿Tú estás de acuerdo, Boullant?
– ¿Por qué no? -Se encogió éste de hombros-. Ellas pertenecen al botín y a todos nos corresponde una parte, pero tanto Miguel como Pierre renuncian a ella. Incluso están dispuestos a pagar. Por tanto, nada pierdes.
– ¿Y si yo no acepto? -gritó, golpeando la mesa y haciendo que saltaran las jarras.
– Tendrás que hacerlo, Adrien, si el resto de los capitanes está de acuerdo con el trato -respondió Boullant, al parecer más calmado que los demás, sacudiéndose alguna gota de cerveza del pantalón-. Son nuestras normas.
La repentina discusión estaba llamando la atención de algunos. Kelly, desde su mesa, dejó de prestar oídos a sus compañeras al percibir la postura desafiante del sujeto que porfiaba con Miguel. Un sexto sentido le decía que ella tenía que ver con aquella confrontación.
– ¡También puedo pedir que nos juguemos su posesión! ¡Y estoy dispuesto a hacerlo! -decidió Depardier.
Miguel apretó los dientes. No quería más problemas de los que ya tenía, pero no iba a ceder. A su lado, Pierre, aparentando una serenidad que no sentía, argumentó:
– Todo podría ser. De todos modos, ¿por qué no te quedas con la vieja? Dicen que guisa muy bien.
– ¿Y tú, español? ¿Te atreves a jugártela?
Miguel hizo caso omiso de la pulla, controlando las ganas de saltar por encima de la mesa, agarrar a Adrien del cuello y hacer que sacara dos palmos de lengua. Pero ello habría supuesto una batalla campal entre su tripulación y la del francés de imprevisibles consecuencias.
– Estoy dispuesto a pagar una buena bolsa de oro por ella, ya lo ha dicho Fran. Más de lo que conseguiríamos en un mercado de esclavos. ¿Te parece suficiente?
– No -se apresuró a responder el otro-. La verdad es que Ledoux puede quedarse con la suya con mis bendiciones. Y seré generoso e incluso renunciaré a la mulata, pero tú no te quedarás con esa hembra, De Torres. Me gusta. Así que, sólo veo una solución: jugárnosla a los dados. Y el que gane, cederá su parte de capitán al resto.
Miguel había llegado al límite de su paciencia. Se levantó como un rayo, alargó el brazo y agarró a Depardier del cuello de su mugrienta chaqueta. Lo arrastró sobre la mesa y pegó su cara a la del francés. Con el rabillo del ojo vio a su contramaestre echar mano del sable, y a Pierre, más rápido, sacar su pistola y apuntar a la cabeza de aquel cabrón traicionero.
– Tranquilo, chico -le avisó al segundo de Depardier-. Esto es una discusión entre caballeros.
– Escucha bien, cerdo -le susurró Miguel a su adversario-. Tengo ciertos privilegios por haber abordado yo ese barco. A lo único que me obligan las normas de la piratería es a pagar su precio. Y no me gustan los dados. Pero siempre podemos zanjar este asunto de otro modo.
En la taberna se había hecho el silencio. Todos, sin excepción, estaban pendientes del siguiente movimiento del francés, interesados en saber cómo acabaría una rivalidad que venía de lejos.