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Miguel buscó al mando que estaba al frente de la defensa en aquella parte de la ciudad y lo encontró ensangrentado, con un brazo que le colgaba al costado, rendido de dolor, pero aun así dando instrucciones a dos soldados para que cargasen en un carro sus pertrechos. Lo agarró de la solapa y lo volvió de cara a él.

– ¿Qué está haciendo, capitán Tejada?

– ¡Irme antes de que esos condenados ingleses desembarquen! -respondió el otro, intentando soltarse-. Ya no se puede hacer otra cosa.

– ¡No puede abandonar a esta gente ahora!

– ¡No puedo defenderlos! -Se liberó de un tirón y lo miró con un deje de ironía no exenta de miedo-. ¿Sabe acaso quién nos ataca? ¡Morgan!

A Miguel el nombre lo dejó petrificado. H. John Morgan era temido por sus incursiones despiadadas a posiciones españolas, por sus saqueos y sus crímenes. Se decía que donde él entraba, no quedaba nadie para contarlo. Ese inglés había sido lugarteniente del bucanero Edward Mansfield, al que acompañó en la conquista de Providencia en 1668. Estaba respaldado por las autoridades inglesas, por el propio soberano de Inglaterra, y corrían rumores de que estaba devastando aquella parte del Caribe. A sus treinta y cuatro años, se había ganado una merecida fama de sanguinario que ya no lo abandonaría.

Morgan no era el único aventurero, claro. Antes que él, las gentes caribeñas habían tenido que vérselas con otros igual de implacables, como Guillermo Dampier, quien pasó de ser plantador en Jamaica a pirata, jurando odio eterno a España y sus posesiones. Seres despechados que desde la isla de Tortuga y las costas de Santo Domingo se convirtieron en un verdadero azote.

Pero Morgan era, tal vez, el más temido.

Sus expediciones no se limitaban al golfo de México, sino que pasaban a lo largo del istmo de América Central y abarcaban cada propiedad de España en el Caribe. Sus sicarios sembraban el terror, recogían sus frutos y regresaban a sus escondrijos para disfrutar de los tesoros robados, dejando desolación y muerte a su paso.

Miguel, ante la imposibilidad de hacer reaccionar al capitán Tejada, le hizo a un lado y comenzó a dar órdenes con el fin de conseguir reagrupar a la guarnición, que actuaba por impulsos, pero sin coordinación.

Resistieron dentro de la ciudadela apenas cuatro horas. Luego, hubieron de salir de ella, burlando un par de cañonazos ingleses que derribaron el muro este. El fuerte fue abandonado a los intrusos que, en cuanto entraron, arrasaron con los pocos objetos de valor que allí encontraron.

Aquel primero de marzo, guiados por canoas, la flota de corsarios había podido atravesar el estrecho canal. Algunos barcos encallaron al cruzar la bahía El Tablazo debido a sus aguas poco profundas y sus arenas movedizas, pero la mayoría llegó a tierra firme.

Y los pocos que se enfrentaron a los invasores hubieron de luchar por sus vidas, espada en mano. Oveja Negra

Se peleaba en las calles, en el puerto, dentro de los locales. Los secuaces de Morgan entraban, incendiaban y asesinaban a quienes encontraban a su paso. Los escasos soldados con que contaba Maracaibo huyeron y un puñado de civiles desorganizados y poco aptos para aquel tipo de confrontación, que se atrevieron a enfrentarse a la chusma de Harry Morgan, acabaron pasados a cuchillo.

Los lamentos de los moribundos se oían por todos lados. Los incendios se propagaban con espantosa rapidez, y era inútil todo intento de sofocarlos; el cielo se cubrió de un humo negro que parecía el presagio de la Muerte. Los cadáveres comenzaron a aparecer diseminados por las plazas, por el muelle…

Miguel perdió a más de la mitad de su gente antes de darse cuenta. No eran diestros en la lucha y pagaron muy cara su osadía. Algunos murieron y otros desaparecieron. Comprendiendo su pánico y su huida y culpándose en parte de la suerte de los que perecieron bajo el filo de espadas piratas, instó a Diego a que regresara a la hacienda para poner sobre aviso a don Álvaro mientras él trataba de retrasar a sus enemigos.

El pequeño de los De Torres se negó en redondo a abandonarlo en medio de aquella locura que lo envolvía todo.

A escasos metros de ellos, Carlota de Requejo se mantenía pegada al muro, presa del terror, asistiendo a la resistencia tenaz de Miguel y de quienes lo secundaban y que, a la salida de un callejón, acababan de darse de bruces con una partida de filibusteros. El chocar de los aceros y las obscenidades proferidas por los sorprendidos seguidores de Morgan que, seguramente, no esperaban aquella resistencia de civiles armados, hicieron que a la muchacha se le encogiera el corazón. En ese momento, hubiese dado media vida por no haber seguido a Miguel, por estar a salvo en «Linda Rosita». Sobre todo, por no haber visto jamás tanto muerto y tanta sangre.

El alarido de una mujer la asustó aún más si cabía, haciendo que se pegara más al muro, como si pudiera fundirse con él. Temblaba como una hoja y lloraba en silencio, aterrorizada, incapaz de reaccionar. Pero el grito angustioso se repitió y se obligó a moverse. Horrorizada ante tanta crueldad, miró a todos lados. Debía escapar de allí, aunque la suerte de Miguel y de su hermano le provocara escalofríos de miedo. Pero ella en nada podía ayudarlos.

Tropezó con algo y bajó la vista. Era una daga. La tomó sin pensar, empuñándola con fe, aunque carecía de destreza alguna. Sus dedos rodearon un mango manchado de sangre y una arcada de repulsión le revolvió el estómago. Logró contener el asco y enderezarse. Se juró a sí misma que si alguno de aquellos repugnantes piratas se le acercaba, lo mataría, aunque fuese lo último que hiciera en el mundo.

Por un instante, volvió la vista hacia la pelea que se desarrollaba a escasa distancia, entre los vítores de júbilo de quienes ganaban algún lance y los estertores de los que caían. Vio morir a cuatro hombres de «Linda Rosita». Los que quedaban se defendían como podían, retrocedían, cedían terreno. En cuestión de segundos, estarían tan cerca de ella que le sería imposible escabullirse.

Carlota había sido testigo de lo que aquellos degenerados hacían con las mujeres que atrapaban. Apartó el recuerdo y empuñó la daga con más firmeza, rezando para que Miguel y Diego salieran ilesos.

A pesar de las bajas, el grupo comandado por Miguel se hacía fuerte. Los hombres de Morgan no estaban saliendo bien parados. Carlota, muda, se asombraba de la destreza de su futuro esposo con la espada. Miguel manejaba el acero con una habilidad increíble: atacaba y retrocedía, frenaba golpes y los devolvía con maestría. Pero estaba en inferioridad numérica y parecía consciente de ello.

Se fijó en el corte que tenía en el brazo izquierdo, pero la herida no parecía mermar sus fuerzas. Y Diego le andaba a la par. Luchaba con el mismo estilo depurado y sobrio que su hermano, aunque sin la frialdad de éste.

4

Desgraciadamente, no podían ganar. Los seguidores de Morgan se contaban por cientos en la ciudad y los defensores de Maracaibo eran pocos, mal entrenados y debían, además, tratar de poner a salvo a oleadas de mujeres asustadas.

Una mano agarró a Carlota por el cabello y le tiró salvajemente de él, aturdiéndola de dolor. Se medio volvió. No estaba preparada para el rostro barbudo, sucio y despiadado que vio. Era una cara que parecía haber sufrido los avatares de siglos, de mil batallas, sin visión uno de los ojos, cubierto por una telilla blanca que provocaba un rechazo inmediato. Nariz grande, labios muy gruesos, dientes escasos y picados, y una cicatriz que le iba desde la frente hasta el mentón, y que se había llevado por delante aquel ojo blanquecino y ciego.

A Carlota se le atascó el aire en los pulmones. Y se olvidó de la daga que tenía en la mano. El sujeto, de casi dos metros y fuerte como un buey, cargaba un abultado saco sobre su hombro izquierdo, seguramente producto del pillaje. La saludó con una sonrisa negra y desdentada, pero de inmediato dirigió su único ojo sano a la pelea que se desarrollaba prácticamente allí mismo.