Hasta que el estampido de un disparo los sumió a todos de nuevo en el mutismo. Miguel se revolvió en busca de su procedencia y Kelly se tapó los oídos con las manos, porque la detonación había sonado muy cerca de su cabeza, a su derecha. El contramaestre de Depardier, sable en mano y con un feo agujero entre los ojos, se derrumbó junto a su capitán. Pierre sopló el cañón de su pistola y dijo para que todos lo oyeran:
– ¡No me gustan los perros que muerden por la espalda, caballeros! Si alguno no está de acuerdo, puede decirlo ahora.
– O callar para siempre -apostilló Miguel, recibiendo ya múltiples palmadas de felicitación.
Agradeció la intervención de su camarada con una inclinación de cabeza y sus ojos volaron hacia Kelly, la tabla de salvación a la que se aferraba cada vez con más fuerza. Se subió a una mesa y se dirigió al auditorio:
– ¡Escuchadme! ¡El barco de Depardier es mío! -dijo-. Él intentó que mi tripulación me traicionara y ahora está muerto. Si alguno de vosotros quiere marcharse, es libre de hacerlo. Los que se unan a mí, seguirán en el Prince y obtendrán la misma parte de botín que mis hombres.
El mundo pareció estallar alrededor de Kelly y agradeció a Ledoux que la sacara de aquel caos. Se sentía mareada. Y muy irritada con Miguel. Podía haber acabado con Depardier en un minuto y, sin embargo, la había hecho sufrir lo que a ella le pareció una eternidad.
Los piratas volcaban su fidelidad en quien les pagaba. Sobre todo en quien les pagaba bien. Nadie se preocupó de los cadáveres de Depardier ni de su fiel contramaestre hasta que el propio Boullant ordenó a gritos que sacaran de allí a aquella escoria. Entonces, Miguel invitó a una ronda a todo el que quisiera beber a su salud.
Kelly permanecía sentada, con la espalda apoyada en la pared. Sus amigas hablaban alteradas, pero ella no las escuchaba. El mal humor manejaba los hilos de su mente. Miguel iba a pagarle el mal rato que le había hecho pasar. ¡Vaya si se lo iba a pagar!
Pero una mano amistosa se dejó caer sobre su hombro acompañada de una sonrisa fulgurante. Allí estaba él, osado, suficiente. Se había jugado la vida como si se tratara de una simple apuesta. ¿Qué le esperaba junto a aquel hombre? ¿Cuántas veces tendría que comerse los nudillos mientras él se divertía peleando? ¿Iba a saber vivir temiendo por Miguel a cada paso? Tenía ganas de insultarlo, de marcarlo con las uñas. ¡Tenía ganas de matarlo!
– Vamos, princesa. Tengo una habitación reservada -oyó que decía.
Aceptó su mano, como una beoda, sin oposición, para seguirlo escalera arriba. No veía ni por dónde pisaba. Él aceleró el paso como si estuviera ansioso por llegar. Pero en los oídos de ella aún resonaban los envites traicioneros, el chocar de los aceros y el estertor de muerte de Depardier, que muy bien podría haber sido el de Miguel.
Cuando éste cerró la puerta de la habitación, la rodeó con sus brazos y apoyó el mentón en su cabeza, a ella le sobrevino un llanto histérico. ¡Dios! Había estado tan cerca de perderlo que aún le temblaban las manos.
– No vuelvas a hacerlo -hipó, mientras él se bebía sus lágrimas a besos-. ¡Nunca vuelvas a hacer eso!
Miguel seguía sonriente, como si no diera importancia a lo que ella decía. Kelly se revolvió y lo empujó. ¡El muy cabrón estaba pasándolo realmente bien!
– ¿Tanto te preocupa que me maten, pequeña? -se jactó él, intentando abrazarla de nuevo.
Airada de verdad lo empujó una y otra vez hasta hacerlo chocar contra el tabique. Cerró el puño y, como una consumada pugilista, aplicando toda su fuerza, lo alcanzó en pleno mentón. Miguel bizqueó y se sujetó la mandíbula, absolutamente desconcertado.
– ¡Hijo de puta! -lo insultó como poseída-. ¡Por mí, condenado asno, podían haberte atravesado el alma!
Tres días después, partieron por fin hacia la isla de La Martinica, con una Kelly aburrida, haciendo planes para instalarse allí. Apenas vio a Miguel durante esas jornadas, durante las cuales él se ocupó de su nuevo barco, el Prince, y sus marinos, así como del reparto del botín robado a Inglaterra.
Casi toda la tripulación de El Ángel Negro y del Prince decidió quedarse en Guadalupe para disfrutar de sus ganancias, mientras ella afrontaba ilusionada el corto viaje hacia su destino final.
La Martinica era una preciosa isla de aguas de color esmeralda, exuberante follaje y calas de arena blanca que se adentraban en el ondulado verde de las laderas. El pequeño puerto donde echaron el ancla, repleto de colorido y tan activo como el de Guadalupe, era un lugar tranquilo y acogedor, cosa que agradeció, después de tantos días de navegación y avatares.
– La población es una mezcla de caribes, arahuacos y franceses -le comentó Armand cuando atracaban.
A ella le encantaron las pequeñas embarcaciones de vivos colores, las plegadas velas blancas, el ajetreo, las voces de los descargadores, la algarabía de los chiquillos. Le llamó poderosamente la atención un edificio grande, pintado de blanco, que ocupaba buena parte del puerto.
– Es la sede de la Compañía de las Indias Occidentales francesas -le explicó Miguel, detrás de ella, tan cerca que podía oler su aroma-. Los escasos colonos de la isla almacenan ahí el producto de sus cosechas, y yo espero poder hacerlo el año próximo.
– ¿Tienes una hacienda? -se asombró. Se medio volvió para comprobar si le tomaba el pelo y se arrepintió de inmediato. ¡Si sería tonta! Le había echado de menos y ahora comprendía por qué había estado tan ocupado.
– Podríamos decir que es un proyecto de hacienda, pero en esa línea vamos. No es gran cosa todavía, aunque ahora que tengo dos barcos bajo mi mando podré ampliar la propiedad. ¿Crees que Roy habrá terminado de preparar los campos, Armand?
– Seguro que sí, capitán, ese tipo sabe lo que se hace. Si me agrada lo que veo, hasta yo podría intentar hacerme con una casa e imitarlo.
Kelly no se hacía a la idea. ¿Armand Briset trabajando la tierra? Le hizo cierta gracia, porque no imaginaba a aquel hombretón doblando el espinazo sobre los surcos. A su lado, Lidia, que no se despegaba de él un momento, parecía una muñeca. Podía ver al francés sobre la cubierta de un barco, batallando o mezclándose con tipos de mala catadura, pero se le hacía difícil figurárselo como hacendado. Claro que todo hombre tiene derecho a elegir su destino y, en algún momento, tendría que abandonar la piratería. ¿Cuándo decidiría también Miguel que ya estaba bien de arriesgar la vida?
A lo lejos había montañas y se adivinaba que era una isla de origen volcánico. Desde el puerto, atravesaron caminos flanqueados por marañas de helechos, árboles de caoba altísimos, cocoteros y multitud de palmeras. Era un estallido de color y fragancias que se mezclaban y la aturdían, hechizándola. Lilas y orquídeas, algunas flores que desconocía… Kelly descubrió, entusiasmada, algunos colibríes de intenso plumaje. Y se maravilló cuando bordearon un sendero y Briset señaló hacia abajo, hacia la costa, donde se extendían los fantásticos arrecifes de coral blanco, rojizo y azul.
Las tierras de Miguel se veían fructíferas. Y la casa, que parecía haber avanzado a buen ritmo, se encontraba cerca de una playa de arenas blancas y aguas cristalinas. Era una construcción de dos pisos blanca y cuadrada, sencilla, de tejado rojo y amplios ventanales. Una balconada rodeaba toda la planta superior y tanto a ambos lados del camino de acceso como de la escalera que ascendía hasta la entrada principal, multitud de parterres cuajados de flores dulcificaban la estructura con su colorido. Aquello tenía que ser fruto de la mano de una mujer y un acceso de celos embargó a Kelly. ¿No tendría Miguel a alguna amante a cargo del lugar? Tampoco resultaría tan extraño, dada la acogida que le habían dispensado al llegar a Guadalupe. Hizo un esfuerzo por desterrar ese pensamiento; de ser así, no habría ido allí con ella.