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La estancia era amplia y luminosa. Estaba aún a medio amueblar, como el resto de la casa, pero tenía ya una cama con dosel, un armario y una pequeña coqueta con un taburete, todo en tonos malva. Se notaba de nuevo una mano femenina.

– Gracias, señora. Es muy bonita.

– Llámeme Vero, aquí todos los hacen, salvo mi esposo cuando discutimos; entonces me llama Veronique Gertrude Marie, lo que me saca de mis casillas -bromeó-. Esta habitación es una maravilla al amanecer.

Kelly dio una vuelta, un poco nerviosa, sin atreverse a hacer otra cosa que preguntarse el motivo por el que la mulata la instalaba en una habitación que parecía destinada a un invitado. Entró un muchacho menudo y negro como el carbón, que dejó una bolsa de viaje en la entrada y se esfumó en completo silencio. Lidia sacó de ella el único y destrozado vestido de Kelly, del que ésta no había querido desprenderse, y lo colgó en el armario.

A Kelly, la deprimente visión de una única pieza en un mueble tan grande le provocó un acceso de nostalgia que embargó su corazón y la hizo recordar su abundante guardarropa.

– No creo que al capitán le agrade que yo ocupe este cuarto, Vero.

– ¿Y por qué no? Yo misma lo decoré para cuando llegaran invitados.

– Ya lo ha oído. No soy ninguna invitada.

– ¡Tonterías!

– Pero…

– Tonterías le digo, señorita. Si no le agrada algo, dígamelo y lo cambiaremos. Me gusta el color malva, por eso lo decoré así. Haré que le traigan también una alfombra. -Se movía de un lado a otro, inspeccionándolo todo, recolocando, haciendo planes-. Mandaré a uno de los muchachos a la ciudad. No. Mejor no. Creo que en el desván hay una que irá très bien para esta habitación…

– No quisiera causarle problemas.

Veronique frunció el cejo y la miró de arriba abajo, con descaro, como alguien que se consideraba una igual.

– Mire, niña. Si usted es la esclava de ese cabezota gruñón, yo soy la reina de Francia.

– Pero…

– ¡Ni una palabra más! Usted se queda en este cuarto y ya encontraremos otro para ella -señaló a Lidia.

– Ella ya tiene donde instalarse -dijo la voz de Armand desde la entrada-. Lidia se viene conmigo.

Veronique sonrió beatíficamente. Kelly le preguntó a Lidia en silencio y ésta asintió. Sí, se dijo. Si Briset había conseguido quedarse con ella pagando buena parte de lo que le correspondía del botín, estaba claro que no iba a renunciar entonces. Y Lidia parecía estar muy de acuerdo.

– Y ahora, señoras, si han terminado, quiero que mi dama dé su visto bueno a nuestra habitación por si echa algo en falta.

Tendió la mano hacia la joven y Lidia se le acercó de inmediato.

A Kelly se le caldeó el corazón. Al menos, su amiga había conseguido a un hombre digno y se alegraba de su suerte.

Durante los dos primeros días, Miguel no se dejó ver por la casa. Veronique dijo algo acerca de que él y su esposo estaban inspeccionando las tierras, las últimas obras del almacén y un montón de cosas más. Y Kelly disfrutó de su compañía. Era un torbellino, siempre activa, ocupándose de todo a la vez sin una queja. Pero apenas pudo ver a Lidia, y no dejaba de sentirse una extraña a pesar de las atenciones que la criada de Miguel le prodigaba. Para no desairarla, la acompañó a echar un vistazo en el desván, asombrándose de la cantidad de objetos allí acumulados. Había de todo: alfombras, candelabros, espejos, sillones, telas… Eligieron una alfombra de tonos lila y morados, un par de sillones orejeros y una mesita redonda de estilo francés que colocaron junto a la ventana.

Una vez completa, la habitación mejoró mucho y Kelly agradeció el amable trato de Vero.

Cuando la criada tenía un rato libre, escapaba de los quehaceres de la casa y la acompañaba a dar largos paseos, a los que Lidia se unía encantada, siempre alrededor del edificio, sin alejarse demasiado y evitando la zona en la que aún se trabajaba.

Al tercer día, ociosa y sin nada que hacer porque Vero no quería ni oír hablar de que ella se metiera en la cocina o limpiase nada, Kelly se acercó a las caballerizas. Y allí se encontró con una agradable sorpresa: el joven grumete de El Ángel Negro.

– ¡Timmy!

– ¡Mademoiselle! Pensaba ir a verla dentro de un momento, en cuanto terminase. -Dejó el cepillo con el que acicalaba el pelaje de un precioso animal, se limpió las manos en el pantalón y se le acercó.

Kelly le dio un beso en la mejilla y el chico enrojeció de puro placer.

– No sabes lo que me alegra volver a verte, Timmy.

El caballo, negro como un pecado, pareció reclamar también atención y relinchó. Ella se aproximó. Era un ejemplar precioso. De largas y elegantes patas y una estampa magnífica. Por algún motivo, lo relacionó de inmediato con Miguel.

– Es el caballo del capitán -le dijo Timmy, uniéndose a las caricias de ella-. Acabamos de conocernos y ya nos hemos hecho amigos. Me dijo que se lo tuviera preparado porque se marcha a la ciudad.

– ¿Dónde está él ahora?

– En los campos, señorita, con el señor Briset.

Kelly pasó la mano por el hocico del animal y éste sacudió la cabeza, posándola luego sobre su hombro, lo que le produjo una enorme sensación de cercanía, de la que tan necesitada estaba.

– Vaya, eres un seductor, ¿eh? Me encantaría montarte.

– Puede pedirle permiso al capitán cuando regrese.

– ¿Crees que me dejaría? -Timmy pareció dudar-. Bueno, es igual. Sólo era una idea. Es que echo de menos mis paseos a caballo.

– Aquí hay muchos espacios abiertos. Al capitán no le importará que lo haga, siempre que no se aleje demasiado. Es peligroso.

– ¿Por qué es peligroso?

– Podría encontrarse con algún desalmado. En La Martinica nunca deja de haberlos.

– No creo que constituyan más peligro que tu capitán.

El tono irónico hizo saltar al chico.

– Él no es malo, señorita.

Kelly asintió. Allí todos pensaban que Miguel de Torres era poco menos que un santo bajado del Cielo. ¡Por los dientes de Satanás! ¡Qué poco lo conocían! Le revolvió el cabello a Timmy y sonrió para suavizar su agrio comentario. Le gustaba aquel rapaz castigado por la vida, que miraba siempre de frente. Y lamentaba que un niño como él, que debería estar en una escuela, navegara en un barco pirata, sorteando el peligro. Si ella pudiera, hablaría con Miguel… si es que decidía dejarse ver por la casa, algo que empezaba a parecerle cada vez menos probable.

Pero se equivocaba. Llegó apenas una hora después y, al verla, se paró en seco y mostró un gesto de disgusto. Kelly se había puesto su antiguo vestido, debidamente lavado y vuelto a remendar, porque, en su situación, carecía de lógica utilizar el que había recibido como un regalo de dama. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y sujeto por un pañuelo, al estilo de Veronique. Sabía el aspecto que tenía, pero al menos estaba limpia.

– Espero que esta noche tengas mejor aspecto -le espetó él en tono áspero. Fue imposible adivinar su expresión, porque ascendía ya la escalera hacia el piso superior.

Ella no fue capaz de replicar. ¿Mejor aspecto? ¡Sería imbécil! ¿Qué pensaba que iba a ponerse? Solamente tenía el vestido que él le había regalado. Y ni siquiera disponía de unos malditos zapatos decentes. ¿Qué esperaba? ¿Que se vistiera como una reina? Ya no era una dama de buena familia, con un vestuario completo a su disposición cada día y una buena cantidad de escarpines y botas.

Ni siquiera era su amante. No al menos su amante oficial. A éstas les solían regalar de todo por su compañía. Pero ¿a una simple esclava? ¿Dónde se había visto? ¿Qué podía esperar de él? Quiso llorar y no pudo de pura rabia.