Cuando entró en la cocina, donde trajinaba Veronique, dando un portazo, la mulata adivinó su estado de ánimo. La muchacha había dado muestras de un carácter afable, tratando a todo el mundo por igual, cercana y riéndose con sus cotilleos. Ahora, sin embargo, diría que venía ceñuda y con las plumas alborotadas.
– ¿Ya ha llegado el capitán? -preguntó.
– Ha llegado, sí.
– Lo suponía. ¿Qué ha pasado?
– ¿Qué habría de pasar? -refunfuñó ella, sentándose en una banqueta y cogiendo una galleta recién horneada.
– ¡Oh, vamos, señorita! Recuerde que lo conozco desde hace tiempo. ¿Qué ha hecho ahora ese cabezota?
– ¡Lo detesto! -Kelly no se contuvo.
– Comme vous voudrez -se encogió de hombros Vero, y siguió mezclando la masa-. Pero se equivoca. Es terco, sí, pero un hombre de la cabeza a los pies.
Ella no quiso oír más y se largó de la cocina. Por lo visto, en aquella maldita casa no iba a encontrar a nadie crítico con Miguel. Si acaso, algo criticable, sin más.
Su Némesis se disponía a entrar justo entonces y se cruzaron.
– Cabrón… -musitó por lo bajo.
Él se quedó mirando cómo se alejaba, preguntándose si habría oído bien. ¿Había sido un insulto? ¿Qué demonios le pasaba? Había intentado dejarle espacio, no agobiarla, aunque, en realidad, en los días transcurridos, le había costado conciliar el sueño y hubiera querido estar con ella cada noche. ¿Por qué estaba tan rabiosa?
– ¿Qué mosca le ha picado? -le preguntó a Veronique cuando entró en la cocina.
Su criada lo miró con reticencia por encima del hombro.
– ¿Me lo pregunta a mí, capitán?
– Si las miradas matasen, ahora sería cadáver. -Fue a coger también una galleta, pero ella le palmeó la mano.
– Deje eso, son para mañana -lo regañó, retirando la bandeja-. Yo podría explicarle lo que le pasa a ella, monsieur, pero necesitaría un tiempo que me parece que usted no tiene. Y mucha paciencia, que no tengo yo.
Miguel arqueó una ceja. La habilidad de su criada para censurarlo era proverbial, nunca se callaba lo que pensaba. La mayoría de las veces no actuaba como una sirvienta y, como ya hizo cuando Kelly llegó a la casa, cuestionaba en muchas ocasiones su proceder. A la larga, solía acertar. Le agradecía que hubiera instalado a Kelly en uno de los cuartos de invitados, aunque no se lo dijo. Quería a Veronique. Y la admiraba. Era una mujer de mente clara y actuaciones decididas y no pecaba del servilismo que, por otra parte, a él no le gustaba. Por eso en su hacienda no había esclavos y todos los que trabajaban para él cobraban un sueldo, según su cometido. Prefería las cosas a las claras y Veronique siempre se las decía. Desde que la conoció. Por eso le extrañaba que ahora se guardara su opinión.
Se acercó a ella, fisgando por encima de su hombro. Las galletas se veían apetitosas y él estaba hambriento. Bromeando, le tiró de la lazada que anudaba su delantal y aprovechó cuando ella volvió a anudársela para cazar, por fin, una.
– ¿Quiere largarse de mi cocina?
Miguel la abrazó por la cintura, poniendo los ojos en blanco ante el delicioso sabor del postre.
– ¿Es una amenaza?
– Pas du tout! -negó.
– Me portaré bien si prometes preparar una cena especial. Tengo invitados esta noche. Seremos siete.
Veronique se le plantó con los brazos en jarras y los ojos muy abiertos.
– ¿No podía haber avisado antes, diables? ¿Cómo quiere que prepare cena para tanta gente? Mon Dieu!
– Prometo traerte una pañoleta nueva cuando regrese de la ciudad.
Ella renegó un poco más y empezó a revisar la despensa, pensando ya en qué preparar. Miguel la observó trajinar y pensó que había tenido mucha suerte en contratar al matrimonio. Veronique sacó un par de aves ya desplumadas y pasó a su lado como un vendaval. Había ganado la pequeña batalla.
– Que sea roja -dijo ella, exigente, elevando la nariz.
Entonces sí, Miguel se rió con ganas.
33
Lidia la miró como si se hubiera vuelto loca.
No podía negar que la blusa azul le sentaba bien. Se había rodeado la cintura con una cinta del mismo color que la blusa, dejando que los extremos cayeran sobre la falda negra. Estaba bonita, sí. Pero las ropas eran burdas. Y las sandalias que había conseguido empeoraban el resultado. Parecía una criada.
Kelly se había dejado el cabello suelto. ¿Para qué perder el tiempo en un sofisticado peinado?
– No parece usted una dama, m’zelle.
Ella le contestó con un encogimiento de hombros. En el espejo del armario vio reflejado lo que quería y asintió. No. No lo parecía. Ésa era exactamente su intención.
– Voy de acuerdo con mi nueva condición -le contestó.
– ¿Y ese color tan subido de tono en las mejillas y los labios? Si quiere mi opinión, señorita, no le sienta bien. Y mucho menos ese toque oscuro que se ha puesto en los ojos. ¿De verdad piensa bajar a cenar así?
Kelly dio una vuelta completa y se observó críticamente.
– ¿Qué tiene de malo? A Miguel le gustan las mujeres pintadas.
– ¿De dónde ha sacado esa estúpida idea?
– ¿No recuerdas a las muchachas de la cantina, en Guadalupe? La morena y la pelirroja.
– ¡Por el amor de Dios, señorita, aquéllas eran simples busconas!
– Y yo ¿qué soy para él? Vamos, dímelo. ¿Qué soy para el capitán De Torres, Lidia? Creo que está muy claro.
– Yo no lo veo nada claro, señorita.
– Pues debes de ser la única -bufó-. Además, no tengo ropa ni zapatos. Ha sido una suerte poder disponer de algo que ponerme, porque mi vestido ya no soporta una lavada más.
– ¿Y el que le regaló? Sigue colgado en el armario -objetó Lidia.
– No pienso volver a usarlo.
– Pero ¿por qué?
Kelly ya había tenido suficiente y la insistencia de su amiga le estaba provocando dolor de cabeza. Se ahuecó el cabello, alborotándoselo un poco más y creando la ilusión de una mujer de vida alegre.
– No quiero nada que venga de él -resolvió-. No voy a usarlo, simplemente. Y tengo esta ropa por ayudar en los quehaceres de la casa. Me la he ganado. Como me ganaré la comida que me lleve a la boca.
– Señorita…
– ¿No dijo que era su esclava?
– Admito que no estuvo acertado, pero…
– Pues ¡sólo me estoy comportando como tal! -se empeñó Kelly.
– Debería pensarlo mejor. El capitán Boullant, Ledoux y la señorita Virginia son sus invitados esta noche. No creo que al capitán De Torres le haga mucha gracia que se presente con este aspecto.
– No voy desaliñada. Y estoy limpia.
– Pero lo dejará en ridículo.
– ¡Precisamente! Él me ha secuestrado y, por lo que sé, no tiene intención de pedir ningún tipo de rescate por mí. Pues bien, vestiré de acuerdo con lo que soy ahora, una mujer sin honor. Y si no le gusta, ¡que reviente!
Lidia resopló. Habría problemas. Seguro que los habría. Entendía que Kelly estuviera harta de todo, que deseara escapar de allí y volver con su familia. Miguel se había comportado como un miserable desde que llegaron, dejándola a un lado y tratándola con menosprecio, o ni siquiera tratándola. Y de poco había servido que ella le suplicara a Armand que mediara, porque éste se negó en redondo.
– Ese muchacho necesita probar su propia medicina, así que no te metas, mujer -fue todo cuanto había dicho.
Lidia no tenía dudas de que aquella noche Kelly estaba dispuesta a todo. Cuando se empecinaba en algo, era imposible convencerla de lo contrario y tenía muy claro que había decidido arruinarle la velada al capitán.