– M’zelle, por favor. Hágalo por la señorita Virginia.
– ¡Bah! Ésa es otra de las cosas que debe pagarme, Lidia. No he sabido nada de ella desde que llegamos. Ni de Amanda.
– Ellas están bien. La señora Clery ayuda al ama de llaves del capitán Boullant en los quehaceres de la casa y en las cocinas.
– Sí. Sé que están bien porque Timmy me trajo una nota, pero ¿por qué no me ha dejado ir a verlas?
– Es peligroso salir de la hacienda.
– Podría haberme acompañado alguno de los trabajadores. O incluso Armand. ¡Válgame el Cielo, Lidia! Apenas estamos a un par de kilómetros de distancia.
Discutir con Kelly era como hacerlo con un muro de ladrillos.
– El capitán se enfadará -advirtió la mulata.
– Por mí, como si se muere del disgusto.
– ¡Por Dios, señorita! Recapacite y cámbiese.
– Vale ya, Lidia. Te estás poniendo insoportable.
La chica no encontraba palabras para hacerla cambiar de actitud. Se estrujó las manos y pensó en insistir. Hasta ella estaba más elegante, con el vestido color guinda que Armand le había regalado aquella misma mañana.
– ¿Qué van a pensar la señorita Virginia y los demás cuando la vean vestida y maquillada como una… una…?
– ¿Puta?
– ¡Santo Dios! -se atragantó.
– Virginia no pensará nada. Bueno, sí. Me conoce lo suficiente como para saber que tengo un plan. Lo que opine el resto, me importa un ardite.
– ¿Puedo conocer yo ese… plan, señorita?
– No quiero que me trate como un trofeo, Lidia. ¡No soy su trofeo, maldito sea!
– Pero es su prisionera, y su actitud infantil no va a cambiarlo.
– Eso ya lo veremos. No puedo vivir pendiente de sus cambios de humor. Tan pronto me agasaja, como me olvida. Quiero saber, de una vez por todas, en qué lugar estoy. ¡Lo odio!
Lidia le daba la razón, aunque se cuidó muy mucho de decírselo. Sentía una profunda pena por Kelly, pero ella nada podía hacer para remediar su situación. La instó a sentarse y lo hizo a su vez a su lado, tomando sus manos entre las suyas. No encontraba argumentos para reconfortarla. Ella, al menos, había salido ganando, porque Armand era un buen hombre y estaba muy cerca de amarlo. Pero ¿y su señorita? El capitán De Torres no parecía rendirse fácilmente a una cara bonita. Así que, ¿qué podía esperar? Tarde o temprano, él debería tomar una decisión: o la reclamaba como suya o la dejaba marchar, porque Kelly Colbert nunca aceptaría una situación intermedia, y en tal lucha de voluntades, la joven inglesa era una antagonista que cabía tener en cuenta. Si uno de los dos cediera, incluso podrían encontrar la felicidad.
– M’zelle, usted no odia al capitán.
La rotunda afirmación de Lidia acabó de romper las barreras de su resolución. Se abrazó a ella y durante un buen rato no pudo hablar.
– Tienes razón -dijo luego, aceptando el pañuelo que le tendía y limpiándose la nariz-. No lo odio, Lidia. Y eso me está destrozando. Creo que me enamoré de él cuando lo vi la primera vez, en Port Royal.
– Entonces, ¿por qué se le enfrenta? ¿Por qué no intentar que él le corresponda? Usted es una muchacha preciosa y el capitán no es inmune a sus encantos.
– ¿Cómo hacerlo? ¿Rindiéndome a sus pies? ¿Rebajándome más de lo que ya lo he hecho?
– Él es muy orgulloso.
– También lo soy yo. Además, me odia. Aborrece todo lo que suena a inglés.
– El tiempo cura las heridas y hace olvidar, señorita.
– No a Miguel de Torres, Lidia. Tú no lo sabes, pero los ingleses asesinaron a la mujer con la que iba a casarse. Y siempre tiene presente que Edgar mató a su hermano. En ocasiones, lo he visto mirándome de forma extraña, con rencor. Me culpa por llevar su sangre.
– Pero también le ha hecho el amor.
La había tratado con ternura, sí, pensó Kelly. Precisamente por eso, porque necesitaba saber si las caricias de Miguel eran ciertas, se había propuesto aquello.
– Me ha usado, Lidia. No es lo mismo. Me deseaba del mismo modo que a las furcias de la taberna. ¡Y basta ya de hablar! Alcánzame ese carboncillo, que se me ha corrido la pintura de los ojos.
Lidia se resignó al fin. «Imposible seguir luchando», se dijo. Mientras Kelly se retocaba, pensó si no sería mejor poner una excusa y que Armand la llevara a casa. Se iba a montar una buena y ella no tenía ganas de estar en medio.
Kelly se dio un último vistazo.
Miguel podía sufrir un infarto cuando la viera. Temía su reacción, pero no pensaba dar marcha atrás. Los Colbert también tenían su vanidad.
– Nuestros caballeros piratas nos aguardan, Lidia. No les hagamos esperar.
Miguel asintió a un comentario de François y probó el vino que estaban tomando mientras esperaban a las mujeres. Boullant se había personado a la cena acompañado por Nora Buttler, la bonita y pelirroja hija de un adinerado comerciante, y, puesto que Kelly y Lidia se retrasaban, Miguel le había pedido a Timmy que acompañara a Virginia y a la muchacha al jardín, de modo que ellas tuvieran libertad para sus confidencias y ellos también.
– Creo que voy a retirarme -anunció Fran, no sin cierta sorpresa por parte de los presentes-. Me parece que muy bien podrías hacerte cargo del Missionnaire -añadió, dirigiéndose a Ledoux.
– No será por esa damita, ¿verdad?
– Un hombre debe formar una familia tarde o temprano -intervino Armand, añadiendo una dosis de desconcierto.
– ¿También tú estás pensando en dejarnos? -le preguntó Miguel.
– Se me ha pasado por la cabeza.
– ¿Por Lidia?
Briset no respondió, pero su silencio fue mucho más elocuente que todo un discurso.
Por un momento, los cuatro se abstuvieron de hablar, cada uno repasando episodios de su azaroso pasado. Salvo Miguel, los demás llevaban demasiado tiempo jugándose la vida. Todos habían hecho fortuna suficiente para dejar la piratería y, amparados en el anonimato de la vida en tierra y la dispersión, lejanía y relativa seguridad de las islas, podían reintegrarse a la sociedad como personas honorables. Claro que, a cambio, ¿dónde quedaba la aventura?
El sonido de la puerta abriéndose a sus espaldas los sacó de sus cavilaciones y se volvieron al unísono.
Era Kelly.
Miguel sonrió. Sólo un segundo. A continuación, se atragantó con su bebida y empezó a toser. Pierre le propinó una fuerte palmada en la espalda, aunque sin apartar los ojos de la muchacha. Armand miró al techo y Fran, sencillamente, observaba y callaba.
Se podía oír el vuelo de un mosquito. La incomodidad flotaba en el ambiente mucho más de lo que Kelly hubiera pensado. Por el modo en que todos los ojos estaban fijos en ella, se había extralimitado.
Por el acceso al jardín aparecieron Virginia y Nora Buttler.
Entonces sí que a Kelly se le subieron los colores, porque en su representación no había esperado incluir a una dama a la que no conocía y que allí, junto a su amiga, la observaba con un rictus de manifiesto desagrado. Se estaría preguntando cómo era posible que la hubieran invitado a una cena junto con una buscona. Le entraron ganas de dar media vuelta y escapar, pero ya era demasiado tarde.
Briset interrogó a Lidia con la mirada y ella se encogió ligeramente de hombros.
El estupor de Miguel fue dando paso a una mirada de desagrado que amenazaba vendaval. Dejó la copa con tanta violencia que el cristal se quebró. Kelly contuvo el impulso de retroceder cuando él se levantó y avanzó hacia ella, pero permaneció donde estaba, plantándole cara. La tomó del brazo y la arrastró hacia la salida.
– Podéis empezar a cenar sin nosotros -les dijo a sus invitados.
Kelly se trompicaba para seguirle el paso y no caer de bruces mientras él la obligaba a subir la escalera casi a la carrera. La llevó en volandas hasta su cuarto, abrió y la hizo entrar, cerrando luego de una patada.