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La vida de Kelly había dado un giro increíble. Miguel hizo que le llevaran vestidos, zapatos, enaguas, sombreros… Parecía no estar nunca satisfecho con los regalos que le hacía. No le faltaba de nada. Salvo saber si él la amaba de verdad. Palpitaba latente la única duda que conseguía entristecerla.

Kelly seguía ocupando su habitación, aunque la mayoría de las noches acababa en la de Miguel, acurrucada entre sus brazos. Y durante sus ausencias, cada vez más cortas, se dedicaba a cabalgar. Había bautizado Español al caballo de Miguel. Un nombre que le iba como anillo al dedo, porque el animal parecía una réplica de su amo: inquieto, orgulloso y encantador. La misma estampa y la misma gallardía.

Miguel le había dado la autoridad necesaria para hacer cuantas modificaciones considerara en la casa, ya totalmente terminada. Ella se encargaba de las necesidades de los trabajadores, escuchaba sus preocupaciones, atenta a sus ideas para mejorar una u otra cosa. Enseñó a bordar a algunas mujeres, impartía clases a los chiquillos, procuraba que la casa entera reluciera cuando Miguel regresaba.

Se convirtió en el alma de la hacienda. Era la mujer del amo y nadie discutía sus órdenes. Aunque no lo era, pensaba ella con tristeza ante el respeto que le dispensaban todos.

Miguel lo dejó todo en sus manos y solamente asentía cuando alguno de los hombres le comentaba las órdenes de mademoiselle, como todos la llamaban.

Vivían en una atmósfera de paz, aunque no hacía del todo feliz a Kelly, que seguía sin conocer los verdaderos sentimientos de Miguel. Pero no podía negar que su cautiverio ya no era tal. Al menos, no tan obligado. Sin embargo, echaba terriblemente en falta a su familia. Seguramente la creían muerta, y cuando pensaba en ellos la embargaba una apatía infinita que nada conseguía mitigar. Entonces se encerraba en un mutismo total para preocupación de todos, que la creían enferma. Pero la más mínima necesidad de alguno de los trabajadores de «Belle Monde», como ella misma bautizó a la hacienda de Miguel, y a lo que él tampoco se opuso, la hacían volver a la actividad y olvidarse de sus penas.

Una tarde, Miguel la veía trajinar junto a Veronique. Habían cambiado de lugar, al menos diez veces, dos hermosas estatuas de alabastro que él compró en la ciudad. Ningún sitio les parecía el idóneo. Intentó dar su opinión, pero ni siquiera lo escucharon y se tuvo que callar.

Acomodado en un sillón, saboreó el brandy y dio varias vueltas entre sus dedos a la copa, sin quitarle los ojos de encima a Kelly. Se había acostumbrado a tenerla siempre allí, a su alcance. Existía entre ambos una relación extraña, dominada por el deseo, pero muchas veces, apoyado en un codo, cuando no podía dormirse, la observaba plácidamente en su sueño, después de una batalla amorosa, y se sentía como un gusano. Cuando la abandonaba para hacer alguna pequeña incursión, cada vez menos frecuentes, se decía que era despreciable. Y, según pasaban los días, crecía en él la necesidad de abandonarlo todo, como ya había hecho Boullant. Había llegado a depender tanto de Kelly que estaba perdido cuando se alejaba de «Belle Monde».

– ¿Qué te parecen aquí, Miguel?

Ella le distrajo un segundo.

– ¿Para qué me preguntas? -Sonrió, advirtiendo la mancha de polvo que tenía en la nariz-. Si no me hacéis ni caso…

– ¡Hombres! -gruñó Veronique, siguiendo a lo suyo.

Miguel retornó a sus pensamientos. Tenía fortuna suficiente como para no volver a la mar. La hacienda empezaba a dar sus frutos y, si Dios no lo remediaba, acabaría por convertirse en un honrado terrateniente, como Fran y como estaba en camino de serlo Pierre.

Sentía un miedo infinito a que Kelly se cansara de todo aquello y le pidiera volver con su familia, porque él ya era incapaz de negarle nada. Tenía que declararle su amor. Se lo debía, pero seguía posponiéndolo, por cobardía. ¿Aceptaría ella el amor de un filibustero? Porque seguía siendo eso, un proscrito. Las dudas lo estaban matando y, cuando llegaba a ese punto, se tornaba un ser huraño y amargado. En esas ocasiones, incluso Armand huía de su lado. Y él terminaba yéndose a la ciudad durante un par de días y emborrachándose como un cosaco.

Pero regresaba.

Siempre regresaba a Kelly. Era una batalla sorda que perdía una y otra vez. Una y otra vez…

– ¡Oh, basta ya, condenación! -exclamó Veronique de repente-. ¡Se quedan aquí y se acabó!

A Kelly ya no la sorprendían los arranques de la mujer. Se habían acostumbrado la una a la otra y el vínculo iba haciéndose cada vez más fuerte y estrecho. No fue de extrañar, por tanto, que ambas rompieran a reír, porque se trataba del primer lugar que habían elegido hacía ya una hora.

– De acuerdo. Tengo la espalda hecha polvo de acarrear estas estatuas. Si algún caballero nos hubiera echado una mano -insinuó Kelly a un Miguel embobado con los hoyuelos de sus mejillas.

– Señoras mías, he llegado a temer por mi integridad si entraba en vuestros juegos -se defendió él.

Veronique se rió por lo bajo, dio un último vistazo, se encogió de hombros y se despidió. Kelly corrió hacia Miguel y se sentó en sus rodillas. Él le rodeó el talle y la besó en el cuello.

– Realmente son preciosas -le dijo ella-. ¿Cuánto pagaste?

– Mejor no preguntes -gruñó-. A ti te gustaron y las compré, eso es todo.

Era cierto. Dos días atrás, paseando por la ciudad, Kelly se había quedado prendada de las esculturas, pero no se atrevió a pedirlas. Ya era mucho lo que Miguel le daba. Sin embargo, su interés no pasó desapercibido para él y en cuanto regresaron, envió a Roy a comprarlas. La explosión de alegría de Kelly cuando las desembalaban lo había colmado de dicha.

– Me mimas demasiado, capitán.

– ¿Eso piensas?

– Ajá.

– Sólo pretendo que te ilumine tu sonrisa en lugar de verte el cejo fruncido, princesa.

– ¡Oh!

– Te pones muy bonita cuando te enfadas, pero eres preciosa cuando sonríes. Además, es sólo dinero.

– Si sigues gastando como hasta ahora, pronto deberás volver a salir con El Ángel Negro. Y eso no me gusta nada.

– Es mi oficio.

– Un oficio que deberías dejar. Y que también debería dejar Timmy.

– ¿Qué tiene que ver ese mocoso?

– Bueno… llevo tiempo pensando en ello.

– Peligro, peligro -bromeó él.

– Timmy es un crío. No debería seguir en el barco. Ni moverse entre tabernas, furcias y borrachos propensos a las peleas.

– No se ha quejado.

– Se cree un hombre hecho y derecho, pero aún no ha cumplido los quince, Miguel. Debería estar en la escuela, preparando su futuro. Timmy es inteligente, aprende muy de prisa. ¿No crees que merece que le des una oportunidad?

Miguel frunció el cejo. ¿Prescindir del muchacho? Lo cierto era que ni se le había ocurrido.

– Ya veremos -contestó, bajándola de sus rodillas y marchándose.

Kelly pensó que había perdido la batalla, pero se llevó una sorpresa. A la hora de la cena, no sólo acudió Miguel, sino el chico, que parecía muy incómodo, correctamente vestido para la ocasión.

– Estás guapísimo, Timmy -le dijo ella, besándolo en la mejilla y haciendo que se sonrojara, como siempre.

Durante la cena, Miguel habló sobre algunos trabajos de reparación en la fragata y el muchacho tomó parte activa. Pero con el segundo plato, después de corregir sus modales varias veces, comentó:

– Mademoiselle piensa que deberías ir a una escuela.

A Timmy se le atragantó el sorbo de agua que bebía.

– Quiere que llegues a ser un caballero -continuó Miguel-, y opina que la cubierta de un barco no es el mejor lugar para tu educación.