Выбрать главу

– Pero, capitán, a mí me gusta navegar. ¡Y no deseo ir a ninguna escuela!

– Tampoco a mí me gustó tener que convertirme en lo que soy ahora y lo hice, hijo -zanjó él-. Te he inscrito en la escuela de Monsieur Durant. Podrás venir a «Belle Monde» los fines de semana.

A Timmy el mundo se le cayó encima. El capitán ya no lo apreciaba, ya no le era necesario. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se levantó.

– Si no me quiere a su lado, buscaré otra tripulación. El capitán Cangrejo me admitirá en la suya.

– Siéntate y acaba tu cena, mocoso. No te enrolarás en ninguna otra nave y no contradecirás mis órdenes o te pondré sobre mis rodillas y te daré una buena zurra.

Acabada la cena, con el corazón rebosante de amor por Miguel, Kelly se llevó a Timmy aparte y habló con él. Le hizo ver que su capitán, lejos de querer apartarlo de su lado, lo estimaba hasta el punto de renunciar a su inestimable ayuda para convertirlo en un hombre de provecho. Cuando salió de la casa, el niño estaba convencido de que no había nadie en el mundo como el capitán De Torres.

– ¿Sigue enfadado? -preguntó Miguel, abrazando el cuerpo desnudo de Kelly al meterse entre las sábanas.

– No. Ahora te idolatra. -Le besó una tetilla-. Gracias.

Él la atrapó por el talle y la puso sobre su vientre. Ella se recató con picardía ante su ya más que dispuesta virilidad.

– Creo que merezco una recompensa, señora.

Su voz, ronca, repleta de deseo, la hizo temblar. Se inclinó sobre su pecho y lo besó, dejando que su larga cabellera los aislase a ambos en su mundo mágico. Fue un beso intenso, absorbente, que dejó a Miguel sin aliento y ansioso de poseerla.

– Y voy a dárosla, capitán -susurró Kelly.

Se unieron como tantas veces, con ardor, con hambre. Besaron, lamieron y mordieron, se dejaron arrastrar al juego ancestral de los amantes, venciendo y dejándose vencer.

Mucho más tarde, cuando la luz del alba teñía de púrpura el horizonte, Kelly se durmió entre los brazos de su adorado español, la más dichosa entre todas las mujeres.

El ciclón estalló como si hubiera surgido de los confines del infierno.

El cielo se había cubierto convirtiendo el día en noche. Las nubes, bajas y negras, arrojaban agua y viento sin control, con la violencia inabordable de una naturaleza que azuza a sus elementos a rebelarse incontenibles. Era el peor temporal que se recordaba en las islas y se temía que muchas de las casas de Guadalupe y La Martinica no resistieran la embestida de los elementos.

Los barcos fueron amarrados para evitar que el embravecido mar los lanzara contra las rocas. Aun así, tanto el Missionnaire como El Ángel Negro y algunas otras embarcaciones sufrieron desperfectos. Muchos edificios quedaron en ruinas: sus tejados volaron, las contraventanas desaparecieron, infinidad de palmeras se troncharon o fueron arrancadas de cuajo. Los remolinos de aire arrastraron utensilios, animales y personas y las pérdidas fueron cuantiosas.

«Belle Monde» no fue ajena a la catástrofe y, cuando pasó el ciclón, echaron en falta cabezas de ganado, patos y gallinas y buena parte del tejado del almacén, así como la valla norte de la hacienda.

En compañía de Armand y Roy, Miguel se dedicó a las reparaciones más urgentes, mientras que Kelly, Veronique y Lidia ponían orden en el interior de la casa, algunos de cuyos ventanales aparecían desgajados de sus goznes. Las habitaciones afectadas eran un caos de desorden.

Miguel entró en la casa tiznado de pies a cabeza, con un raspón en el antebrazo, el cabello revuelto y un humor de mil diablos. Pero su ánimo cambió cuando encontró llorando a Kelly. La abrazó y secó sus lágrimas.

– ¿Qué pasa, pequeña?

– Una de las esculturas se ha hecho añicos.

Miguel la acunó con ternura.

– Tontita -dijo, besándola en la punta de la nariz-. Te compraré diez más. Vamos, no vas a llorar por un trozo de piedra, ¿verdad? Además, si sigues gimoteando se te enturbiarán esos maravillosos ojos de gata. Estás preciosa, aunque el polvo y el pañuelo no te favorecen.

Kelly se quitó el pañuelo de colores que se había puesto en la cabeza para no ensuciarse el cabello; no le sirvió de gran cosa, dada su apariencia.

– Tú sí que estás hecho un desastre.

– Se me ha desplomado encima parte del techo.

– Deja que te cure ese arañazo.

Lo ayudó a quitarse la camisa y buscó agua, desinfectante y algodón. Mientras le limpiaba la herida, sus ojos volvieron a fijarse en el brazalete de oro y esmeraldas que Miguel lucía siempre.

– ¿De quién era?

– ¿El qué?

– El brazalete.

– De un hombre con muy poca suerte.

– ¿Lo mataste?

– Él intentó matarme a mí.

– Seguramente era el regalo de una dama. Es muy hermoso.

Como siempre, cuando adivinaba que le gustaba algo, él estaba dispuesto a dárselo.

– ¿Te gustaría tenerlo?

– ¡¡No!!

Kelly nunca había hecho referencia a la joya. Le encantaba y pensaba que a él le quedaba muy bien sobre su bronceada piel. No quería que se desprendiera de ella, se diría que le aportaba un extra exótico.

Pero a Miguel su exclamación tan decidida le extrañó. Y la duda de que pudiera pensar que no era más que un objeto de saqueo, lo cegó. ¿Le recriminaba el modo en que había conseguido la alhaja? Pues ¡todo lo que disfrutaba era producto de la piratería! Su negativa lo hirió como si le hubiesen arrancado un trozo de alma. Hiciera lo que hiciese, seguía siendo un sucio pirata para Kelly. Lo soportaba, sí. Le dejaba que le hiciera el amor. Pero en su fuero interno debía de anidar la convicción de que él no era un caballero. Apretó los dientes y calló.

Ella, atareada en curarle el rasguño, no se percató de su cambio de ánimo. Acabó y le vendó, sirviéndole luego una copa de vino. Se sentó en la alfombra, a sus pies, y apoyó la barbilla sobre su muslo, con la mirada perdida en el exterior, donde en esos momentos la brisa mecía tranquilamente las palmeras y lucía el sol.

– Me han dicho que ha atracado un barco de bandera inglesa.

– Sí.

– Armand comentó que arribó en muy mal estado.

– Perdieron el palo mayor y la mayor parte del velamen. Y a varios marineros. Afortunadamente para ellos, conservaron su carga y eso les servirá para que les presten la ayuda necesaria y para costear las reparaciones. Pero más vale que se larguen pronto, aquí no son bienvenidos.

– Debe de ser horrible morir durante una tormenta en el mar -dijo ella, haciendo oídos sordos al comentario que volvía a recordarle el odio de Miguel hacia los suyos.

– No más terrible que hacerlo en tierra.

Kelly guardó silencio. Miguel tampoco habló. La mención a Inglaterra parecía haber levantado un muro entre ambos. Ella volvió a pensar en sus padres y en su hermano y sintió una punzada de nostalgia.

– ¿Me dejarás regresar a Inglaterra alguna vez, Miguel?

Si le hubiesen pegado un tiro no le habría dolido tanto. El corazón se le paró un instante y luego comenzó a latir erráticamente. Sus dedos apretaron la copa y le tembló el pulso. La miró desde arriba. Parecía una gatita mimosa restregando su mejilla contra su pantalón, pero acababa de asestarle el zarpazo de una leona. La respuesta le salió como un latigazo:

– De modo que es eso lo que quieres: marcharte.

– Pensaba en mi familia… -Kelly elevó el mentón para mirarlo y se encontró con un par de gemas verdes, tan frías, que se le cortó la respiración.

– Escapar del lado del hombre que te tiene prisionera, eso pensabas.

– Yo no…

– No soy el tipo adecuado para una dama de tu clase. -Él se encolerizaba a cada palabra y ella, aturdida, no comprendía qué había dicho para enfurecerlo-. Entiendo que la compañía de un asqueroso pirata no es lo que tú habías soñado, ¿verdad? Sería mucho mejor que te agasajaran caballeros empolvados que no lucieran un jodido brazalete robado.