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– Miguel… no…

– Aceptar sus lisonjas y hasta dejarte abrazar por alguno de esos idiotas en cualquier salón de baile -continuó él, saboreando su propia bilis-. ¡Por supuesto que eso sería mucho mejor que el trato que te dispensa un sucio pirata!

Kelly se ahogaba. ¿De qué hablaba? ¿Qué era lo que lo había trastornado tanto? Ella sólo quería regresar a Inglaterra para volver a ver a su familia una vez más y decirles que seguía viva. ¿Abandonarle? Dejar «Belle Monde» y a Miguel ni se le había pasado por la cabeza. Allí estaba todo lo que quería. Estaba él. El hombre al que amaba más que a su propia vida.

Miguel se levantó y la levantó a ella. Sus manos, sujetándola de los brazos, eran como grilletes. Le hacía daño y lo miró con cierto temor. La pegó a él con brusquedad y le espetó:

– Recuerda sólo una cosa, pequeña: eres mía. ¡Mi esclava! ¡Y no te librarás de mí!

«Esclava.»

Aquella odiosa palabra en sus labios fue como una daga en su corazón. Ella había creído que su antigua condición nunca volvería, pero ahora y allí, dominado por la ira, volvía su insensibilidad y su trato vejatorio.

– Creía que había algo entre nosotros -rebatió, cabizbaja.

¡Se burlaba de él! ¡Intentaba cegarlo con palabras, después de haberle arrojado a la cara que quería marcharse y que lo despreciaba como hombre!

Ácido y vengativo replicó:

– ¿Algo? ¿Qué puede haber entre un pirata y una dama? -se burló enrabietado; se lo preguntaba a sí mismo-. Deseo. Pura y simple lujuria. No voy a negar que gozo teniéndote en mi cama. Y, de momento, ahí es donde tienes que estar. Cuando ese deseo desaparezca, ya pensaré si te dejo regresar a tu maldita Inglaterra o te vendo en el mercado de esclavos, como hicieron tus compatriotas conmigo.

Kelly se quedó allí, en medio del cuarto, desmadejada, mientras él salía. La crueldad de sus palabras la fulminó. Cayó de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos y deshecha en llanto.

François Boullant, apoyado en el marco de la puerta, había llegado a tiempo de oír la última frase hiriente de Miguel. Por un momento, le entraron ganas de salir tras él y romperle la crisma. Desde que abordaron a los barcos ingleses y Kelly Colbert entró en sus vidas, las cosas habían cambiado mucho. Aquella muchacha, Virginia y Lidia, les habían regalado un hálito de esperanza. Armand bebía los vientos por la mulata y Pierre era un hombre nuevo desde que conoció a Virginia. Hasta él había abandonado la piratería y no hacía ascos a los arrumacos de Nora Buttler. Miguel merecía ser azotado de nuevo por lo que acababa de hacer, pensó.

Ayudó a Kelly a incorporarse. Ella se le abrazó, hipando, hecha un mar de lágrimas.

– No le hagas caso, muchacha.

– Me odia -gimió ella-. ¡Oh, Dios! Me odia, Fran. ¡Y yo quiero morirme!

La calmó acariciándole los brazos. Por el momento no podía hacerle entender que la explosión de Miguel era consecuencia de sus dudas, de sus celos, de su propia inseguridad. Él no la odiaba, todo lo contrario. Pero François no pensaba allanarle el camino. ¡Menudo cabrón! No, merecía un escarmiento por lo que acababa de hacer y él estaba dispuesto a dárselo. Tomó el rostro de Kelly entre sus manos y le afirmó solemnemente:

– Creo que ese majadero necesita una buena lección.

35

Isla de Antigua

Las incesantes lluvias provocaron importantes daños materiales también en la isla de Antigua. Como en otros lugares, los habitantes se afanaban en reparar los efectos del ciclón. Y acaso por eso, la presencia en sus calles de un individuo alto y rubio, con ligero acento extranjero, pasó desapercibida.

Salvo para tres hombres que se le habían pegado a los talones hacía horas.

James Colbert había dejado a su tripulación encargándose de abastecer el barco en que había salido en busca de su hermana. Desde que le llegó la noticia del abordaje del Eurípides y las otras dos embarcaciones, una vez éstas atracaron en Londres, no había cejado en su empeño de conseguir pistas sobre el paradero de Kelly.

James sabía que su hermana seguía viva.

Lo intuía, se lo decía el corazón.

No podía haber muerto. Simplemente, negaba lo que para otros resultaba casi evidente. La iba a encontrar, aunque hubiera de navegar por todo el maldito Caribe.

Se había propuesto seguir, paso a paso, el presunto recorrido que debieron de hacer los piratas, husmeando cada pista que conseguía como un sabueso. Indagó en cada puerto, se mezcló con la peor gentuza, con la escoria del Caribe, arriesgando su vida y, a veces, la de sus hombres, que lo seguían sin una queja. No estaba dispuesto a abandonar, porque algo le decía que acabaría por encontrar a Kelly y entonces… ¡Más le valía al hombre que la había raptado que ya estuviese muerto!

Su incansable búsqueda, el constante deambular por lugares infectos, por tabernas de mala muerte y muelles abarrotados de piratas, bucaneros y ladrones, lo habían endurecido y tal vez por eso dejó de preocuparle por dónde se movía. Casi empezaba a sentirse también él carne de presidio, como si toda su vida hubiera transcurrido en ambientes sórdidos. Acaso por ello no se percató de la presencia de tres tipos que acortaban distancias, acercándosele.

Ni se le pasó por cabeza imaginar que podía resultar una presa demasiado fácil.

Al menos, eso era lo que pensaban sus perseguidores, que ya se prometían una buena ganancia atracándolo.

James repasó una y otra vez la información recabada desde que comenzara la búsqueda de Kelly. Conocía el nombre del barco que había abordado el de su hermana y el de los que lo escoltaban. Día a día, entre vaso y vaso, y cantina y cantina, le contaron que El Ángel Negro pertenecía a la flota pirata de François Boullant y que lo capitaneaba un español. Nadie pudo decirle, sin embargo, si había mujeres a bordo cuando las naves repostaron en Antigua, camino de sólo Dios sabía qué lugar. Sí le aseguraron, en cambio, que tenían su refugio en aquella parte del Caribe -ese dato le costó una buena suma de dinero-. Era un avance, aunque muy pequeño, dada la cantidad de islas que había en aquellas aguas.

Se apoyó en la pared. Estaba agotado. Y harto de dormir en camastros plagados de inmundicia y de comer en tascas por las que las cucarachas corrían a sus anchas. Pero pensar que Kelly podía estar viviendo en peores condiciones, le daba fuerzas para seguir.

Los que lo vigilaban decidieron pasar a la acción. Había anochecido y el callejón en el que se encontraban era adecuado para una encerrona si le cortaban a aquel capullo la salida, ya que sólo tenía una hacia el puerto. Así que se abrieron en abanico cubriendo la única vía de escape.

James Colbert era un caballero y, aunque vestía ropa normal, lo delataban sus rasgos aristocráticos. Desde luego, para los malhechores, eso era un reclamo para asaltarlo. Eso, y su aparente falta de armas. Les pareció que llevaba un bastón, aunque eso carecía de importancia frente a sus sables.

James presintió que algo iba mal cuando una rata gorda como un gato atravesó el callejón y se perdió en el hueco de un edificio. Se separó de la pared y se fijó. Maldijo por lo bajo, porque debería haberse prevenido contra un asalto. Como un imbécil, había acudido a la cantina sin hacerse acompañar por nadie. Fuera como fuese, la cuestión era que ahora se enfrentaba a un problema y tenía que salir de él.

El que comandaba al trío, un tipejo alto y delgado de aspecto enfermizo, cubierto con mallas y una desgastada chaqueta, dio un paso hacia él. Los otros dos, que parecían cortados por el mismo patrón, avanzaron a la vez.