– Vamos, muñeca. Aquí ya están entretenidos.
Otro tirón brutal y se encontró bajo su barba. Intentó besarla, y entonces ella sí gritó. Gritó como una loca, golpeándolo con puños y pies, presa del horror ante un destino que ya conocía.
– ¡¡Miguel!!
A él le llegó el eco de la llamada de auxilio y se volvió ligeramente al reconocer la voz de la joven. La distracción le costó otro tajo en el costado, salvándose de la estocada en el corazón por pura fortuna. Su rostro se demudó ante la suerte que pudiera correr Carlota, cuyos gritos atronaban en sus oídos. Apretó los dientes, redobló sus esfuerzos y embistió con tal furia a su rival que éste retrocedió. Miguel aprovechó su ventaja, degollándolo de un golpe certero.
Se desentendió de la pelea y corrió hacia la joven, que se debatía sin defensa posible, arrastrada por aquel monstruo tuerto. Ambos desaparecieron al doblar la esquina de la pestilente callejuela.
Diego también había oído a la muchacha e, imitando a su hermano, se desembarazó de su oponente para seguirlo.
Entre las lágrimas que velaban sus ojos, Carlota vio que llegaban en su ayuda y reaccionó como una fiera. Lanzó sus dedos engarfiados hacia el rostro de su captor con la fortuna de rozarle el ojo sano. El pirata lanzó un bramido, la soltó y dejó caer el saco de su rapiña, llevándose las manos al rostro. Un segundo, tal vez sólo un segundo, tardó en reaccionar. Con un rugido encolerizado, sujetó a la joven por el cuello y apretó…
– ¡Sucia perra!
La cabeza de Carlota cayó a un lado y su cuerpo sin vida se derrumbó en el suelo.
Paralizado, Miguel se quedó mirando el cuerpo de la muchacha. Luego, una rabia sorda, una furia como nunca había sentido en la vida, le cubrió los ojos como una venda roja y ya no le importó nada. Con la desesperación de su futuro truncado por segunda vez, se lanzó contra el asesino, derribándolo. El pirata cayó de bruces. En el último instante, consiguió darse la vuelta y mirar, cara a cara, al español.
Sólo eso.
No hizo más.
Únicamente con ver aquellos ojos de color esmeralda, fríos como dos piedras preciosas y tan cargados de odio, supo, una milésima de segundo después de distinguir el brillo de un sable, que iba a morir.
El arma de Miguel, sujeta con las dos manos por la empuñadura, subió y bajó con tanta fuerza, que le atravesó la garganta. La punta del acero levantó arenilla del suelo, donde quedó clavada.
Había perdido a su futura esposa, pero no había tiempo de pensar en nada que no fuese seguir defendiendo su vida y la de su hermano. Diego, precisamente, lo puso sobre aviso justo a tiempo. Se revolvió, consiguiendo parar un golpe mortífero que le hizo perder el equilibrio y caer de espaldas. Lanzó una patada desde el suelo que alcanzó a su oponente, ganando el tiempo necesario para ponerse en pie y atacar.
Diego, mientras, no se quedó quieto. Se defendió sin descanso, con bravura y sin cuartel, incluso con la visión borrosa y el alma destrozada por la muerte despiadada de la mujer a la que amó en silencio aunque ella hubiera escogido a su hermano.
Otro pequeño grupo de hombres se unió a la refriega, aunque sin intervenir. Eran cinco. Entre ellos, destacaba uno mejor vestido que el resto, de larga peluca negra rizada y ojos oscuros, con la espada envainada, como si no le fuese necesario utilizarla porque su sola presencia intimidara.
Morgan no se perdió detalle de la pelea. Se fijó en el cadáver de la muchacha y en el de su esbirro. Sólo eran dos muertos más. A él le interesaban los dos jóvenes que se defendían como leones, haciendo retroceder a sus hombres aunque los doblaban en número.
Los admiró. Impidió con un gesto brusco que nadie interviniese. Esperó un minuto, tal vez dos. Luego, bajó el brazo que había puesto como barrera y dijo:
– Los quiero vivos.
Cuatro hombres no parecían suficientes para acabar con los hermanos De Torres. Ocho eran demasiados. Los rodearon, los arrinconaron y lo último que notó Miguel fue un golpe en la cabeza. A continuación, todo se volvió negro a su alrededor y tan sólo pudo pronunciar un nombre:
– Diego…
Costa de Jamaica. Un mes después
Olía a rayos. A orines, a excrementos, a sudor.
Y a miedo.
Sobre todo a miedo.
Muchas personas piensan que el miedo es algo intangible, que no se ve ni se toca, que no se huele, que está ahí, invisible para todos. No es cierto. Miguel de Torres pudo comprobarlo en propia carne. El miedo era algo vivo y latente, que los rodeaba, que casi podía tocarse con los dedos. Que apestaba.
Lo había visto y padecido desde que despertó en aquella asquerosa bodega, horas después de que Carlota fuese asesinada y de que a él le redujeran con un golpe. La cabeza le dolía de modo intermitente y las heridas del brazo y del costado le procuraban un dolor adicional, aunque no era tan intenso ni profundo como el de su alma, destrozada por la pérdida de su prometida. Ni la angustia por la desaparición de Diego.
Durante el primer momento en que recobró la conciencia, el mundo se le cayó encima. Maldijo a voz en grito y a su lamento, como el agua fresca que apaga la sed, le respondió una voz, devolviéndolo de golpe al mundo de la esperanza.
– ¿Miguel? ¡Miguel! ¿Eres tú?
Como loco, atisbó entre la penumbra que lo rodeaba y que aún hacía más lóbregos los apagados quejidos de quienes, como él, permanecían allí confinados. Inconfundible, no muy lejos de él, le llegó la voz de su hermano menor.
– ¡Diego! ¿Estás bien?
Intentó incorporarse, sólo para darse cuenta de que una gruesa cadena lo ataba a la pared de aquella infecta bodega, como al resto de seres que se hacinaban a su lado, incapacitados, reducidos como animales peligrosos. Poco a poco, sus pupilas se acostumbraron al entorno difuso y pudo distinguir las formas corporales de sus compañeros de infortunio. Obligados camaradas de raza negra, figuras encogidas que se difuminaban en la oscuridad. Ni un solo blanco, aparte de Diego y él.
– Sólo tengo un rasguño encima de la ceja -decía su hermano-. ¿Y tus heridas?
– Duelen como un demonio, pero si no se infectan no habrá problemas.
Ambos callaron por un momento, saboreando el placer de encontrarse con vida.
– Lo siento, hermano -se lamentó Diego.
Miguel ahogó un sollozo y agachó la cabeza, sabiendo a qué se refería. Acudió a él la imagen de Carlota y renegó, otra vez, contra Morgan, contra su suerte y contra el mundo.
– ¿Por qué crees que no nos ha matado?
– No lo sé, renacuajo -contestó, tragándose la bilis que se le atascaba en la garganta.
– Van a vendernos -informó alguien a su lado.
Miguel centró su mirada en el sujeto que compartía cadena y humillación a su costado. Tenía la piel tan oscura que apenas pudo ver más que el brillo de unos ojos inmensos y atemorizados.
– ¿Vendernos?
– Como esclavos.
A Miguel se le demudó el rostro y Diego apenas respiró.
– Se lo oí decir a uno de los piratas -confirmó el negro.
– ¿Por qué a nosotros? ¡Maldita sea! ¿Por qué no nos han matado a todos?
El otro se encogió de hombros. Su suerte no había cambiado demasiado. Daba igual un amo que otro y en aquellas tierras un individuo de color podía ser comprado y vendido como el ganado. Tampoco iba a variar mucho su destino.
Miguel cerró los ojos y reclinó la cabeza en el mamparo. ¡Dios! ¡El mundo era una mierda!, pensó. Injusto, sangriento y apestoso. Nunca entendió por qué unos hombres esclavizaban a otros y se negaba a aceptar la excusa de la mano de obra barata. Tal vez por eso se integró pronto y tan a gusto en «Linda Rosita». Don Álvaro tenía trabajadores a sueldo, no esclavos. Ahora, sin embargo, Morgan y los suyos volvían a jugar con la vida de unos seres que en nada se diferenciaban de ellos salvo en el color de la piel.