No dijeron ni una palabra, simplemente desenvainaron, rodeándolo y cubriendo la salida. Colbert esperó, repartiendo su atención entre los tres. Tiró de la empuñadura del bastón y la fina hoja destelló a la luz del único farol que colgaba, roñoso y renqueante, junto al cartel que anunciaba el nombre del tugurio. A James no se le escapó que momentáneamente dejaron de avanzar.
– Vamos, caballeros -los incitó mientras se protegía la espalda contra la pared-. ¿Pensaban que sería presa fácil?
Oyó un gruñido y el primer sujeto atacó, retrocediendo de inmediato con un corte en el hombro y una maldición en los labios. James se felicitó, aunque no se tomaba la situación a broma. Porque, si se achantaba, aquellos piojosos iban a matarlo.
Fue una pelea sucia y desigual. Sus rivales se abalanzaron contra él como un solo hombre, y James se defendió. Atacó, retrocedió, hizo silbar su hoja para mantenerlos a distancia. Alcanzó a otro con un tajo profundo en una pierna. Pero eran tres, él estaba cansado y no veía muchas posibilidades de salir indemne. Sin embargo, no se amilanó, porque no tenía intenciones de acabar muerto en un apestoso callejón de un asqueroso puerto. Y estaba dispuesto a vender muy cara su vida.
El filo de un sable rasgó su ropa y penetró hasta la carne. Colbert dejó escapar un siseo de dolor y se encogió ligeramente. Se había separado del muro y su nueva y debilitada posición fue aprovechada a las mil maravillas por uno de los atacantes, que se colocó a su espalda.
Un contundente golpe en la cabeza lo aturdió, las rodillas se le doblaron y notó que caía mientras todo se volvía negro.
No llegó a oír el estampido de una arma de fuego, ni las blasfemias de los ladrones, que salieron huyendo. Tampoco vio a quien lo había seguido y que contemplaba el desarrollo de la desigual pelea la entrada de la calleja. Cuando todo quedó en silencio, James yacía boca abajo, con un golpe en la cabeza y un corte en el pecho.
El que acababa de salvarle la vida guardó la pistola en la cinturilla de su pantalón, se acercó, se puso en cuclillas y lo observó. Chascó la lengua, tal vez incómodo por haber tenido que intervenir. Le dio la vuelta y echó un vistazo a la herida. Luego dio un silbido. Casi al momento, aparecieron dos hombres.
– Cargadlo.
Se lo llevaron medio a rastras hasta el interior de la cantina. Nadie había salido al oír el disparo y nadie hizo preguntas cuando atravesaron el concurrido salón con el herido y subieron a la planta de arriba. Abrieron una puerta y lo dejaron sobre una cama.
– Que alguien traiga unas vendas. Y una botella de ron. Tú, Espinosa, avisa a los nuestros de que ya tenemos barco.
James despertó casi una hora después. Le dolía la cabeza y tenía la visión borrosa. Una muchacha se inclinó sobre él, le miró las pupilas y salió del cuarto. Él oyó algunos susurros y luego la puerta se abrió del todo para dar paso a un joven alto y guapo, de cabello rubio oscuro y largo, ojos castaños y almendrados, vestido con la suficiente elegancia como para saber que no era uno de los que lo habían atacado.
– ¿Como se encuentra?
James hizo un gesto de fastidio y se sentó con la espalda apoyada en el cabecero. Estaba desnudo de cintura para arriba y una venda le rodeaba el pecho. Juró entre dientes: lo único que le faltaba entonces era tener que guardar cama. No podía permitirse ese lujo si quería encontrar a su hermana. Presentía que estaba cerca.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó a su vez.
– Que se ha enfrentado a tres despojos y ha salido mal parado -contestó su protector-. Tiene un buen tajo, amigo, aunque no es grave, y su cartera está intacta. -James enarcó las cejas-. He llegado justo a tiempo de evitar que lo desplumaran.
– Quiere decir que se lo debo a usted.
– Bueno… -sonrió el otro-. Me debe su vida, monsieur. Esos cabrones le habrían rajado la garganta y después le habrían quitado hasta los calzones. Ha sido un error venir aquí solo.
James se fijó en él. Era joven, de mirada fría, demasiado fría, como de quien está de vuelta de todo.
– Le doy las gracias. Y tendrá una recompensa.
– Su dinero me importa poco. Lo que quiero de usted es otra cosa, monsieur. Quiero su barco.
James abrió la boca, pero no fue capaz de articular palabra. ¿Bromeaba?
– Usted desvaría, hombre -contestó al fin-. Puedo darle dinero.
– Necesito su barco. El mío ha sufrido muchos desperfectos por el ciclón y tardarán varias semanas en repararlo. Usted ha tenido más suerte con el suyo.
– ¡También a mí me es imprescindible y no pienso…!
– No discutamos, caballero -lo cortó el joven-. Voy a quedarme con su embarcación le guste o no y usted no va a poder hacer nada por impedirlo. Simplemente, no saldrá de este cuarto hasta que hayamos levado anclas. No se preocupe por su tripulación, se la dejaremos a buen recaudo. -El rostro de James debió de reflejar desesperación, porque el otro sonrió, como si todo aquello le divirtiera-. Vamos, no se lo tome tan a pecho. Podrá disfrutar de una agradable estancia en Antigua. Es una isla preciosa. Y con hermosas mujeres.
James bajó las piernas de la cama y se puso en pie, aunque no pudo disimular un gesto de dolor.
– Usted no lo entiende -suspiró-. Necesito el barco. No creo que le deba tanto, pero incluso podría conseguirle uno que…
– No hay más naves disponibles. Lo he intentado todo. La tormenta ha dejado inservibles la mayoría.
– ¡Por el amor de Dios! -estalló Colbert-. ¡Tengo que encontrar a mi hermana, malditos sean usted y todos sus jodidos problemas!
– ¿Su hermana? -El joven enarcó una ceja-. ¿Se ha fugado de casa y quiere llevarla de regreso?
Los ojos azules de James se endurecieron y el otro prefirió no irritarlo más. Se encogió de hombros y se guardó sus bromas.
– No -dijo el inglés-. No se ha fugado. Regresaba a Inglaterra cuando un hijo de puta abordó su barco y la raptó, junto con otras tres mujeres.
– De modo que persigue a un pirata.
– Estoy muy cerca de dar con ese sujeto. Y ni usted, ni nadie, óigalo bien, van a impedírmelo. Me han dicho que El Ángel Negro es una fragata inmejorable, provista de buena artillería y tripulación entregada. Mi barco no le va a la zaga; estoy preparado. Por eso no voy a prestárselo a usted.
– Conque El Ángel Negro, ¿eh?
– Mire, le debo un favor y yo siempre pago mis deudas -continuó James-. Puedo llevarle a donde quiera, si no le importa retrasarlo un poco. Pero ¡no va a tener mi nave!
– Sólo tengo que matarlo, quedarme con su tripulación y luego subastarla.
James lo miró fijamente. Sin inmutarse, se le aproximó hasta que casi se rozaron las narices.
– Inténtelo, capullo. Usted no conoce la mala leche de un Colbert.
Si a James el joven le había parecido peligroso al principio, en cuanto dijo su apellido la transfiguración de su rostro lo hizo retroceder ligeramente. Pero no lo bastante rápido, y se encontró tirado en la cama y con el filo de un cuchillo apretado contra su garganta.
– ¿Qué nombre ha dicho, monsieur? -James tragó saliva-. ¡¡Su nombre!!
– James Colbert. Y no soy belga, como parece usted creer, sino inglés.
– Colbert… -En sus labios sonaba como una maldición-. De Port Royal.
– Resido con mis padres en Londres. Pero sí, tenemos familia en Port Royal.
Su rival parpadeó una sola vez y apretó la daga un poco más. Luego se apartó y ocupó la única silla que había en el cuartucho, haciendo girar el cuchillo entre los dedos. James se incorporó lentamente.
– Cuénteme su historia, Colbert.
– ¡Le importa una mierda!
– Si quiere su barco, tendrá que contarme su historia.