James no acababa de salir de su asombro. Aquel fulano lo descolocaba. Tan pronto le salvaba la vida, como lo amenazaba con quitársela. Y ahora le pedía que le contara los motivos por los que se encontraba en aquella parte del mundo. No le quedaba más remedio que seguirle la corriente hasta poder desembarazarse de él. Sus hombres ya debían de estar buscándolo. Necesitaba ganar tiempo, así que se sentó en el borde de la cama, apoyó los antebrazos en las rodillas y dijo:
– Hay poco que contar. Mi hermana Kelly regresaba desde Port Royal a Inglaterra. Eran tres barcos. Fueron abordados por piratas de bandera francesa y ella y tres mujeres más, amén de la mercancía, jamás llegaron a su destino.
– Siga. ¿Y El Ángel Negro? ¿Qué sabe de él?
– Es el nombre del barco más veloz de una flotilla de piratas, según he podido saber. Y en el que embarcaron a mi hermana tras el sabotaje. Ese hijo de puta español que lo capitanea debe de saber dónde se encuentra ella ahora.
El joven suspiró, se pasó una mano por la cara y se guardó la daga en la bota derecha. Cuando clavó sus ojos en James, su mirada era pura furia.
– Podría matarlo aquí mismo. Y debería hacerlo por llevar el apellido Colbert -añadió frío como el hielo-. Pero voy a hacer un trato con usted: buscaremos a El Ángel Negro y a su hermana juntos.
James pareció no entender. ¿Buscar juntos? ¿De qué hablaba aquel tipo?
– Y ¿por qué demonios tendría que aceptar su compañía? ¡Ni siquiera conozco su nombre!
El otro esbozó una sonrisa aún más gélida que su mirada.
– Diego de Torres. Fui asesinado por su primo Edgar. -James se irguió sobresaltado-. Relájese, tenemos mucho de que hablar. Conozco a la joven que busca y conozco a ese hijo de puta al que se ha referido antes: es mi hermano Miguel.
Port Royal. Jamaica
Edgar observó a su interlocutor por encima de la copa. La noticia que acababa de darle lo había dejado helado mientras en su interior bullía la sangre. Ahora que estaba a punto de confirmarse como único heredero de su padre, que todo era por fin suyo, otra vez aquel mal nacido español, traidor y pendenciero, le echaba un jarro de agua fría.
– Supongo que es una broma -masculló.
De Torres negó y se recostó en su asiento.
– No, Colbert. No es una broma en absoluto. Tengo contactos, ya se lo dije. Muchos. Y su prima sigue viva y, por tanto, ella es la heredera legal de «Promise».
Edgar apretó los dientes tan fuertes que le rechinaron.
– ¿Dónde está? Sé que no pudo llegar a Inglaterra.
– Y no lo hizo. Por lo que sé, está en alguna isla del Caribe. Y bien viva -insistió, sabiendo que su afirmación socavaba las defensas del otro.
– ¿Sus numerosos contactos no le han permitido obtener más datos?
– No me sea irónico, Colbert. Y no, no me han facilitado más información. El entorno de François Boullant parece impenetrable.
– ¡Debo encontrar a esa perra!
– ¿Para entregarle el testamento de su padre? -se burló el español.
A Edgar le hubiera gustado agarrarlo del cuello y estrangularlo, pero se contuvo. De Torres estaba bien relacionado, y no le convenía enfrentarse a él. Parecía intocable, incluso después del oscuro asunto del gobernador de Jamaica. Aunque en el plan inicial se planteaba la desaparición de la camarilla al completo, por alguna razón no se había hecho así, pero el hombre seguía allí, sin inmutarse. Y él, Edgar Colbert, podía ser un mal bicho, pero no era idiota y necesitaba al español de su parte.
– Supongo que se imagina mis intenciones respecto a esa condenada zorra. La detesto. Desde que puso el pie en Port Royal y mi padre la acogió como a una hija, haciéndome a mí a un lado. La hubiera matado. Sobre todo cuando vi que mostraba cierta debilidad por un esclavo.
– ¿De verdad? -Daniel rió de buena gana-. ¿A su prima le gustan los de piel oscura?
– Era un español, como usted. Un demonio de cabello negro y ojos verdes. Llegó a mi hacienda junto con su hermano, tras el ataque de Morgan a Maracaibo. Un jodido señoritingo que no soportó la esclavitud y al que mi prima miraba con demasiados buenos ojos.
Colbert no captó el leve rictus de estupor que se dibujó en la cara de De Torres.
– De buena gana lo hubiera castrado -continuó-. Y a punto estuve de hacerlo, pero ella salió en su defensa. Y el viejo la apoyó. Siempre decía que los esclavos valían una fortuna y que sólo él tenía derecho a matarlos. -De repente se echó a reír-. Eso sí, me di el gusto de quitar de en medio al otro bastardo y… ¿Qué le sucede? Parece que hubiese perdido el pulso.
– ¿Recuerda el nombre de esos esclavos, Colbert? -El latido de sus sienes delataba la impaciencia con que esperaba su respuesta.
– ¿Por qué le interesa? No eran más que dos asquerosos pordioseros.
– ¡¿Cómo se llamaban?!
El ímpetu airado de la pregunta y el hombre golpeando la mesa con los puños acobardaron al inglés.
– Miguel y Diego.
La cara del español se volvió como el pergamino y sus ojos, oscuros y amenazadores, lo miraban amenazadores.
– ¿Mató a ese tal Diego?
– Bueno… sí. Lo hice. Me atacó y le disparé.
– ¿Y el otro? ¿Dónde está el otro?
– ¡Maldito si lo sé! Supongo que muerto. El viejo decidió venderlo a otro hacendado. Lo trasladaban desde «Promise» cuando se produjo el ataque a la ciudad. Hubo muchas víctimas que cayeron despedazadas por los cañones o bajo los escombros, algunos irreconocibles.
– Su cuerpo… -Daniel estaba lívido y respiraba con dificultad-. ¿No se encontró su cuerpo?
Edgar empezó a inquietarse. No entendía qué súbito interés podía tener De Torres en dos simples esclavos, pero no le agradaba su forma de mirarlo.
– No. No lo encontraron. Pero se supone que…
– Dejemos de suponer -lo cortó el español-. Piense, Colbert. ¡Piense! Piratas franceses atacan Port Royal. Miguel desaparece. El barco en el que viaja su prima es abordado por Boullant, francés también, nosotros mismos les pasamos la información para su abordaje, ¿recuerda?
– ¿Y…?
– Y se dice que un español navega en la flota de François Boullant.
– ¿Está pensando que puede ser ese esclavo? No sé dónde quiere ir usted a parar.
Daniel se calmó poco a poco y fue dando paso a una tranquilidad fingida.
– Es posible que sea él, sí. Un hombre del que creía haberme desembarazado hace tiempo. Así que, mi querido socio, ya tiene compañía para intentar la búsqueda de su prima. El destino vuelve a unirnos, porque usted quiere librarse para siempre de ella… y yo tengo que acabar con Miguel de una vez por todas.
La Martinica
Miguel se soltó el cinto del que colgaba su sable y lo dejó a un lado, sentándose a la mesa. Después de discutir con Kelly, estaba de un humor de perros. Se maldecía por haberle dicho tantas barbaridades, pero era tarde para rectificar. ¡Condenación! Su vida entera parecía ser un «llegar tarde a todas partes». Además, lo hecho, hecho estaba. A Kelly y a él los separaban demasiadas cosas.
Veronique sirvió la cena en completo silencio, omitiendo los comentarios que solía hacer sobre los acontecimientos del día, y Miguel aguardó la llegada de Kelly. Sus órdenes eran que ella estuviera siempre sentada a su mesa. Pero se hacía esperar. Y Vero se demoraba recolocando cubiertos y servilletas.
– Está bien, mujer -dijo al fin ante su mutismo-. ¿He de subir a buscarla?
La mulata apenas elevó una ceja.
– Yo que usted, capitán, empezaría a cenar. Mademoiselle no está en «Belle Monde».
Miguel tardó un momento en asimilar lo que acababa de escuchar.
– Supongo que ahora vas a explicarme qué significa eso.