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– Se ha marchado, señor.

– ¿Se ha marchado?

– Eso he dicho.

– ¿Hacia dónde ha…?

– Se ha ido con el capitán Boullant.

Miguel se quedó en blanco. ¿No entendía nada porque se estaba volviendo idiota o porque ya lo era? Pero no le pasó inadvertido el gesto satisfecho de Veronique que, ya no le cupo duda, estaba disfrutando a su costa.

– El capitán Boullant ha dicho algo acerca de su necedad -le informó ella muy seria-. Y también algo sobre que él sabría tratar mejor a mademoiselle Kelly.

A Miguel se le secó la garganta. Se levantó y se acercó a Vero, que le encaró con serenidad, sin un ápice de temor.

– ¿Se han ido a su hacienda?

– ¿Adónde, si no?

Él apretó los párpados con fuerza. Le faltaba la respiración y un sudor frío le bajó por la espalda. Los celos le quemaban las entrañas. No dijo nada, pero se ajustó el sable antes de amenazar:

– ¡Juro por lo más sagrado que mataré a ese bastardo!

– Tenga cuidado, capitán -le advirtió ella-. Boullant no es Depardier y usted debería saberlo.

– ¡Tanto da! -bramó, sin poder contenerse.

Salió hecho un basilisco y Veronique oyó cómo pedía a gritos su caballo. Suspiró y poco a poco empezó a tatarear una antigua canción nativa.

Las campanadas del reloj de pared dieron las once.

Kelly recorrió, una vez más, la habitación que le había sido destinada, después de cenar con Fran. Aunque él, Pierre y Virginia, junto con la buena de Amanda, se desvivieron para que la velada le resultara agradable, lo cierto era que ella no pudo probar bocado. No estaba convencida de haber actuado con sensatez al acompañar a Boullant. Conociendo como conocía a Miguel, lo que él tenía pensado podía ser peligroso. Él iría a buscarla, Fran estaba convencido. Ella, no tanto. Pero si lo hacía, ¿quién podía prever lo que iba a pasar?

Se sentía como condenada a la horca, pero el vino ingerido durante la cena y la escasa comida la estaban amodorrando. Se recostó en la cama un momento y cerró los ojos…

Ella estaba sobre una almena altísima. Se asomó al borde de piedra y miró hacia abajo, hacia el abismo… No veía el suelo, no veía nada, salvo oscuridad. Pero presintió que algo se acercaba y retrocedió. Repentinamente, la negrura la envolvió en una mortaja helada. Y allí estaba él. En medio de las tinieblas. Su rostro era la personificación del mal y sus ojos, fríos y crueles, estaban clavados en ella. Retrocedió y Miguel avanzó, cada vez estaba más cerca. Y, a pesar de todo, Kelly quería correr y abrazarlo, besarlo, fundirse con él…

Se revolvió en el lecho.

– ¡No…! -se le escapó un gemido angustioso.

Se incorporó de golpe, parpadeando confusa, y sin saber dónde se encontraba. La habitación estaba silenciosa y a oscuras, y el camisón que le había prestado una de las sirvientas se le pegaba al cuerpo empapado de sudor. Temblaba. Se levantó y se acercó a los ventanales en busca de aire fresco.

Apenas le dio tiempo a abrirlos. La puerta de su cuarto se abrió y en el umbral se recostó una alta figura. Pero ella se calmó de inmediato, era Boullant. Éste depositó el candelabro sobre la coqueta y cruzó la habitación.

– ¿Te encuentras bien? Te he oído gritar.

Kelly se le echó al cuello y el francés, que tantas veces había tenido a una mujer entre sus brazos, no supo qué hacer cuando ella rompió a llorar. Tener así a una muchacha como aquélla era como subir al séptimo cielo y no le cupo duda de que Miguel era un idiota de pies a cabeza. Le acarició el cabello dorado y suelto y le chistó como a una criatura. Ella se fue calmando poco a poco y se separó de él, un poco sonrojada.

– He tenido una pesadilla.

– ¿De monstruos? -bromeó él.

– No quiero hablar de eso.

François le acarició el mentón con sus nudillos. Lo tentó el deseo insano de probar sus labios sonrosados, de sorber las lágrimas que se iban secando sobre sus mejillas. Kelly era una belleza por la que cualquier hombre perdería la cabeza. Pero se contuvo. Sabía lo que Miguel sentía por ella, aunque él mismo no pareciera admitirlo.

– ¿Quieres que mande llamar a Virginia? ¿A Amanda?

– No. Gracias. No ha sido nada.

– Vuelve a la cama, Kelly.

A través del ventanal, Miguel fue testigo de esa escena, de pie en el jardín. Casi había reventado al caballo para llegar hasta allí. Pensar que ella lo abandonaba y se echaba en brazos del francés hacía que le hirviera la sangre.

La luz iluminaba el cuerpo de Kelly, perfilando sus formas bajo el camisón. ¿Cómo podía embelesarse con ella cuando iba dispuesto a retorcerle el cuello… después de retorcérselo a Boullant? ¿Cómo era posible que se hubiera echado en brazos del cochino francés…?

Miguel tan sólo veía lo que quería ver. Las imágenes que su cólera le dictaba: el abrazo de Fran era una traición por la que tenía que pagar. Lo embargaban unos celos locos.

Conocía la casa de Fran como la propia, así que entró a largas zancadas y subió la escalera de tres en tres mientras en su mente repetía una frase: «¡Lo mataré!».

Abrió la puerta con estrépito, golpeando la madera contra el muro y sorprendió a Kelly en la cama y tapada hasta la barbilla. ¡Y al maldito Fran inclinado, besándola en la frente!

– ¡Hijo de perra…! -le espetó un segundo antes de lanzarse como una fiera hacia el que creía su rival.

Ella gritó. Los dos hombres se enzarzaron, forcejearon y rodaron por el suelo, arrastrando con ellos un pesado pedestal que derribaron y rompieron. El estruendo y los chillidos de Kelly alertaron al resto de la casa y Pierre, Virginia y los criados fueron acudiendo, algunos armados. Separados por los sirvientes, que retuvieron a Miguel, que se debatía furioso, Fran y él fueron recuperando el resuello y mirando sus cortes y contusiones. Virginia permanecía junto a Ledoux, en silencio, mientras él mostraba una sonrisa irónica porque ya había esperado aquello. Y no pensaba intervenir en la refriega. Fran lo había ideado: que se apañara solo.

– ¿Te has vuelto loco? -le preguntó Boullant, casi sin voz.

– ¡He venido a recuperar lo que me han robado!

– ¡Nadie te ha robado nada!

– ¡¡Kelly es mía!! -sostuvo Miguel con ferocidad al tiempo que intentaba liberarse.

– Entonces, ¡trátala como se merece!

– La trataré como se me antoje.

El francés avanzó hacia él con los puños apretados.

– Cachorro, te estás buscando una buena paliza. ¡Vamos, soltadle de una vez! Lárgate de aquí, Miguel, o uno de mis criados podría meterte una bala en la cabeza.

Una vez libre, Miguel trató de calmarse. No era el desenlace que había previsto pero en casa ajena no tenía nada que hacer. Se acercó a la cama y sacó a Kelly de la misma, sin percatarse de que ella no se resistía.

– Si volvemos a vernos, Fran, olvidaré que te debo la vida y te mataré.

Ese ataque de celos era lo que su amigo había estado buscando. «¡Reacciona, maldito español!», se dijo para sus adentros, restañando una herida en su ceja con la manga de la camisa.

– ¿Tanto te importa ella?

¿Que si le importaba Kelly? Le hubiera gustado gritarle que prefería morir a perderla, que la amaba más que a su alma inmortal. Que la necesitaba. Pero se calló. Humillarse después de haber visto cómo se hacían arrumacos no entraba en sus planes. Así que contestó, azuzado por la ira.

– Es mi esclava y por tanto de mi propiedad. Puede que hayas disfrutado de ella, pero a partir de ahora vuelve a ser mía. A fin de cuentas, hemos compartido antes a otras rameras.

No supo de dónde le vino el puñetazo, pero Fran estaba tan cerca que no resistió el impulso de soltárselo. El golpe fue tan contundente y acertado que Miguel cayó de espaldas, totalmente inconsciente, arrastrando con él a Kelly. Pierre chascó la lengua y la ayudó a incorporarse, incapaz ella de pronunciar palabra.