– Lleváoslo a «Belle Monde» -ordenó Fran a sus criados-, o voy caer en la tentación de atarlo al pozo y hacerlo entrar en razón con un látigo. Ve con él, inglesa, le harás falta cuando se despierte.
36
Las exclamaciones vocingleras y las carcajadas de dos mujeres hicieron que Kelly y Veronique intercambiaran una mirada suspicaz. La mulata se levantó y echó un vistazo fuera, masculló algo entre dientes y regresó renegando.
– ¿Qué sucede?
– El amo ha vuelto, mademoiselle.
«Al fin», pensó Kelly, aunque seguía oyendo jolgorio. Después del lamentable incidente con François, Miguel desapareció de la hacienda sin dirigirle la palabra. Pero en esos momentos regresaba y eso era lo único importante. Se levantó a su vez, pero la mano de Veronique la detuvo.
– Yo que usted, niña, no iría ahora.
Kelly, desasiéndose, salió al jardín.
Cuando vio a Miguel lo entendió. Mejor hubiese sido hacerle caso a Vero y quedarse dentro.
Él llegaba completamente borracho. Hecho una calamidad, con la ropa desaliñada, barba de varios días, y, al parecer, sin haberse acercado al agua ni siquiera para beberla. La sorprendía su estado. Claro que nunca lo había visto borracho, y mucho menos conducido, casi a rastras, por dos mujeres escandalosamente descocadas. No hacía falta que pregonaran a qué se dedicaban ambas. Una era regordeta y rubia; la otra, morena y delgada, pero de pecho generoso que escapaba sin decoro de su estrafalario corpiño. No paraban de reír mientras intentaban llevar a Miguel al interior sin que se cayeran los tres. Bajó los escalones que la separaban de ellos y se plantó delante. Las mujeres se detuvieron de golpe, algo azoradas.
– Yo me haré cargo de él -dijo Kelly con voz seca-. Gracias por haberlo traído, señoritas.
Miguel se tambaleó al encontrarse sin sujeción. La miró sin verla, con la vista turbia por el alcohol. Kelly parecía una esposa regañona que recibe a un marido en lamentable estado. Y le entró la risa por lo absurdo del pensamiento.
– Muñecas, vamos adentro -propuso él, buscando de nuevo el apoyo de las prostitutas.
– La señora…
– ¡Señora! -Miguel parpadeaba casi sin ver-. ¿Qué señora?
Kelly se le acercó y le rodeó la cintura con un brazo para evitar que se diera de bruces contra el suelo. No hizo caso de su desprecio.
– Ella no es ninguna señora -continuó él con voz pastosa-. Es sólo mi esclava.
Las rameras rieron como tontas y volvieron a acercarse a Miguel, que se había desembarazado de Kelly, haciéndola a un lado.
– Vamos, encantos -las instó-. Os prometí una noche inolvidable y vais a tenerla.
Impertinente y grosero mortificaba a Kelly sin miramientos. Ella terminó por apartarse mientras las otras lo metían en la casa.
– Por lo que se ve, el sopapo de Fran no sirvió de mucho.
Armand, a sus espaldas, había asistido a la escena.
– No intervenga, por favor -le pidió Kelly-. Me basto y sobro para despachar a esas dos. Puede que él tenga razón. No soy nada suyo y puede buscar diversión donde le plazca, pero tampoco voy a consentirle una burla más. Antes, le pego un tiro entre las cejas.
– Y yo le daré la pistola. En «Belle Monde» sólo hay una señora y es usted. Lo vea como lo vea ese imbécil. Si quiere matarse con el alcohol, que lo haga en la ciudad, pero no aquí.
Kelly no hizo más comentarios y siguió al trío, dispuesta a enfrentarse a aquellas dos mujeres. Briset, por si acaso, siguió sus pasos.
Ella no deseaba más contratiempos, ya había tenido bastante. Pero estaba furiosa de verdad y Miguel iba a saber, de una vez por todas, qué era el orgullo inglés. Se volvió y dijo:
– Quédese aquí, Armand. Por favor.
– Ni lo sueñe.
– Por favor… -insistió.
– Ni aunque me lo pida de rodillas. Ya va siendo hora de que alguien ponga en su sitio a ese chico.
– No quiero que le haga daño.
– Un buen tortazo no ha matado nunca nadie -oyó que decía el otro mientras se adelantaba y aceleraba hacia el cuarto de Miguel, desde donde llegaba la bulla-. Aunque parece que él necesita más de uno para entrar en razón.
Kelly se impacientó. Si Briset cumplía su amenaza, Miguel estaría en cama una semana entera. Se recogió el bajo de la falda y echó a correr en pos de él.
El francés no se anduvo con chiquitas y sacó a rastras a las dos chicas, cada una de un brazo. Ellas le insultaban y Miguel se ahogaba en risotadas. Empujadas escaleras abajo, las fulanas chocaron entre sí y acabaron aterrizando en el suelo en un revuelo de piernas y faldas. Entre amenazas y alguna que otra blasfemia, Veronique y Roy las echaron de la casa.
– ¡A la mierda todos! -gritó una de ellas.
Kelly se mordió la lengua y entró en el cuarto justo a tiempo de ver cómo Armand agarraba a Miguel de la camisa y lo zarandeaba. Cruzó el umbral y le sujetó el brazo, deteniéndolo.
– No es necesario…
Miguel entonces se soltó y consiguió dar dos pasos hacia atrás. Estaba muy ebrio, pero aún se creía capaz de hacer frente a su contramaestre. Retrocedió todavía más, tambaleándose, con sus ojos vidriosos enfocados en Kelly, muy seria, con un mechón de pelo cayéndole sobre la mejilla, como si le recriminara su estado.
De pronto, se halló despreciable.
Y ridículo.
Sí, sobre todo ridículo. Había intentado olvidarla con litros de ron, en otros brazos. ¿Y qué había conseguido? Acabar como una cuba sin estímulo para acostarse con otra mujer porque a todas las comparaba con ella. ¿Podía un hombre sentirse más derrotado? Kelly conseguía abatirlo con sólo pensar en ella. No, no se podía caer más bajo. Ni ser más gilipollas.
– Lárgate, mon ami -le dijo a Briset.
Armand apretaba los puños y se reprimía. Se adelantó e hizo a un lado a la muchacha.
– Será mejor que te acuestes -lo tuteó.
– Vamos, grandullón, no me fastidies la velada. Márchate.
– Acuéstate -insistió el francés-. Estás completamente borracho.
– ¡Estoy como me da la gana! -hipó, sin apartar la vista de Kelly, como si la retara-. Lo he pasado muy bien en la ciudad.
– Entonces, vuelve allí.
Los ojos verdes se achicaron. ¿Estaba más ebrio de lo que creía o Armand le instaba a largarse de su propia casa?
– ¡Eh, preciosa! -Se tuvo que agarrar a la cama para no caer-. ¿Qué te parecería pasar la noche conmigo y con esas dos fulanas? Será divertido. -Rió su propio chiste-. ¡Anímate, Kelly! Me apetece estar con tres putas a la vez…
El puñetazo lo derribó.
Cayó como un fardo y Kelly agradeció en silencio que Armand hubiese detenido aquella sarta de insensateces. Miguel se lo merecía. Eso y mucho más. Cuadró los hombros, giró sobre sus talones y se marchó. Si el contramaestre le daba una soberana paliza, ella no haría nada por impedirlo.
Miguel abrió los ojos y gimió. Trató de levantarse, pero se le revolvió el estómago y se dejó caer de nuevo en la cama. El dolor de cabeza lo martilleaba y le parecía haber recibido una coz en la mandíbula.
Algunos minutos después, consiguió controlar las arcadas y se incorporó, recostándose en el cabecero. Armand estaba sentado a los pies de la cama. Se destapó y se dio cuenta que estaba desnudo. Se llevó las manos a la cabeza y no se movió porque las fuerzas no le respondían.
– ¿Qué demonios me ha pasado?
– Que te tumbé de un puñetazo.
A pesar de todo, lo recordaba demasiado bien, sí. Abrió varias veces la boca, ajustando la mandíbula.