– Creo que te pasaste, amigo.
– Yo creo que no. Te pegué flojo.
– ¿Y las mujeres?
– Volvieron a la ciudad.
Armand llamó a gritos a Roy y con cada una de sus palabras Miguel se encogía como si le traspasaran las sienes. Al poco, un par de criados entraron una tina, que empezaron a llenar de agua caliente, al tiempo que le dedicaban miradas de reprobación. De pronto, él se sintió terriblemente incómodo, como si todos lo estuvieran juzgando.
Se metió en la tina y fue notando cómo los músculos se le relajaban. ¿Dónde diablos había estado aquellos días? Estaba asquerosamente sucio y olía a rayos. Sólo recordaba haber bebido demasiado y los ojos de Kelly lacerándolo cada vez que se acercaba a alguna mujer, alejándolo de la tentación.
– Vale. Llegué borracho y con dos fulanas. ¿Y qué más?
– Le ofreciste a Kelly participar en una orgía.
Miguel se sobresaltó. Armand no bromeaba, lo vio en sus ojos. Soltó un taco y se hundió en la bañera. ¡Sangre de Cristo! No le extrañaba que lo hubiera tumbado de un puñetazo.
– ¿Está…? Quiero decir… ¿Cómo está ella?
– Muy enfadada. Furiosa. Y aun así me critica por haberte pegado. ¡Eres idiota! Esa muchacha te ama y tú la ignoras y la humillas. ¿Acaso estás ciego?
Miguel se tragó la reprimenda. ¿Ignorarla? ¿Cuando ocupaba cada segundo de su existencia? ¿Cuando se sentía vacío si no la tenía a su lado? Acabó de bañarse a conciencia, salió de la tina y aceptó la toalla que Armand le ofrecía para rodearse las caderas.
– Se fue con Fran…
Armand le hubiera vuelto a atizar con gusto.
– Definitivamente eres idiota. Fran lo fingió todo para abrirte los ojos. No pasó nada, sólo cenaron. ¿Qué creíste ver? Yo estoy seguro de que no tocó a Kelly, pero de nada sirve si tú no te convences. ¿Le preguntaste acaso a ella?
Antes de que Miguel respondiera, su contramaestre abandonó el cuarto. ¿Qué había dicho Armand? ¿Que Kelly lo amaba? ¿Que todo había sido una pantomima para provocar sus celos? ¡Por Dios! Iban a volverle loco. ¿Acaso ella no le había dicho que quería irse a Inglaterra? Él no podía permitirlo, porque sería tanto como arrancarse el corazón. Quiso hacerle pagar lo que creía que era una traición y había fracasado estrepitosamente. Pensó en cómo la había recordado todo el tiempo que estuvo en la ciudad, cada caricia, cada beso, cada gemido de placer, la seda de sus brazos, el sabor de su cuerpo. ¡Realmente le importaba un comino si había flirteado con Boullant! Y él se había comportado como un mezquino. ¡Jesús, que complicación! ¿Cómo iba a mirarla ahora la cara?
Se abrió la puerta y Kelly entró con una bandeja en las manos. Estaba radiante, con un bonito vestido azul del color de sus ojos. Llevaba el cabello suelto y a él le hubiera encantado hundir sus dedos en aquellos mechones dorados.
Depositó la bandeja sobre una mesa, junto al ventanal. Descorrió un poco más las cortinas y sirvió café en una taza.
Miguel siguió todos y cada uno de sus movimientos.
– Kelly…
Ella se volvió. Pero en sus ojos no había nada. Ni reproche ni amor, sólo indiferencia. Eso era peor que si lo hubiera insultado.
– ¿Has descansado bien? -preguntó tan sólo.
Se sintió ruin. Y, sobre todo, culpable.
– No muy bien -gruñó.
Ella se mostraba distante, como una criada que sólo cumplía con sus obligaciones. Miguel quería que empezara a chillarle, a insultarle, cualquier cosa antes que la indiferencia. Pero Kelly no hizo más que cortar un trozo de pastel y ponerlo en un plato. Luego, con paso coqueto y decidido, se dirigió a la salida.
– Soy un desgraciado cabrón -dijo él, deteniéndola-. ¿Es lo que estás pensando?
Ella se volvió y su mirada color zafiro cobró un brillo inusitado.
– Pienso muchas cosas, Miguel. Sí, eres lo que acabas de decir. Y también mucho más.
Eso quería Miguel. Que lo desafiara.
Se acercó prudentemente, con el corazón acelerado. Había tratado de olvidarla, pero… ¡que Dios lo perdonase!, era imposible. La deseaba tanto… Amaba a aquella inglesa, la necesitaba más que el aire. Casi con miedo, acercó la mano para acariciarle un pómulo, tragándose el nudo que le impedía respirar. Ella le rechazó y su mano se quedó en el aire, vacía.
Tenía necesidad de confesarse con Kelly, de decirle que era un condenado imbécil, que merecía su desprecio, que incluso entendería que lo abandonara. Pero le costaba claudicar ante ella. Le costaba claudicar ante cualquiera. Nunca lo hizo, ni bajo la amenaza del látigo. Sin embargo, ¿no era lo que ella merecía? La había tratado injustamente, la había humillado, cuando Kelly se le había entregado sin reservas. ¿De qué demonios estaba hecho? ¿Adónde lo habían arrastrado su sed de venganza y sus celos? Tenía el corazón lleno de una catarata de disculpas, pero se sinceró con la verdad de su alma.
– Te quiero.
La agitación empezó a desgarrar las reservas de Kelly. Lo miró a los ojos, buscando en su interior. Y lo que descubrió la hizo estremecerse. Quiso hablar, pero no podía, se ahogaba. Tampoco hizo falta, porque Miguel la estrechó entre sus brazos y ella se fue acomodando. Reclinó la cabeza sobre su hombro, inhalando su aroma a masculinidad, oyendo su corazón, que galopaba desenfrenado. ¡Jesús! ¿Cómo iba a resistirse a él? Gimió cuando sus manos acariciaron su espalda. Pero repentinamente la sujetó por los hombros y la apartó, clavando sus ojos en los suyos.
– Me arrastraré ante ti como un gusano. Te suplicaré, peregrinaré hasta ti de rodillas si es necesario. No te merezco, y lo sé. Soy un hombre sin principios, tal vez sin futuro, un despojo al que no deberías ni mirar a la cara. -Se separó de ella, alejándose hacia el otro extremo del cuarto, mesándose el cabello-. Pondré una pistola en tu mano para que tomes venganza porque, si no te tengo, prefiero la muerte. Pero no puedo remediar quererte, Kelly. ¡No lo puedo remediar!
– Yo…
– Por todos los infiernos, mujer, vas a acabar conmigo -siguió diciendo, acercándose de nuevo a ella. Posó sus labios sobre su cabello, bajando hacia la oreja-. ¿Por qué crees que fui a buscarte a casa de Fran? ¿Por qué crees que huí de «Belle Monde»? ¿Por qué piensas que he estado bebiendo sin control? -La estrechó más contra sí y comenzó a besarla en la base del cuello, en el hombro, en la barbilla. La voz de Miguel se hizo grave, embrujadora y apasionada-. Me siento sucio, Kelly. Y me he comportado como un rufián, lo sé. Sólo soy digno de tu desprecio, mi amor… -Su boca arrasaba la cordura de Kelly bajando por su escote mientras sus manos le acariciaban las clavículas-. Pero te amo -repitió-. ¡Maldita sea si sé cómo he llegado aquí, Kelly, pero no puedo vivir sin ti!
Ella, muy lúcida a pesar de su proximidad física, no dejaba de pensar. Y ahora ¿qué? ¿Qué demonios pretendía que le respondiera? ¿Le pedía perdón y ya estaba? ¿Así de fácil? Estaba tan dolida que ni su actitud dócil ni su declaración de amor consiguieron enternecerla.
– ¿De qué me hablas, Miguel?
– Rechazaste el brazalete. -Movió el brazo y la joya destelló.
– Claro. Es muy caro.
– ¿Y qué?
– Que ya me habías dado demasiado -respondió ella-. Y me gusta vértelo puesto.
– Entonces, ¿no lo despreciaste por ser fruto de la rapiña?
Kelly estuvo a punto de cruzarle la cara. Y de comérselo a besos. En su interior batallaban el rechazo y el deseo. Se acercó a la ventana y respiró hondo para serenarse. Él se rebajaba, se inculpaba, reconocía todos y cada uno de sus errores. Un hombre no podía humillarse más de lo que Miguel lo había hecho, pero no era suficiente. ¡Por supuesto que no era suficiente! Ella había soportado más de lo que cualquiera hubiera sido capaz de aguantar. Y también tenía su orgullo. Porque si Miguel de Torres había hecho alarde de su orgullo español, ella era hija de Inglaterra. Y, por demás, una Colbert. ¿Y ahora le salía con la estupidez del jodido brazalete? ¡Si sería necio!