– No mereces ni que te dirija la palabra -le reprochó.
Por un momento, Miguel dejó de respirar. Se hundió, desarmado. Quería llorar como un niño, pero no podía. Hasta en eso era desgraciado.
– Un hombre no puede caer más bajo de lo que yo he caído, Kelly. Entiendo que me odies, me lo he ganado a pulso. Déjame, por favor. Necesito estar solo. Arreglaré las cosas para que partas de la isla cuanto antes, si así lo has decidido.
Ella llegó a ver una lágrima resbalar por su mejilla antes de que él le diera la espalda, quizá para esconder una muestra de debilidad que enjugó de un manotazo y que, sin embargo, lo hacía más hombre y más humano a sus ojos.
– Sí, debería coger una pistola y pegarte un tiro entre las cejas, Miguel -le dijo-. Porque eres un cretino. Un cretino en grado superlativo. ¿Acaso todo aquello de lo que ahora disfrutas no es consecuencia de lo mismo, de la rapiña, de las naves que has abordado? Yo nada te recrimino. No puedo hacerlo, porque creo que ha sido el destino el que te arrastró a convertirte en lo que ahora eres. Y me has raptado, mortificado y humillado delante de todos. Sí, español, debería odiarte. Debería matarte. Pero solamente te amo.
Él se fue volviendo poco a poco y clavó los ojos en ella, acuosos pozos verdes que le estrujaron el corazón. Despacio, asumiendo lo que acababa de escuchar, acercó su mano al rostro de Kelly y, en esa ocasión, ella no se retiró, sino que fue a su encuentro. Al momento siguiente la estrechaba con tanto vigor que ella pensó que le rompería la espalda. Pero no importaba. Ahora estaba donde debía estar, arropada contra el cuerpo del hombre que era su vida. Y una sensación de plenitud la embargó cuando él dio rienda suelta a la congoja que llevaba dentro y que lo ahogaba. Tomó el rostro de Miguel entre sus manos, besó sus párpados, bebió aquellas lágrimas que, al derramarse, purgaban su alma. Y él la besó con voracidad, como si temiera que todo fuera un sueño y al despertarse viera que no era verdad.
Cuando la boca de Miguel abandonó la suya eran ya dos almas liberadas.
– Lo has dicho -lo oyó, como si rezara.
– ¿El qué?
– Que me amas, bruja.
– ¿De veras? -bromeó ella, atusándole el cabello-. Habrás oído mal.
– No.
– Yo creo que sí…
Miguel la hizo girar por la habitación mientras reía hasta que ella cayó sobre la cama. Entonces, Kelly tiró de él. Lo deseaba.
– ¿Podrás perdonarme alguna vez?
– Lo intentaré. Lo de anoche… ¡Bah! Estabas muy borracho.
– Te aseguro que Armand me quitó la borrachera de golpe. No hubo ninguna mujer, Kelly, lo juro. Lo juro por…
– Lo sé.
– Y prometo que no volveré a probar el ron. -La besó en la punta de nariz y luego se irguió sobre las palmas de las manos y la miró fijamente. Probablemente como nunca antes la había mirado. Unos interminables segundos después, pronunció la frase más hermosa del mundo, porque venía de él-: Quiero que seas mi esposa.
– ¿Qué?
– Quiero que seas mi esposa -repitió.
– Odias a los ingleses. ¿Recuerdas?
– ¡Al cuerno con eso, señora! Estoy proponiéndote matrimonio. Si tú me lo pides, desde ahora hasta que me muera, besaré el trasero de cada inglés que se cruce en mi camino.
Kelly rió a carcajadas mezcladas, esta vez sí, con lágrimas de felicidad.
– ¿Has dicho que sí? -preguntó él, acariciándola.
– Sí.
– ¿Te casarás conmigo? ¿De verdad lo harás?
– Sí -gimió. Miguel conseguía nublarle la mente cuando le prodigaba sus caricias-. Sí, sí, sí…
– ¿Aunque no tenga futuro?
– Sí.
– ¿Aunque sea un maldito pirata?
– S… s… sí…
– ¿Aunque…?
Kelly le agarró el cabello y sus ojos se pasearon por los rasgos aristocráticos del hombre más atractivo del mundo, a quien ella amaba con locura. ¿Pirata? Aunque en ese momento hubiera sabido que era el mismísimo Satán, habría aceptado.
– Deja de preguntar tonterías y hazme el amor, o tal vez me arrepienta.
37
Fue una ceremonia íntima. Apenas veinte invitados, entre los que se contaba Boullant, Pierre, Timmy, Victoria, Amanda y Lidia, amén de los criados y de Armand, que hizo las veces de padrino y entregó a una novia espléndida y radiante. Se habían levantado arcos en el jardín adornados con orquídeas. A Kelly le pareció más hermoso que una catedral. Las muchachas de «Belle Monde», con Veronique a la cabeza, la habían convertido en la princesa de cuento y relucía con aquel vestido blanco de seda, y el cabello recogido en bucles y adornado con perlas.
Y fue además una ceremonia curiosa.
Porque, casi al finalizar, cuando el sacerdote les dio su bendición y los dos jóvenes quedaron unidos de por vida, Armand tomó la mano de Lidia y se dirigió al hombre. Estaba muy serio y muy guapo, vestido de oscuro.
– Padre -dijo alto y claro, y todos le prestaron atención-. ¿Puedo pedirle que vuelva dentro de quince días para celebrar otra boda?
El sacerdote se fijó en la preciosa mujer mulata que acompañaba al francés y asintió, porque ya iba siendo hora de que algunas parejas santificaran una unión hasta entonces censurable.
– En quince días, monsieur Briset.
Armand enlazó el talle de Lidia y la besó, sin importarle la presencia del representante de la Iglesia.
En el jardín hubo un mutismo general. Luego, Fran lanzó un silbido, Pierre lo imitó y los asistentes prorrumpieron en aplausos y felicitaciones.
– ¿Por qué no ahora? -preguntó Lidia, con sus oscuros ojos fijos en los del hombre al que amaba, ansiosa por unirse a él.
– Quiero que tú también luzcas un vestido precioso.
Lidia le lanzó los brazos al cuello y le estampó un sonoro beso en la boca. El cura tosió, pidió silencio alzando las manos y anunció:
– Damas y caballeros, si me permiten… -Los murmullos se fueron apagando-. Creo que la presente ceremonia no ha finalizado aún. Señor De Torres, puede besar a la novia.
Fue Kelly quien lo besó, abrazándose a su cuello y ofreciéndole su boca. Y allí, en aquel instante, supo que no amaría a otro hombre mientras le quedase un hálito de vida.
A medianoche, casi todos, incluido el sacerdote, estaban un poco achispados. Miguel había hecho sacar las mejores botellas de añejo de sus bodegas y tanto Veronique como Amanda se habían superado en la preparación del banquete. Sentado a medias en un sillón y rodeado de Fran y Pierre -Armand estaba demasiado ocupado atendiendo las zalamerías de su prometida y soportando las bromas a costa de su próximo enlace-, le costaba centrarse en la conversación. No podía apartar los ojos de Kelly que, al otro extremo del salón, charlaba con Virginia y Veronique.
Su esposa… ¡esposa, sí!, brillaba como un faro en la noche. No encontraba palabras para definir cómo se sentía, exento de tanta presión interior como lo atormentaba. Era libre para ser él mismo y conducirse tal como le inculcó su padre. Y para eso necesitaba a Kelly. La necesitaba para él, para demostrarle lo mucho que la amaba.
Egoístamente, preferiría que los invitados se hubieran ido, pero parecían remisos a abandonar la fiesta. Un codazo de Fran llamó su atención.
– Te preguntaba qué vas a hacer ahora.
– Mejor no preguntes, hombre -bromeó.
– Me refiero a tu vida -se rió Boullant con ganas-. A tu vida.
¿Qué iba a hacer? Lo que desde luego era seguro era que acababa de despedirse de la piratería para siempre. Kelly había cambiado su vida por él, y él iba a cambiar la suya. Se acabó el pillaje. Se lo debía. Y también se debía a sí mismo un poco de paz. El pasado seguía latente, lacerando su alma. Diego ya no estaba y de ambos nada sabía su familia en España. ¿Cómo estarían sus padres? Posiblemente los daban a los dos por muertos. Los echaba terriblemente de menos, pero era mejor así, que no supieran a ciencia cierta del asesinato de su hermano y en lo que él se había convertido. Tenía que olvidar y comenzar una nueva vida, sin fantasmas.