Disfrutaba, por tanto, en solitario, nadando o tendida al sol, esperanzada con los nuevos y maravillosos cambios que empezaba a sentir en su cuerpo. De momento, era su secreto. No quería comentarle nada a Miguel hasta no estar segura de que esperaban un hijo.
Sonrió y se tumbó sobre la arena, imaginando ya que sería una niña morena y guapa, como su padre…
Una mano ruda le tapó la boca, la levantaron sin contemplaciones y unos brazos de acero la estrecharon. Ronroneó, mimosa, creyendo que era Miguel, pero aquel abrazo la estaba asfixiando y cuando abrió los ojos, las pupilas se le dilataron de terror.
¡Edgar!
Se revolvió y pataleó, aunque sin resultado. Le importaba un ardite su desnudez, su preocupación mayor residía en Roy. Si su primo había llegado hasta ella, él podía estar muerto. Se debatió con más ímpetu cuando unos dedos repulsivos se deslizaron por sus nalgas.
– Deja eso para otro momento y larguémonos -oyó una voz que se imponía.
Antes de que la golpearan en el mentón y perdiera el conocimiento, alcanzó a ver a un sujeto alto, moreno y atractivo, con atuendo de caballero.
Edgar admiró el rostro perfecto de su prima, reteniéndola un instante más en sus brazos. La lascivia lo impulsaba a imaginar cuántas cosas podría hacer con aquella zorra, ahora que le pertenecía, antes de matarla. Iba a pagar muy caro haberle despreciado en «Promise». Incluso le divertiría entregarla a la tripulación del barco de Daniel de Torres. Ante la impaciencia del español, que recogía el vestido de la muchacha, se la cargó al hombro, caminaron hasta la chalupa que habían dejado oculta al otro lado de las rocas y minutos después se alejaban de la cala.
38
Miguel estrujó la nota entre sus largos dedos y golpeó con saña la pared, despellejándose los nudillos. Maldijo y volvió a golpear el muro.
François, Pierre y él habían llegado a «Belle Monde» gastando bromas a cuenta del segundo, que acababa de comunicarles su intención de desposar a Virginia. Miguel le había pedido darle la noticia personalmente a Kelly, pero no la encontró en la casa. Lo único que había allí eran caras largas y rostros ojerosos. A Miguel se le dispararon las alarmas. El pánico se le acrecentó al ver la cabeza vendada de Roy, que le entregó la nota.
Antes de leerla ya sabía que a Kelly le había sucedido algo. El miedo lo paralizaba, no fue capaz de preguntar, sumido en un estado catatónico. Se obligó a leer y en sus ojos fue apareciendo una mirada amenazadora que surgía, otra vez, incontenible. Después, había blasfemado hasta quedarse afónico. Habían secuestrado a Kelly y él debía esperar instrucciones. No decían más. Pero habían transcurrido ya más de seis horas.
Nadie quiso retirarse a descansar. Tampoco cenaron. Pero Miguel ingirió más brandy del aconsejable, aunque su propio furor no le permitía embriagarse. Iba y venía como un león enjaulado, y ni Fran ni Pierre ni nadie podían hacer nada por tranquilizarlo.
De madrugada, uno de los peones entró en el salón a la carrera. Era portador de otra nota, que Miguel le arrebató de inmediato.
– ¿Quien la ha traído?
– Un niño de la aldea, capitán. Dice que se la dio un hombre.
La angustia que lo corroía se fue aplacando a medida que leía la abigarrada letra de la carta. Suspiró y se dejó caer en el sillón donde había pasado la mayor parte de la noche.
– Kelly está bien -les dijo a todos, y oyó suspiros de alivio.
– ¿Qué dice la nota?
– Piden mi cabeza a cambio de ella.
– ¡Joder! -estalló Pierre, cogiéndola y rompiéndola en mil pedazos-. Supongo que no les seguirás el juego.
– Supones mal.
– Es una locura. Sea quien sea el que te busca, no va a dejar libre a Kelly aunque tú te entregues atado de pies y manos.
– Voy a hacer lo que quieren, punto por punto.
– Te matarán. Lo sabes, ¿verdad? -intervino François.
– ¡Me importa una mierda si me matan! -estalló él, incorporándose como un felino-. Tienen a mi esposa y pienso ir a salvarla.
– No, sin un plan bien pensado -dijo el otro.
– Mira, amigo…
– Escúchame, Miguel -lo cortó Pierre, sacudiendo los trozos de papel delante de su cara-. Te dicen que vayas a lo que algunos indígenas llaman el Peñasco del Diablo. Esa roca apenas mide medio kilómetro de ancho, pero es suficiente para que una embarcación se esconda en su lado más oriental. Sin duda esperarán allí. Es una jodida emboscada y lo sabes. Si vas solo, ni tú ni Kelly regresaréis con vida.
A medida que Pierre iba hablando, sus palabras iban calando en Miguel; su amigo tenía toda la razón. Y se trataba de salvar a su esposa, no de hacerse el héroe.
– ¿Qué proponéis? No puedo dejar de acudir.
– Y acudirás. Pero vamos a planearlo.
– ¡Dios! -rugió, con el miedo royéndole las entrañas-. ¡Juro por lo más sagrado que si le han tocado un solo cabello, uno solo, voy a despedazarlos uno a uno!
– Tranquilízate. Ella estará a salvo hasta que crean que te tienen en sus manos. ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de todo esto?
– Si Depardier no estuviese muerto, pensaría que es cosa suya.
– Sea quien sea, debemos seguir sus instrucciones -argumentó Fran, aportando un poco de calma-, pero acomodándolas en nuestro beneficio. Nos hemos enfrentado a situaciones peores, caballeros, de modo que sentémonos y pensemos.
– La cita es esta noche -recordó Miguel.
– Nos sobra tiempo -afirmó alguien desde la entrada. Se volvieron al unísono y Armand Briset los saludó inclinando levemente la cabeza. Estrechaba a Lidia por la cintura y la muchacha estaba temblando-. Veronique me ha mandado recado. Fran tiene razón, capitán. Hay tiempo para planear algo y sorprender a esos hijos de puta.
Lo que se conocía como el Peñasco del Diablo era, en efecto, una roca de grandes dimensiones. Distaba poco más de una milla de la isla y era un paraje inhóspito y olvidado de la mano de Dios en el que, según las leyendas indígenas, se practicaba la magia y se celebraban misas negras. Por lo que se decía, siempre según la tradición oral transmitida desde antiguo por los primitivos pobladores, en el islote se habían consumado un sinfín de violaciones y asesinatos consagrados a Satanás. Pero de eso hacía mucho tiempo y desde que los franceses arrasaron el peñasco y acabaron con cualquier rastro de presencia humana no se había vuelto a tener noticia de aquelarres u otro tipo de rituales.
A pesar de todo, a Miguel se le erizó el vello de la nuca. No creía en misas negras ni en brujerías, pero el lugar era tan desolado que parecía la entrada a un mundo infernal, y a esa visión se añadía su propia zozobra.
Era noche cerrada. Echó el esquife al agua y comenzó a remar despacio, seguro de que estaba siendo vigilado. Unos metros más allá, notó el lastre de unos cuerpos sumergidos que se pegaban al casco dificultándole avanzar a mayor velocidad y dio gracias al Cielo. Las aguas, negras y profundas, estaban más silenciosas que de costumbre. Se trasladaba con la sensación de aventurarse a un lugar muerto. Sin embargo, saber que sus amigos nadaban tan cerca amparados en la oscuridad lo tranquilizaba. Aquella muestra de camaradería no tenía precio, porque sabía que enfrentarse solo a los que retenían a Kelly era una acción condenada al fracaso.
La luna, ¡maldita fuera!, se presentaba esa noche como un disco pleno y brillante. Eso dificultaba la misión, pero, sin embargo, le permitía percibir cualquier movimiento imprevisto. Cuando tocó fondo, dejó los remos y saltó del bote. Lo arrastró a tierra firme y echó un rápido vistazo al agua. Se congratuló de no ser capaz de localizar a ninguno de sus amigos.