Hizo una rápida inspección del terreno que pisaba y después se sentó a esperar, seguro de tener muy pronto compañía. Ardía en deseos de ver a Kelly, de estrecharla otra vez entre sus brazos, y rezaba para que ella estuviera bien y mantuviera la calma. Su esposa era una mujer valiente y sabría demostrar su sangre fría.
Unos minutos más tarde supo que su espera había terminado. No se oía ni un suspiro, pero un sexto sentido lo alertó, y se levantó y atisbó entre las sombras. Sus músculos se tensaron y se preparó para cualquier eventualidad. Incluso para ser la diana de un disparo. Iba a necesitar toda la suerte del mundo y todo su aplomo y pericia para poder salir bien parado de aquella encerrona.
No era un hombre, sino cuatro. A media distancia se destacaban los atuendos de dos caballeros mientras que, dos pasos atrás, los acompañaban otros dos de aspecto patibulario. Sin motivo aparente, Miguel sintió una punzada de desazón al fijarse en el elegante caminar de uno de ellos. No era miedo, aunque desde luego lo tenía por Kelly y hasta por su propia integridad física y la de sus camaradas, sino algo distinto, como si el individuo le resultara vagamente familiar. Aquella manera de hundir el pie derecho en la arena… A medida que se acercaban sus sospechas se confirmaban. Se quedó parado, demasiado desconcertado… ¡No podía ser!
– ¡¿Tío…?! -Y a punto estuvo de ir a abrazarlo, pero no lo hizo.
Su voz fue apenas un susurro. Le pareció que el hombre sonreía y se adelantó un poco a sus acompañantes.
Ninguno de los dos dijo nada, sólo se quedaron mirándose. En el rostro de Daniel de Torres apareció un rictus inusualmente sombrío. Sus dientes destacaron como los de un lobo y Miguel seguía sin articular palabra.
– El aro en la oreja te sienta bien -fue su saludo.
En la cabeza de Miguel mil y una preguntas se amontonaban buscando respuesta. Pero no la tenía. Debía de ser una broma. Una macabra broma. ¿Qué hacía su tío allí, en un islote perdido en el océano? A él el pánico lo cubrió como un sudario, porque era evidente que el hombre no había viajado desde el otro extremo del mundo sólo para saludarlo. Se le helaba la sangre porque no veía la razón de que estuviera allí. Sobre todo, no comprendía qué tenía que ver con el secuestro de su esposa.
– ¿Vienes con ellos? -señaló al trío con el mentón.
– No. Ellos vienen conmigo -aclaró Daniel-. Me alegro de que hayas seguido las instrucciones al pie de la letra.
– Es la vida de mi esposa la que está en juego. -Empezaba a comprender.
– Sí. Eso ha dicho ella. -Se tironeó del lóbulo de la oreja-. Que está casada contigo. Es una preciosidad, debo reconocerlo. Siempre tuviste buen gusto para las mujeres, sobrino.
Así que no estaba alucinando, ni era una broma, ni su tío estaba frente a él por casualidad, sino que comandaba realmente la camarilla y era el responsable del secuestro de su mujer. Le costaba reaccionar. No acababa de asimilarlo. «¿Por qué?», se preguntó. Un boquete violento se iba abriendo en su pecho.
– ¿Por qué, tío? ¿Por qué has caído tan bajo? ¿Donde está Kelly?
– En el barco.
– Y ¿qué buscas? ¿Por qué estás metido en esto? ¿Qué quieres a cambio? ¿Dinero?
La carcajada de Daniel levantó ecos en la desolada playa.
– ¡Oh, vamos, Miguel! ¿Acaso no es lo que todos buscamos? Dinero es poder, muchacho. Tú mejor que nadie deberías saberlo. Imagino tu sorpresa, seguramente te he descolocado. Pero yo estoy aún más atónito que tú. Te creía muerto. Sin embargo, te tengo delante, dispuesto a arriesgar la vida por salvar a tu ramera -le espetó despectivo-. He de confesarte que dar contigo ha sido uno de mis mayores golpes de suerte. Te hacía esclavizado aún en la hacienda de mi buen amigo Colbert. Pero me enteré de tu desaparición, até cabos y sospeché. Ahora compruebo que mis temores eran fundados.
Miguel se estaba reteniendo lo indecible, pero su subconsciente hizo que diera un paso adelante. La camarilla de Daniel reaccionó de inmediato y los cañones de sus pistolas apuntándolo hablaron por sí solos.
– ¿Qué tienes tú que ver con ese hijo de perra inglés?
Uno de los sujetos se adelantó y le puso el cañón del arma bajo la barbilla. Y Miguel volvió a estar cara a cara con el asesino de Diego y el hombre que casi lo mató también a él, y la sangre le hirvió en las venas.
– Este hijo de perra inglés -respondió Colbert despacio, haciendo presión con el arma-, es el socio que le ha proporcionado importantes ganancias.
– Podría haberme encontrado esta noche con Satanás y no me hubiera sorprendido, pero ¿tú…? -dijo, dirigiéndose a su tío-. ¿Así que tenéis negocios en común? ¿Qué tipo de negocios?
– Es una larga historia y no estamos sobrados de tiempo. Te bastará saber que hemos colaborado en transacciones interesantes y que ahora estamos juntos en esto.
Miguel apretó los dientes. ¡Maldito si entendía una palabra! Colbert era una rata que no dudaría en aprovecharse de mujeres y niños, de matar a sangre fría. Pero su tío… ¡Por el amor de Dios! Toda la familia lo había tenido por un hombre cabal. ¿Daniel de Torres, orgulloso caballero español, asociado con un bastardo como Colbert? ¿Qué había podido inducirlo a semejante transformación?
– Creí que quitándoos de en medio a ti y a tu hermano resolvería mis problemas. -Ahí estaba la explicación cargada de revancha y amargura-. Desterrados de España no podríais interponeros y yo me haría con la herencia de la familia, como me corresponde.
– ¿Herencia? ¿De qué estás hablando?
– ¡Hablo de la fortuna de los De Torres! ¡De eso hablo! Tu jodido abuelo me legó una miseria al morir. Una miseria.
– Que yo sepa, el abuelo no te dejó precisamente en la ruina.
– ¡Valiente minucia! -graznó Daniel-. ¡Me correspondía más! ¡Y ahora lo tendré todo!
Miguel se asombraba más y más a cada segundo. ¿A qué se refería su tío? Genaro de Torres, el abuelo severo pero justo del que apenas pudo disfrutar unos años, le había dejado un buen pellizco a su tío. Demasiado, dado que era el primogénito quien lo heredaba todo.
– Claro que yo no era más que un hijo ilegítimo -continuó Daniel, que ahora parecía perdido en sus propios recuerdos-. Para mi padre, eso era lo único que importaba. Su jodida sangre.
Miguel estaba anonadado. ¿Su tío era hijo ilegítimo?
– No pongas esa cara, sobrino. Sí, yo no era su hijo, sino el bastardo que tu abuela Ana, mi madre, le endilgó. Genaro de Torres me alimentó, me dio estudios y hasta su apellido. Me mantuvo alejado, eso sí. Porque no podía verme sin sentirse culpable. Para él, reconocer que su mujer le había puesto los cuernos era impensable. ¡Qué diría la gente! ¡Qué diría la Corona, a la que siempre defendió! Nunca me aceptó. ¡Y jamás le perdonó a mi madre su desliz amoroso, aunque ella sólo buscó en otro hombre lo que él nunca supo darle! Sí, Miguel, tu adorado abuelo fue solamente un desgraciado sin sentimientos.
Él no dijo una palabra. No podía hablar. Se estaban derrumbando sus paredes familiares. La acusación de su tío le estaba revelando un secreto que él desconocía.
– Bueno -prosiguió Daniel-, todo eso ya es agua pasada. He tardado mucho tiempo en perpetrar mi venganza y ahora estoy a punto de obtener lo que me pertenece. Tengo la oportunidad y voy a aprovecharla. Tu padre sigue consolándose pensando que Diego y tú estáis vivos en alguna parte, pero yo le llevaré la triste noticia de vuestra muerte. Durante estos años, no he hecho más que seguir vuestro rastro. He ido tras vuestra pista desde Maracaibo a Jamaica por explícito deseo suyo.
– Diego está muerto -anunció Miguel.
– Lo sé. Mi amigo Colbert me ahorró el trabajo de matarlo yo mismo. Así que, si tú también desapareces… tu padre no tendrá más remedio que nombrarme su heredero. Después, ¿quién sabe? Un desafortunado accidente… -Dejó la frase en suspenso.