Miguel notó que se le tensaban los músculos como cuerdas de violín. Dio otro paso hacia su tío y Edgar reaccionó golpeándole en la cabeza con la culata de su arma. El dolor lo dejó momentáneamente paralizado.
– Deja caer tu sable -le ordenó.
Parpadeando para aclararse la visión y rumiando su frustración, Miguel no tuvo más remedio que obedecer. Se desabrochó el cinturón y el arma cayó a sus pies. Colbert se puso inmediatamente a su espalda y le golpeó los riñones. Cayó de rodillas y una rabiosa patada en el costado lo dejó sin aliento.
– ¡Señores! -gritó al espacio su tío-. ¡Si no quieren que mi amigo le vuele la cabeza, salgan con las manos en alto y tiren sus armas!
Miguel blasfemó. ¡Qué idiota había sido!, se lamentó. La presencia de sus amigos siempre había sido conocida por Daniel de Torres.
El tintineo de los sables sonó al chocar contra el suelo. Estaban en igualdad numérica, pero desarmados no tenían posibilidades y él no haría nada que los pusiera en peligro. Se levantó, dolorido por los golpes, y todos fueron encañonados. Boullant cruzó una rápida mirada con él y se encogió ligeramente de hombros.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Miguel-. ¿Vas a matarnos?
– Ahora os llevaremos al barco, os ataremos en las bodegas y encontraremos una plantación donde nos paguen lo que valen tus amigos -dijo Edgar.
– ¿Y a mí?
– Me gustaría devolverte a «Promise», te lo juro. Nuevas raciones de látigo te ayudarían a recordar quién es el que manda, pero Daniel tiene otros planes.
– No puedo dejarte vivo, lo siento -intervino su tío-. No es más que parte del negocio, como imaginarás.
– Por supuesto -ironizó Miguel.
– Escapaste cuando deberías haber muerto. Muy pocos consiguen sobrevivir a la esclavitud, pero tú lo hiciste. No puedo arriesgarme a que repitas la hazaña, de modo que serás pasto de los tiburones en alta mar.
– ¿Y mi esposa?
– Eso es cosa de Colbert.
Un músculo incontrolable vibró en la mandíbula de Miguel.
– Lamento que no pueda acompañarte en tu último viaje -continuó Edgar-, pero tengo que llevarla de regreso. Y remediar la última insensatez de mi padre. ¿Sabes?, se lo dejó todo a ella al morir.
– ¡Vaya! Así que ha muerto -replicó, sarcástico. Pero la noticia no le procuró la satisfacción que esperaba.
– Sí, lo hizo por fin el muy hijo de puta. Pero se equivocó en el testamento. Kelly ha heredado «Promise». Y yo quiero recuperar lo que es mío.
– Mi esposa no querrá esa podrida herencia.
– No me arriesgaré a que cambie de idea. De vuelta a Jamaica, me tomaré venganza de los desplantes y humillaciones que me dedicó en la hacienda. Y cuando me haya saciado de ella, también me sobrará. Por otra parte, me llevaré tu cabeza, única parte de tu cuerpo de la que no disfrutarán los tiburones. Has conseguido hacerte muy famoso en todo el Caribe y la Corona ofrece una buena recompensa por ti. ¿Por qué no aprovecharla?
Lo tenían todo pensado, se dijo Miguel, con el miedo alojado en su estómago, inseguro y debilitado. Pero no contaban con que él no estaba dispuesto a facilitarles las cosas. Ni Fran, ni Pierre ni Armand, de eso no le cabía duda. No les quedaba más remedio que intentar una solución desesperada. Si los tomaban por sorpresa, tal vez, sólo tal vez, podrían cambiarse las tornas. Miguel sabía que sólo les hacía falta una señal.
Después, todo se desarrolló muy de prisa.
Como un resorte, levantó la pierna derecha hacia el brazo de Colbert, haciendo que la pistola se le disparase; el estallido se perdió entre el aleteo confuso de una bandada de aves a las que despertó de su sueño.
Fue como si hubiera sonado un gong y los franceses se movieron como un solo hombre.
El disparo de un esbirro que permanecía en retaguardia alcanzó a Miguel de refilón. Sintió una quemazón en el costado, pero su puño ya se había activado y alcanzó a Colbert entre los ojos. Se inició un tiroteo. No había lugar a vacilaciones. Se estaban jugando la vida. Armand saltó hacia Daniel de Torres con una agilidad que parecía imposible dado su volumen y, sin tiempo a defenderse, el español se debatía, luchando por respirar. Un segundo después, caía a los pies del francés con el cuello roto.
Apretándose la herida del costado, Miguel recuperó el resuello. Había sido una pelea rápida y casi le parecía mentira que la situación hubiera cambiado con tanta celeridad. Colbert se retorcía en el suelo, cubriéndose con la mano la nariz rota. Y el cuerpo de su tío yacía cerca de Briset. Los otros dos no habían tenido mejor suerte.
– ¿Qué hacemos con ellos? -preguntó Pierre.
– Lo que mejor os parezca -respondió Miguel, echando una última mirada al cadáver de Daniel de Torres-. Yo voy en busca de Kelly.
– ¿La herida es grave?
– No -aseguró, aunque la sangre le chorreaba entre los dedos.
– Véndatela. -Fran se quitó el fajín y se lo entregó-. Supongo que has querido decir que vamos en busca de Kelly.
– Vosotros ya habéis hecho demasiado.
– ¡No digas estupideces! -le espetó Pierre.
– En el fondo, todo esto te divierte, mon ami, lo sé. Hace mucho que estamos ociosos -comentó Fran.
– Si Kelly no estuviera en peligro, te juro que sí lo disfrutaría -confirmó él.
Miguel se apresuró a restañarse la herida. Suspiró y asintió. Imposible dejarlos al margen.
– De acuerdo, amigos, entonces, acabemos cuanto antes.
39
Justo entonces les llegó el retumbo de un cañonazo.
Dieron un respingo. Venía del otro lado del islote. Algo no iba bien. Dejaron a Armand a cargo de Edgar y sus dos esbirros y corrieron por la playa hasta rodear el peñasco. Un barco fondeado que sin duda pertenecía a los secuestradores estaba siendo atacado por otra nave que enarbolaba bandera inglesa.
– ¡Kelly! ¡No!
Dos nuevas andanadas levantaron oleadas de agua y espuma, y Miguel no lo pensó dos veces. Tenía que sacar a su esposa de allí. Se desentendió de Fran y Pierre, se lanzó al agua y comenzó a nadar con vigorosas brazadas. Un dolor lacerante en el costado lo mortificaba. Estaban mermando sus fuerzas, pero no podía desfallecer. En su afán por alcanzar la embarcación, no vio que ésta izaba bandera blanca.
No se preguntó qué haría una vez en el navío. Y tampoco si sólo estaba acelerando la hora de su muerte, sólo le importaba llegar. Llegar. Iba a poner su cabeza en manos inglesas, pero poco le afectaba si podía salvar a Kelly. Saber que ella estaba tan cerca le insufló el coraje suficiente para no rendirse.
A escasas brazadas ya vio a los ingleses sobre el barco tomado y oyó el griterío con que celebraban su victoria. Llegó y empezó a trepar por la cadena del ancla. Antes de alcanzar la cubierta, Miguel se puso el sable entre los dientes y sólo entonces echó una mirada atrás. Fran y Pierre estaban haciendo otro tanto.
En cuanto pisaron la cubierta fueron rodeados y encañonados. La escasa tripulación del barco abordado era empujada bodegas abajo. Pero Miguel no era consciente de nada salvo que Kelly corría hacia un sujeto alto y rubio que la acogía amorosamente entre sus brazos y se estrechaban el uno al otro con efusión.
Sin embargo, la llegada de Miguel y los suyos llamó la atención del hombre, que, sin dejar de abrazar a la muchacha, reparó en ellos. Kelly también se fijó. Entonces sus ojos se agrandaron y con un grito jubiloso se soltó de él y atravesó la cubierta para ir a su encuentro. Los ingleses, indecisos, bajaron sus armas a instancias del caballero rubio.