Esclavos.
La palabra le provocó un estremecimiento.
Malo había sido convertirse en un exilado, pero al menos eran hombres libres, prestos a rehacer su vida, construirse una casa, casarse y tener hijos. ¿Qué les esperaba a partir de entonces? ¿Qué le esperaba a Diego, menos curtido en penalidades? ¿Sobreviviría bajo la mano dura de un capataz y un látigo? Se culpó por ello y se le heló la sangre.
5
Una semana después, cuando las huestes de Harry Morgan pusieron fin a su saqueo, quedaron ahítas de vino y orgías y habían cargado en sus naves todo cuanto pudieron arrebatar, los sacaron de su confinamiento, pero sólo para cambiarlos de barco y agruparlos en otra bodega algo mayor. No partieron de inmediato, sino que aguardaron allí, ignorando el futuro que los esperaba y pudriéndose en su propia miseria. Por conversaciones sueltas que llegaban a ellos entrecortadas desde cubierta, supieron que partidas de piratas se habían adentrado en el interior del territorio, saqueando haciendas. Miguel rezó para que don Álvaro conservara la vida.
Unos días más tarde, Morgan ordenó levar anclas y se hicieron a la mar. Hasta mucho después no supieron que la armada de Barlovento había llegado a las costas venezolanas y enfrentado a los piratas. El fuerte de La Barra había vuelto a manos de sus dueños y los hombres del filibustero galés se habían quedado atrapados durante algunos días, sin posibilidad de escapar al acoso español.
Mientras, ellos languidecían en las bodegas de la embarcación, debatiéndose aún entre la esperanza de un posible rescate por parte de sus compatriotas y el temor de que un cañonazo de la fragata insignia, Magdalena, al mando de don Alonso de Campos y Espinosa, los hundiera en el estrecho. Pero Morgan había maniobrado con pericia y consiguieron escapar a mar abierto después de causar importantes bajas en la armada española. Sus esperanzas de libertad perecieron en la oscuridad de aquella bodega y el vaivén de una nave que los llevaba a un destino incierto.
Miguel perdió la cuenta de los días que permanecieron navegando y amontonados en tan pestilente cloaca. Les habían aplicado ungüentos en las heridas, pero sólo les daban de comer una vez al día, y durante su estancia en el mar no vieron la luz del sol ni una sola vez.
Por fin, un día, los hicieron subir a cubierta.
Cegados por la luz, esperaban a que sus ojos adaptaran de nuevo a la claridad del sol, pero agradecieron ver que habían tocado puerto.
Eran un puro desecho humano. Sucios, con las ropas destrozadas, el cabello apelmazado, hecho un nido de inmundicia que se mezclaba con barbas crecidas, donde ácaros y bacterias transitaban como en pocilgas. Olían a cerdo y no les pasó por alto los gestos de desagrado de la tripulación, aunque aquellos cabrones no olían mucho mejor que ellos mismos.
Encadenados como estaban, los empujaron hacia la plancha de desembarco.
Estúpidamente, Miguel le preguntó a uno de los piratas que le instaba a caminar.
– ¿Dónde estamos?
Nunca supo si por lástima o por clavar un poco más el dardo de la desesperación en su alma, el filibustero le respondió:
– Estás en Port Royal, escoria.
Port Royal. Dominio de ingleses. Uno de los peores destinos a los que podían arribar. Claro que, para alguien a quien pensaban vender como esclavo, tanto daba un sitio u otro.
Tambaleantes, famélicos y desgarrados física y anímicamente, pisaron tierra. Los obligaron a montar en carros y atravesaron el puerto y algunas callejuelas de la ciudad, refugio de corsarios y bucaneros, hasta llegar a un almacén. Ellos no lo sabían, pero allí permanecerían una semana más.
En aquel lugar fueron tratados con algo más de consideración. El repugnante, escaso y único rancho que les habían proporcionado durante la travesía se convirtió en tres comidas al día, y ricas en grasas. Al segundo día de encierro, tres tipos armados hasta los dientes los sacaron a un patio y los hicieron desnudarse por completo. Amontonaron las mugrientas ropas y les prendieron fuego. Los dejaron allí durante un par de horas desvalidos y arruinada su dignidad, como sus madres los trajeron al mundo. A las mujeres las habían arrinconado en el lugar más apartado, intentando mantener un poco su intimidad, donde permanecían avergonzadas, como si tuvieran la culpa de lo que estaba pasando y sin atreverse a mirarlos a la cara. Pero allí, entonces, podía existir de todo menos lujuria. Sus cuerpos enflaquecidos sólo levantaba en los varones la ira por la degradación a que también las habían sometido. Todos, sin excepción, unas y otros, eran despojos humanos a los que el futuro importaba ya muy poco.
Regresaron los matones provistos de túnicas para las mujeres y pantalones amplios para los hombres. Ni camisas ni calzado.
Durante días, los cebaron como a ganado con el único fin de que recuperaran el peso perdido durante su obligado confinamiento.
Curiosamente, sólo a Diego y a él les sacaban a diario al patio. Nunca supieron los motivos. Volvieron a tener un aspecto saludable, como si no hubiesen pasado penalidad alguna. Era tan sólo una medida para rentabilizar su venta, que se llevaría a cabo en la plaza central de Port Royal, escenario de las transacciones de carne humana.
La plataforma se ofrecía como un teatro estremecedor e irreal. Los negros subían por parejas y empezaba la puja. Los ofertaban al público que seguía la subasta como una ganga, a voz en grito. Y el subastador, un tipo alto y flaco, de rostro cadavérico, daba la impresión de ser un verdadero especialista en sacar el dinero del bolsillo de los compradores.
Unos hacendados terminaron por comprar uno o dos braceros y otros, incluso a cuatro. La subasta era reñida, porque los esclavos eran pocos y las necesidades de mano de obra, inmediatas. Sólo dos hombres se interesaron por las mujeres. Miguel y Diego, que podían seguir la humillación de sus vecinos de infortunio desde el ventanuco de su celda, no envidiaron la suerte de las jóvenes. Los rostros de aquellos dos sujetos rezumaban crueldad y lujuria. Imaginaron la clase de trabajo a que serían sometidas y se les encogió el alma.
La plataforma se transformó en algo dolorosamente real cuando entraron a buscarlos a ellos.
Al ascender los desgastados escalones que los llevaban hacia la vergüenza, se oyó un murmullo de aprobación. No les extrañó: carne blanca y joven; sabían que no era frecuente la venta de esclavos blancos.
Diego clavó sus ojos castaños en los de su hermano mayor y Miguel adivinó tal desesperación y abatimiento en ellos, que hubiera dado la vida por evitarle el mal trago. Estar allí, a la vista de todos, apenas vestidos, los degradaba como seres humanos, convirtiéndolos en poco menos que animales.
Miguel evitó aquella mirada suplicante y desvió sus ojos a la línea de cielo que aparecía entre las edificaciones, sobre las cabezas de aquellos que ofertarían por ellos. Cada poro de su piel transpiraba un odio furioso, global, que no tenía destinatario concreto.
Algo apartado de las primeras filas, un sujeto sesentón los observaba con interés. Sus ojos, pequeños agujeros en un rostro mofletudo y enrojecido por el calor, se achicaron al oír vociferar al vendedor.
– ¡Y ahora, damas y caballeros, lo mejor del lote! ¡Un par de españoles fuertes, jóvenes, vigorosos, dispuestos a trabajar en cualquier labor que se les encomiende!
Miguel apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula. ¿Cómo sabían que eran españoles?
– Me interrogaron mientras estabas inconsciente -le susurró Diego, dando respuesta a sus pensamientos.
Hablar sin permiso le costó una bofetada.