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A Kelly se le salía el corazón por la boca. Después de horas de angustia, todo lo que estaba pasando le parecía un sueño. Creyó que iba a morir a manos de su primo y de aquel español que lo ayudó a secuestrarla; había pasado un miedo atroz pensando que nunca volvería a ver a Miguel. Y de repente, lo más inesperado se hacía realidad: había sido liberada por su propio hermano al mando de un grupo de marineros.

Con mano temblorosa acarició el rostro amado que había creído perdido para siempre. Los sollozos se acumularon en su garganta, mezclados con una risa histérica.

– Mi amor -susurraba-. Mi amor…

También a Miguel el alma se le rompía en pedazos. Teniéndola allí, el horror pasado cayó sobre él como una losa. Le fallaban las piernas, le escocían los ojos, pero ya nada importaba. Cuando ella se le echó al cuello, la tomó de los hombros separándola ligeramente. Necesitaba verse en el espejo de sus ojos color zafiro.

– ¿Estás bien? -le preguntó con voz ronca.

– Sí, Miguel -dijo ella, besándolo en la boca-. Ahora sí.

Se fundieron el uno en brazos del otro, se besaron con el ansia de la ausencia. Tan absortos en sí mismos como si no hubiera nadie más.

– Así que éste es Miguel de Torres -dijo una voz profunda, un punto peyorativa.

Miguel reaccionó como una cobra, apartando a Kelly y poniéndola a su espalda. Se encaró al otro, tan alto como él mismo, su cabello claro destellaba a la luz de la luna y las farolas de cubierta, un hombre apuesto. ¿Quién era? ¿Por qué Kelly se había abrazado a él? Un aguijonazo de celos se deslizó por entre sus defensas.

– Ése es mi nombre.

– ¿Tengo entonces el honor de estar frente al famoso capitán de El Ángel Negro?

Miguel tuvo la certeza de estar ante un rival, quizá un enemigo. Instó a Kelly a ir hacia Fran y Pierre y asintió, desafiante.

– Exactamente.

Y por tercera vez en poco tiempo, le propinaron tal puñetazo en la mandíbula que se quedó fuera de combate. Se le doblaron las piernas y cayó como un fardo. El golpe y la pérdida de sangre de la herida lo llevaron a la inconsciencia. Pero antes, aún pudo oír a su esposa nítidamente:

– ¡Maldito seas, James!

Abrió los ojos con cautela. El sol se filtraba por el ventanal inundando la cámara de luz. Sacudió la cabeza para despejarse las telarañas de la mente y parpadeó quejumbroso. ¡Cristo crucificado! Le dolían hasta las pestañas. Cuando trató de incorporarse, el pinchazo del costado le arrancó un hondo suspiro. Estaba solo en la habitación, pero su pensamiento voló hacia su esposa.

– ¡Kelly!

Fuera se oían voces airadas y reconoció la de ella. Apretándose la herida del costado, convenientemente vendada, se incorporó hasta quedar sentado. Se abrió la puerta y Kelly entró presurosa, con las mejillas arreboladas y los ojos chispeando de indignación. Tras ella iba el hombre rubio que le había dado el puñetazo. El dolor de la mandíbula demostraba que pegaba duro. Tenía una cuenta pendiente con él, pero ya llegaría el momento de saldarla. Ahora se olvidó de eso. Lo más importante era Kelly, sana y salva. Iban a tener que darle algunas explicaciones, se dijo.

– ¡Vuelve a acostarte, cabezota! -lo amonestó ella, haciendo que se recostase de nuevo-. ¿Quién te ha dicho que puedes levantarte?

Miguel enarcó las cejas. ¿Por qué estaba de tan mal humor? ¿Y por qué el rostro huraño del tipo aparecía tan complaciente?

– No me he olvidado del golpe -le dijo a modo de saludo.

– No seas quisquilloso -lo regañó Kelly. Se fijó en ella. Estaba preciosa. Se había cambiado de vestido y su cabellera, recogida informalmente en una cola de caballo, bailaba al ritmo de su cuello-. No fue más que un sopapo.

– Que me dejó sin sentido. -Le hablaba a ella, pero se dirigía a él.

Kelly calló y empezó a revisar la herida. Los dos hombres se retaban con la mirada, pero mantuvieron un mutismo cargado de desafío.

– Pierre nos lo ha contado todo -dijo, cuando hubo terminado-. ¿Cómo se os ocurrió enfrentaros a ellos? ¿Y si hubiera habido más apostados? Todos los hombres sois idiotas, además de insensatos.

– ¿Dónde está Armand? -la cortó él, un tanto incómodo por las sucesivas regañinas ante un desconocido.

– Está abajo.

– ¿Ha traído a esa escoria de Colbert?

Hubiera jurado que el rubio se envaraba. Lo miró con más interés. ¿Quién demonios era? ¿Es que nadie iba a explicarle nada?

– No -contestó Kelly-. Intentó escapar y Armand tuvo que disparar.

Miguel guardó silencio. Ella acababa de darle la noticia sin un ápice de lástima. Como quien habla del tiempo.

– ¿Lo lamentas?

– No. Pero era mi primo.

– ¡Era un hijo de perra que intentó asesinarte!

Recordar el miedo pasado por su suerte lo enfureció. Hubiera preferido que Briset no acabara con él. Hubiera querido matarlo él mismo, retorcerle el cuello, despellejarlo y… Acababan de arrebatarle ese placer. Atrapó a Kelly por la cintura haciendo que cayera sobre él y la besó. La amaba y había estado a punto de perderla. No podía pensar en otra cosa. Lo demás poco importaba.

Se la arrancaron un segundo después y sus brazos se quedaron vacíos. El rubio empujaba a su esposa hacia la salida. Miguel trató de incorporarse, pero el otro le detuvo:

– Su herida le ha restado fuerzas, capitán. No trate de hacerse el héroe. Si se me pone gallito, ni siquiera mi hermana podrá impedir que le parta la cara otra vez, aunque esté en esas condiciones.

Miguel ni se movió. Comparó a ambos atentamente y no se creyó lo que veía: el mismo color de pelo, los mismos ojos, facciones idénticas, salvo que en Kelly se suavizaban y en él se mostraban varoniles y severas.

– ¿Su hermana?

– Eso mismo. Mi hermana. Soy James Colbert, aunque el apellido te repugne -lo tuteó-. A pesar de todo, y en atención a sus ruegos, accederé a hablar contigo. Aunque, créeme, si no fuera por ella…

– Jim…

– ¡Calla, Kelly! Esto es entre él y yo.

Miguel se levantó sin hacer caso de las protestas de su esposa y se quedó sentado al borde de la cama. Estaba mareado y el costado le dolía como mil demonios. No se encontraba en condiciones de enfrentarse a nadie, pero si aquel mastuerzo había ido a reclamarle a Kelly, lo mataría antes de permitir que se la llevara de su lado.

– Por lo que veo, no voy a poder librarme de ese condenado apellido vuestro -murmuró.

A James le hubiera gustado sobarle la cara, pero el otro no estaba en condiciones. En cambio, tenía algo que decirle.

– Mi hermana ha sido deshonrada y voy a exigirte una compensación. Y no puede ser otra que el matrimonio, porque el hijo que está esperando necesita una familia. O eso, o no saldrás vivo de este cuarto.

Miguel se tambaleó. Sus ojos volaron de Colbert a ella. Había oído bien, porque en el aire flotaba la densidad del anuncio. ¡Un hijo!

Kelly dirigió a su hermano una mirada feroz. ¿Por qué los hombres siempre querían arreglar las cosas a su manera? ¿Por qué no se mordían la lengua alguna vez? ¿Por qué no olvidaban su suficiencia? ¡Condenación! Mientras Miguel se recuperaba, ella había charlado largo y tendido con James, y así se enteró de que las cartas que llegaron a Inglaterra no decían nada de sus quejas, de sus peticiones de regreso a casa. Le quedó muy claro que su tío había revisado su correspondencia y censurado sus escritos. Ella se explayó contándole lo que sucedía en «Promise» y no pudo evitar sincerarse acerca del hecho de que esperaba un hijo de Miguel. Pero más allá de hacerlo partícipe de sus experiencias y su intimidad, él no debía ni tenía que inmiscuirse en sus vidas. ¿Acaso pensaba que iba a tener un bebé sin haberse casado? Se le encendieron las mejillas, porque muy bien podría haber ocurrido así.