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A Miguel la sangre le bullía. No sabía si gritar de alegría, reprender a Kelly por ocultárselo o ponerse a bailar como un loco. ¡Un hijo! Paladeó su significado porque aún no se lo creía, le parecía un sueño. El pecho le estallaba de amor por la mujer que le había entregado su corazón y que ahora llevaba a su heredero en sus entrañas. Miró a Kelly y se dijo que nunca un hombre había sido bendecido por Dios como lo había sido él. ¿Qué más podía pedirle a la vida?

– Mira, De Torres -decía el inglés-, voy a serte sincero. No me agrada que ella se despose contigo, pero el niño es lo primero. Así que casado o cadáver. Tú eliges.

– ¡James!

Miguel no pudo contener la risa, pero levantó las manos en señal de paz.

– Me casaré con ella. -James asintió, algo más relajado-. Me casaré de nuevo si ella lo desea. Cien veces si es preciso. Mi esposa puede pedirme lo que quiera y yo daré mi vida por complacerla. Lamento tu rechazo a tenerme por cuñado, a mí tampoco me hace feliz estar emparentado contigo, pero amo a Kelly y es con ella con quien voy a vivir, no con su familia.

Entre las palabras, la excitación y los movimientos, sintió un pinchazo en el costado y se llevó una mano hacia allá.

– ¿Te duele? -Kelly se acercó solícita.

– Si me besas, lo soportaré -bromeó él.

– Eres un demonio -le sonrió. Y lo besó, sin importarle la presencia de su hermano, porque junto a Miguel perdía la vergüenza.

James, estupefacto, salió del cuarto como alma que lleva el diablo, pero antes de retirarse le dijo:

– No te arriendo la ganancia, español. Es terca como una mula irlandesa. Y tú, Kelly, tienes algo que decirle, no esperes más.

Miguel suspiró y la colocó sobre su pecho. Su esposa. Su esposa, su esposa… ¡Qué dulce sonaba aquella música! La besó en la frente, en la nariz, en la barbilla. Y en la boca, de la que nunca se cansaba.

– Kelly, Kelly… -musitó junto a su cabello, mientras su mano derecha se alojaba con delicadeza sobre su vientre-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– Iba a decírtelo cuando regresaras a casa. Pero me secuestraron. Siento que el imbécil de mi hermano me haya estropeado la sorpresa.

– Mi amor, eso ya no importa… Me das tanto…

– Chis. Calla. Sólo abrázame. Y abraza a nuestra hija. Porque va a ser una niña. -Miguel, colmado de felicidad, asentía. Si Kelly quería una niña, que así fuera-. Pero aún tengo algo que contarte.

– Ahora mismo no me interesa nada que no seas tú.

Ella se apartó de él y se levantó.

– No lo creas. Hay alguien que quiere verte.

A Miguel le importaban un bledo las visitas. Quería a su mujer en su cama, volver a hacerle el amor, que sus cuerpos vibraran entregados, embriagarse con su perfume, enredar sus dedos en un cabello sedoso que adoraba. Adivinó que ella también lo anhelaba, se mordía el labio inferior y a él eso lo incendiaba de deseo. Pero no. Lentamente se fue hacia la puerta, que apenas entreabrió.

Una mano tostada asió la hoja desde fuera. Miguel no podía ver de quién se trataba, porque el pasillo estaba en penumbra, pero, por alguna razón, su corazón empezó a latir más de prisa y se incorporó. Kelly salió, cómplice y dichosa, y le tiró un beso con los labios.

Pero Miguel ya no lo vio.

No podía ver nada porque una figura alta, de cabello rubio oscuro y mirada traviesa se enmarcó al contraluz de la entrada.

A Miguel se le escapó la sangre de la cara y el corazón golpeó en su pecho como el retumbar de cien cañones.

Quiso hablar, pero las palabras formaban un nudo en su garganta. No podía moverse, era como si le hubieran clavado. La sensación de un vahído acrecentó su mareo.

No podía dar crédito a sus ojos, por fuerza tenía que estar soñando. Le llegó una voz de cálidas resonancias que se ciñeron a su corazón, haciendo definitivamente añicos la coraza de odio y venganza con que lo había amordazado hacía ya mucho tiempo.

– Que mamá no te vea con ese arete en la oreja, hermano, o la matarás de un disgusto -oyó que decía-. Aunque no te queda mal, pareces un verdadero pirata.

Miguel notó el sabor salobre de sus lágrimas en los labios. Y nunca se enorgulleció tanto de poder llorar. Porque Diego estaba allí, lo tenía delante. Y era real. Completamente real. No el fruto de su delirio. La agonía de su pérdida se diluía ahora en la bruma del pasado, su presencia lo liberaba de los demonios que tanto lo habían atormentado tras su muerte. Ante él se abría de nuevo el telón de la esperanza y una euforia desmedida se apoderó de su ser.

Lo ahogaba la dicha y sólo acertó a decir:

– Hola, renacuajo.

Diego había cambiado. ¡Virgen, si lo había hecho! Apenas si reconocía al muchacho sensible, un poco alocado, enamorado de la vida, que lo seguía a todas partes y por el que se partía la cara cuando era un alfeñique. Ahora era un hombre. Independiente y decidido, maduro para librar sus propias batallas y ganarlas.

Pero a Miguel no acababa de gustarle lo que veía en su persona. Su hermano no era el mismo. Quizá fuera el resentimiento de quien ha estado sometido a las penurias y el látigo. Un ser condenado a destierro, convertido en carne de presidio, víctima de una muerte asesina de la que se libró de milagro. La había visto incluso más cerca que él mismo.

No, ahora ya no eran tan diferentes. Eran dos vagabundos. Los unían más lazos que antes, pero en Diego percibía cicatrices que provenían del alma y eso, indefectiblemente, los alejaba.

¿Dónde se habría quedado el muchacho divertido que cabalgaba como un loco y el romántico al que le gustaba sentarse en el pórtico de su casa para ver ponerse el sol? ¿Dónde estaba el chico enamoradizo? ¿Dónde estaba Diego de Torres? Lo que ahora tenía delante era un individuo frío, endurecido por tanto mal como había sufrido. Pero ¿acaso él era distinto?, se preguntó. Hizo a un lado sus erráticos pensamientos para centrarse en lo que su hermano le estaba diciendo.

– Cuando decidí regresar a España, desembarqué en el puerto de Cartagena como un marino más, bajo el nombre de Simón Drende. Fue Alonso de Arribal el que me escondió y me puso en el camino correcto para seguirle la pista a nuestro tío -le contaba.

– ¿El abogado de padre? -preguntó Miguel, un tanto sorprendido.

– En efecto. Sabes que papá nombró al tío administrador de algunas de las fincas. Pero don Alonso conoce, desde siempre, las finanzas de nuestra familia. Le extrañó que se incrementaran unos saldos que no salían de sus propiedades e investigó por su cuenta. Las amistades que frecuentaba nuestro tío no le acababan de convencer. Así que, siguiendo su instinto de sabueso -a Miguel le hizo gracia, porque él siempre había dicho que Arribal parecía eso, un sabueso-, contrató a un sujeto para que le siguiera los pasos. Descubrir su traición con el buque Castilla fue cuestión de tiempo.

– Yo jamás imaginé su traición.

– Tampoco padre. Ni yo.

– Todo parece una locura.

– Pero es tan real que apesta -asintió Diego-. Sin ti, no encontré otro camino que volver a casa, aunque pesaba sobre nosotros la cárcel, o la horca, si pisábamos suelo español. Y el riesgo mereció la pena, porque regresé a tiempo de enterarme de las pesquisas de don Alonso y él me puso sobre aviso.

– ¿No se lo contó a nuestro padre?

– Le pedí que no lo hiciera. Papá acababa de tener una recaída. Nada de lo que debamos preocuparnos -lo tranquilizó-. Pero demasiado había sufrido ya el viejo como para enterarse de que su hermano… que su hermanastro -rectificó- era el hombre que había provocado el destierro a sus hijos.

Miguel se pasó la mano por el pelo y suspiró. ¿Hasta dónde se podía llegar impulsado por la codicia?, se preguntó.

– Y tomaste cartas en el asunto…