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Colbert se pasó nerviosamente la mano por el pelo. ¿Qué podía hacer o decir? Había salido de Inglaterra con un fin, pero las cosas habían cambiado demasiado. Su hermana se había casado con Miguel y, a Dios gracias, completamente enamorada de aquel temible y orgulloso español que no suplicaba por su libertad. Por si fuera poco, Kelly estaba encinta. ¿Qué diablos podía hacer él? Además, Miguel ya no era un aventurero, sino un hacendado y heredero de un título nobiliario en España.

No, se dijo. No podía culparlo por haber elegido un rumbo equivocado. De haberse hallado en su lugar, posiblemente hubiera actuado de igual modo. No era tan cínico como para creerse mucho mejor que él. El capitán de El Ángel Negro había muerto y ante él sólo veía a un hombre profundamente enamorado de su hermana. Un condenado y arrogante español que ahora formaba parte de su familia.

Se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo. Acabó su copa de un trago y le pidió a Kelly que le sirviera más. Iba a necesitarlo.

– Hablaré en tu favor, Miguel -acabó por admitir.

Oyó a su hermana exhalar el aire retenido, pero no se atrevió a mirar a nadie. Hablar en favor de su cuñado implicaba, en cualquier caso, que éste tendría que acompañarlo a Inglaterra.

– De paso… -intervino Diego, que había guardado silencio hasta ese momento, esperando la reacción del inglés. Tenía decidido matarlo si se empecinaba en apresar a Miguel, pero su respuesta cambiaba las cosas-, aportarás los nombres de los traidores que colaboraban con Daniel de Torres. -Sacó unas cuantas cartas de su chaqueta y se las entregó a James, que las tomó un tanto asombrado. Tales pruebas eran un poderoso aval de la transparencia de su conducta-. Eso, y el pago de una sustanciosa multa, serán suficientes para que vuestro insigne soberano se olvide de los hombres que fueron azote de sus naves en estas aguas. De todos es conocido que su alianza con Suecia y Holanda en oposición a Luis XIV de Francia ha vaciado sus arcas y que lo acucian problemas financieros.

James lo miraba sin parpadear; el resto, un poco desconcertados.

– Por descontado -continuó Diego-, la familia De Torres engordaría el pago. E imagino que el resto de los que están aquí. -Miró a los franceses-. Estoy convencido de que tan generosa aportación servirá para que firme el indulto para… -dio otro vistazo burlón a los camaradas de su hermano-… unos cuantos piratas.

– ¡Y yo, por mi parte, entregaré «Promise»! -exclamó Kelly, con los ojos radiantes de esperanza-. Ahora soy dueña de un vasto territorio en Jamaica y puedo permitírmelo.

James guardó silencio. El peso económico y los documentos aportados dotaban de inestimables argumentos jurídicos y materiales a la Corona inglesa. Serían suficientes, pensó.

– ¿Qué pasará con la señorita Jordan? -preguntó, mirando de reojo a la muchacha, cuya cintura enlazaba Ledoux-. Debería ser devuelta a su padre.

– ¡¡Por encima de mi cadáver, Colbert!! -se apresuró a contestar Pierre.

Epílogo

El disco solar, una bola anaranjada y brillante, jugaba al escondite en el horizonte, pintando de púrpura los algodones mullidos de las nubes.

Acodados en la balconada, Miguel y Kelly se recrearon en la belleza mágica del atardecer que magnificaba el arrullo de las olas. La isla apenas era ya una mancha borrosa en el horizonte. La brisa los despedía llevándoles ecos de nostalgia. «Belle Monde» quedaba atrás, pero Kelly sabía que volverían, quería que su hijo tomara conciencia de aquellas tierras donde ella había encontrado el amor y que un día serían suyas.

Llevaban largo rato sin decirse nada. No les hacía falta. Cada uno oía el corazón del otro latir al unísono con el suyo, se leían el pensamiento, respiraban el mismo aire… Un aire de pasado redimido impregnado ahora de libertad.

Miguel le mordisqueó un hombro y perdió la mirada en la inmensidad del mar. Hinchó el pecho, creyéndose el hombre más afortunado del mundo por tenerla a su lado. Habría vuelto a hacerle el amor, aunque acababan de abandonar el lecho. Nunca se saciaba de ella. El más leve aleteo de sus pestañas, el suave movimiento de sus manos sosteniendo a Alejandro, la calidez de su risa cuando el crío emitía algún gorgorito, su melodiosa voz cantándole nanas… Todo en Kelly lo enamoraba más y más… Tenía toda una vida para amarla y no le parecía suficiente.

Se agachó, le abrió el camisón y besó su vientre, de nuevo fecundo. Ella le revolvió los cabellos y lo besó cuando se incorporó.

– Esta vez sí será una niña -le aseguró, convencida.

– Y rubia como el oro -convino él, apretándola contra su pecho-. Alejandro es moreno como un diablo y quiero un querubín que se te parezca.

– Nuestro hijo nos va a dar problemas -afirmó ella-. Ocho meses y ya es un torbellino, y tan impulsivo como su padre.

Como si el pequeño los hubiera oído, gimoteó en su cuna. Kelly abandonó los brazos de su esposo para acudir a su llamada y a Miguel se le inundó el corazón cuando volvió con el niño en brazos. Lo maravillaba el modo en que el pequeño Alex -ella se empeñaba en llamarlo así-, se calmaba en cuanto sentía cerca el pecho de su madre. Fascinado, veía la conexión madre-hijo, un lazo invisible que permanecía incluso después de cortar el cordón umbilical, y casi se sintió un intruso.

Kelly ofrecía ya el pecho al niño, que se sujetó a él con su puñito, reclamándolo con plenos derechos. Estiró una mano, llamándolo, y Miguel se les unió, abrazando a ambos. Por unos instantes, Alex dejó de mamar y unos ojos enormes y verde esmeralda, como las aguas del Caribe, escrutaron el rostro oscuro de su padre. Dejó escapar un gorjeo y regresó a la posesión del pezón.

Kelly se recostó contra su esposo sin dejar de observar el cabello oscuro de su hijo. La embargaba una dicha increíble. Allí, en aquel camarote, rumbo a España, estaba todo cuanto necesitaba: el amor de sus dos hombres. Entrelazó los dedos con los de Miguel, que se los estrechó con fuerza. Después, deslizó la mano por su fuerte brazo y se detuvo en el brazalete de oro y esmeraldas.

– Nos recordará siempre «Belle Monde» -le susurró muy quedo.

Él había accedido a seguirlo llevando, porque ella así lo deseaba. Porque le daría su sangre incluso, si se lo pedía.

– Espero que Virginia y Lidia nos visiten pronto. Creo que Pierre y Armand planean establecerse en Francia definitivamente.

– Sin embargo, François se resiste a regresar a Europa.

– Sí -se rió Kelly. Alex protestó por el movimiento, medio adormilado, y ella le chistó y acunó, bajando la voz-. Hasta que alguna mujer de la que se enamore decida que quiere conocer el viejo continente.

Miguel no dijo nada. Solamente clavó sus ojos en las profundidades azules de los ojos de su esposa, que lo hipnotizaban, y se le escapó una mueca de regocijo imaginando a sus camaradas atrapados, como él, en las redes del amor. Le picó el gusanillo de la añoranza al rememorar sus andanzas, codo con codo. Lamentaba alejarse de ellos, pero debía tomar el rumbo que le marcaba Kelly y seguir su estela, pues ella era su timón y sus velas, la fragata en la que navegaría durante el resto de su vida.

Ella depositó al bebé en su cuna y lo arropó con mimo infinito. Antes de cubrirse el pecho, Miguel se apoderó de él acariciando su contorno. Ella le palmeó en la mano, pero no se tapó, sabía leer muy bien el fuego de sus ojos verdes.

– ¿Es que no puedes esperar?

– Me tientas demasiado como para que no repitamos. Y te hago gozar bastante como para que te resistas.

– Engreído.

– Pero me amas. -La besó en el cuello y ella se dejó hacer-. ¿Verdad?

– Un poco -admitió, entregada ya a sus brazos.

– ¿Sólo un poco? -Le mordisqueaba la clavícula. Sus manos se perdían bajo el camisón, desnudándola poco a poco, ávido de ella-. Mentirosa. No puedes negar que me deseas.