– ¡Silencio!
A Miguel, el escarnio hacia su hermano le sublevó. Sin encomendarse a Dios ni al Diablo, se lanzó de cabeza contra el patibulario subastador y, a pesar de tener las manos atadas a la espalda, la colisión fue tan brusca que aquel desgraciado cayó de la tarima, levantando una risotada general. Antes de que se levantase, Miguel fue reducido por otro de los secuaces, que alzó sobre su cabeza un brazo armado con un látigo.
– ¡Un momento! -se impuso la voz del gordo, como un graznido-. Voy a comprarlos, pero no quiero material dañado.
– ¡Tío, por Dios! -dijo una muchacha a su lado.
Miguel le dedicó una mirada biliosa. O lo intentó. Porque no pudo fijarse más que en los cabellos dorados y los inmensos ojos azules de la joven, en los que se reflejaba algo muy parecido a la compasión.
Ella desvió la vista de inmediato, pero en su cerebro quedó clavada una mirada verde, furiosa y altanera. Le comentó algo al hacendado y, dando media vuelta, se perdió entre el gentío que atestaba la plaza.
Miguel la vio alejarse entre aquella multitud gritona que ya comenzaba a pujar de nuevo. Un rictus irónico estiró sus labios mientras lo ponían de nuevo en pie para que los posibles compradores pudiesen valorar su musculatura. Como un semental, pensó, devastado por el odio.
Se ofrecieron diez libras. El gordo subió la oferta a doce. El subastador se quejó de lo escaso de la cantidad, pues un varón fuerte podía valer entre diez y quince libras, las mujeres entre ocho y diez y los niños algo menos. Alguien subió a trece y el orondo hacendado elevó la suma a quince. Volvieron las protestas del subastador, que les hizo darse la vuelta, poniéndolos de espaldas al público. Palpó los músculos de sus brazos y piernas e instó a los ofertantes a subir a la plataforma:
– ¡Anímense, caballeros! Es, sin duda, una compra excelente. Suban aquí y comprueben su complexión, sus dientes. Incluso pueden verificar que no les faltan los atributos de un buen macho.
Llegado a ese punto, a Miguel le tentó la idea de volver a emprenderla con aquel cabrón. Por fortuna, aquella parte de su anatomía no parecía interesar a los compradores. Sólo un hombre saltó a la plataforma, comprobó la fuerza de sus brazos, asintió satisfecho y volvió a bajar.
Ofreció veinte libras por cada uno, y el gordo, al parecer cansado de tanto toma y daca, anunció:
– ¡Veinticinco!
Aquella vez, el vendedor sí pareció quedar satisfecho. Nadie pujó más alto y se cerró la transacción. Poco después, los prisioneros subían a un carromato, sin que les hubieran desatado las manos, y emprendían camino hacia su nuevo destino.
6
Kelly bebió un poco de refresco y lamentó el espectáculo.
– Odio esas subastas.
La muchacha sentada frente a ella asintió y sirvió un poco más de limonada para ambas.
– Yo también -confirmó-. Pero la vida en Port Royal es así. Nosotras no podemos cambiarla. Tu tío y mi padre, como los demás, necesitan trabajadores. Mano de obra. ¿Quién iba a plantar y recolectar de no tener esclavos?
– Lo sé, Virginia, pero… ¡es tan mezquino! ¡Tan inhumano! Exponer a hombres y mujeres de esa forma, como si fuesen caballos, es humillante. Tanto para ellos como para quienes los compran.
– Los terratenientes no lo ven así.
– No. No lo ven -susurró, con un deje de sarcasmo-. En realidad, no ven nada. Me han parecido bestias. Me he sentido… degradada como persona, Virginia. Avergonzada. ¡No entiendo por qué mi tío y mi primo Edgar insisten en que los acompañe! Le he escrito a mi padre. Quiero irme de esta isla y quiero hacerlo ya. No admito la esclavitud. Si pudiera…
– Pero no puedes -la cortó, adivinando por dónde iban los pensamientos de su amiga-. Ni tú ni yo podemos hacer nada. Y debes acatar la decisión de tu padre.
– ¡Él no tiene idea de lo que es esto! -estalló Kelly-. Pero ya me he encargado yo de ponerle sobre aviso. Y te aseguro que aunque tenga que vender mis joyas para procurarme un pasaje en un barco, pienso salir de Jamaica. ¡Al infierno las órdenes de mi padre!
– Sin embargo, yo doy gracias por tenerte aquí.
– Te aseguro que vengo a la ciudad sólo por verte. De otro modo, no saldría de mi cuarto. Todo esto apesta.
– Y yo te lo agradezco. Aquí no hay muchas diversiones para una muchacha. Y sin tu compañía… También a mí me gustaría dejarlo todo y marchar a Inglaterra.
– Donde existe un gobierno podrido que permite la esclavitud en muchos de sus dominios -apostilló Kelly.
– El mundo es imperfecto, amiga mía.
– ¡El mundo es un basurero! -remató ella-. ¿De veras te irías a Inglaterra? Podrías venir conmigo.
Los ojos de Virginia, grandes y oscuros, cobraron repentina vida.
– ¿Tú crees?
– ¿Por qué no? Tu padre no se opondría si me acompañas. Y si acabo por escaparme, me gustaría tenerte como compañera de aventura. Cuando lleguemos a Londres, puedes vivir en mi casa. Estoy segura de que mi madre estaría encantada contigo.
– No sé… Tú eres muy decidida, Kelly, pero yo no me caracterizo precisamente por la osadía. Y mi padre me necesita.
– Tu padre no necesita tus cuidados, como mi tío no necesita los míos. Se valen por sí mismos. Si quieres mi opinión…
– Prefiero que no me la des -se anticipó Virginia-. Me la imagino.
– Bueno, pues piénsalo. Lo pasaríamos bien en Londres. Incluso con un gobierno corrupto, la ciudad no es Port Royal. Allí hay fiestas. Y hombres muy guapos.
A Virginia el pícaro comentario le sonó a gloria.
– ¿Crees que podría encontrar un marido como Dios manda?
– ¡Por descontado! Y te librarías de ese pesado de Beith, que te persigue como una sombra.
A Virginia se le agrió el gesto cuando Kelly hizo mención del tipo. Desde hacía más de un año, Beith era una auténtica losa. Pretendía a toda costa comprometerse con ella. Por fortuna, su padre estaba dándole largas al asunto. Pero la joven temía que, tarde o temprano, acabara por acceder. Beith era un hombre poderoso y muy rico. Cuarenta años, viudo. Ningún impedimento, por tanto, para elegir nueva esposa. Sabía que a su padre le agradaba aquella posible unión.
– Ese hombre me desagrada -le confesó-. Quiero encontrar a alguien más joven. Y más guapo. Esa condenada verruga que tiene al lado de la oreja me da escalofríos.
Kelly Colbert estalló en carcajadas, coreadas por su amiga.
Continuaron despellejando a su pretendiente y, un poco más tarde, Kelly se despidió.
– He de irme ya. Seguramente mi tío estará echando espuma por la boca. Si ha conseguido nuevos trabajadores para «Promise», querrá regresar cuanto antes. Aunque supongo que a Edgar le agradaría más quedarse unas horas en Port Royal, jugándose el dinero a las cartas.
Virginia la acompañó hasta la puerta, y una vez allí, comentó:
– ¿Dices que iba a comprar esclavos?
– Virginia, odio esa palabra.
– Que la odies no elimina la realidad de lo que son. Volviendo al tema, Kelly, tu tío estaba dispuesto a venderle diez braceros a mi padre la semana pasada. ¿Entendí mal cuando dijo que le sobraban… trabajadores?
– Cuando me he marchado del mercado, se interesaba por dos españoles. Y ha pujado por ellos.
Los ojos castaños de su amiga se ensombrecieron aún más.
– No ha dejado su odio atrás, ¿verdad?
– No. No ha olvidado, Virginia. En lo que se refiere a los españoles, su obsesión sigue latente, es casi enfermiza. Según me contaron, juró vengarse de ellos cuando mi primo Leo murió en una batalla en el mar. -Se le ensombreció el semblante-. Y si ha acabado comprando a esos dos hombres, temo por ellos. Sobre todo, por uno de ellos.
– ¿Por qué?
– No lo sé. -Un presentimiento la aturdía-. Deberías haberlo visto. Sus ojos despedían cólera. ¡Ha arremetido contra el vendedor cuando éste ha abofeteado a su compañero!