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Muchos hombres habían sido castrados para el servicio ya en época de Darío y de Alejandro, sin duda; quizás incluso desde que surgió la idea de las dinastías. Y había habido eunucos que mandaban flotas, que estaban al frente de ejércitos, que sutilmente fijaban las políticas de los Estados. A veces Yashim se veía a sí mismo como perteneciente a una extraña hermandad, el mundo de las sombras de los guardianes: hombres que desde tiempo inmemorial se habían mantenido aparte, los mejores para observar y servir. Eso incluía a los eunucos del mundo antiguo, a los del emperador de Pekín, y a la jerarquía católica europea que suministraba sacerdotes célibes para servir a los reyes de la cristiandad. El propio papa de Roma, ¿no estaba destinado a servir a los hombres y a Dios? El servicio de los hombres estériles, como sus deseos, empezaba y acababa con su muerte. Pero en vida veían por encima el constante trajín de la humanidad, inmunes a su lujuria, su preocupación por la longevidad y por la descendencia. Esos hombres castrados tenían, en el peor de los casos, una afición por las baratijas y las trivialidades, una fascinación por su propia decadencia, con una tendencia a la histeria y a las pequeñas envidias. Yashim los conocía bien.

Respecto al harén, ninguna mujer podía marcharse fácilmente, por supuesto. De modo que lo que Yashim tenía entre manos allí era, en este sentido, una cuestión más privada. Incluso el tiempo, pensó él, discurría de manera diferente en el interior. El harén podía esperar. Fuera, tal como el serasquier había advertido, sólo disponía de diez días corrientes y molientes.

Limpiándose las migajas de borek de los labios, Yashim decidió que primero acudiría al gremio y luego visitaría al serasquier. Después, según qué hubiera descubierto, iría a hacer preguntas al harén.

Capítulo 13

Mustafá el Albanés olió con sospecha el bol de callos. Le constaba que en algunos sectores de la ciudad habían adoptado doctrinas heréticas. Día a día, de eso estaba seguro, habían ido extendiendo sus peligrosas influencias sobre los miembros más débiles, más impresionables de la sociedad. Jóvenes, gente de fuera de la ciudad, incluso estudiantes de las madrasas, que deberían guardarse muy mucho, encontraban muy fácil sucumbir a los sutiles halagos de esos picaros. Algunos de ellos, Mustafá lo sabía, abusaban de la confianza que se deposita habitualmente en las autoridades. Otros -¿y quién podría decir que no eran alentados por ese funesto ejemplo?- no reconocían ninguna autoridad. Bien, pensó con expresión ceñuda, él estaba allí para poner fin a eso.

Volvió a oler. El color era el correcto: no había ningún signo evidente de innovación. Mustafá pertenecía a la escuela que seguía las máximas del Profeta, la paz sea con él. En el cambio hay innovación, la innovación conduce a la herejía, la herejía al fuego del infierno. La idea de que una buena sopa de callos necesitaba la adición de una pizca de coriandro molido era el tipo de innovación que, si no se le ponía coto, poco a poco socavaría a todo el gremio y destruiría su capacidad de servir a la ciudad como es debido. No había ninguna diferencia en que los herejes cobraran un extra por la especia o no. La confusión habría penetrado en la mente de los hombres. Donde había una debilidad de la cual aprovecharse, había un aliento para la codicia.

Mustafá volvió a oler. Levantando la cuchara de asta que colgaba en torno a su cuello como símbolo de su oficio, la hundió en el cuenco y removió el contenido. Callos. Cebollas. Regularmente cortados, ligeramente caramelizados. Hundió la cuchara hasta el fondo del bol y la examinó cuidadosamente a la luz en busca de motas o impurezas. Satisfecho, se llevó la cuchara a la boca y sorbió ruidosamente. Sopa de callos. Hizo un chasquido con los labios; sus temores se habían disipado. Fueran cuales fueran los secretos que este joven aprendiz mantenía en la parte más recóndita de su corazón, podía crear el artículo apropiado bajo demanda.

Dos ansiosos pares de ojos siguieron la cuchara hasta los labios del maestro del gremio. Vieron entrar la sopa. Oyeron cómo la sopa fluía por el paladar de Mustafá. Observaron inquietos mientras éste mantenía su mano cerca de su oreja. Y luego vieron, encantados, cómo él sonrió brevemente. Aprendizaje cumplido. Un nuevo maestro soupier había nacido.

– Es bueno. No pierdas de vista las cebollas: nunca las uses demasiado grandes. El tamaño de tu puño es el adecuado, o más pequeñas. -Exhibió su propia e inmensa zarpa y enrolló los dedos-. ¡Demasiado grande! -Sacudió el puño y sonrió.

El aprendiz se río con disimulo.

Hablaron sobre la admisión formal del aprendiz en el gremio, sus perspectivas, la importancia de sus ahorros y la probabilidad de que encontrara una vacante dentro de los próximos años. Mustafá sabía que éste era el momento más peligroso. Los soperos novatos siempre querían empezar inmediatamente, fueran cuales fuesen las circunstancias. Hacía falta paciencia y humildad para seguir trabajando para un viejo maestro mientras esperas a que una tienda quede libre.

Paciencia, sí. La impaciencia conducía al coriandro y al fuego del infierno. Mustafá se tiró del bigote y miró al joven entrecerrando los ojos. ¿Tenía paciencia? En cuanto a sí mismo, pensó Mustafá, la paciencia era su segunda piel. ¿Cómo podría haber vivido su vida y no haber adquirido paciencia más que suficiente para su redención?

Capítulo 14

Era un pedido singular. Y sumamente inverosímil, porque ¿de qué podía servirle a un hombre un caldero de juguete en esta época del año? A Mustafá el Albanés le pareció oír una palabra peligrosa susurrada en su oído. ¿No era una innovación dejar que un extraño examinara las despensas del gremio de soperos? Ciertamente parecía un insidioso precedente. Yashim parpadeó, sonrió y abrió los ojos de par en par. Suponía lo que estaba pasando por la mente del viejo maestro sopero.

– Soy conocido en palacio: los porteros de allí pueden responder por mí, si sirve de ayuda.

El ceño del maestro del gremio no se aflojaba. Sus enormes manos permanecían tranquilamente cruzadas sobre su barriga. Tal vez, pensó Yashim, jugar la carta de palacio no había sido lo adecuado: cada institución en la ciudad tenía su orgullo. Decidió probar otra táctica.

– Vivimos en tiempos extraños. No soy tan joven que no pueda recordar cuando las cosas estaban… mejor ordenadas, en general, de lo que lo están hoy. A diario, aquí mismo en Estambul, veo cosas que jamás hubiera soñado ver en mis tiempos de juventud. Extranjeros a caballo. Perros que literalmente se mueren de hambre en las calles. Mendigos procedentes del campo. Edificios derribados para dejar paso a extrañas mezquitas. Uniformes francos. -Meneó la cabeza. El maestro sopero profirió un gruñido-. El otro día tuve que devolver un par de babuchas que me habían costado cuarenta piastras: los puntos se soltaban. ¡Y sólo hacía un mes que las tenía! -Eso era totalmente cierto: Yashim le había comprado las babuchas a un miembro del gremio. Por cuarenta piastras tenían que durar al menos un año-. A veces, siento decirlo, pienso que hasta nuestra comida no tiene el mismo sabor que antes.

Yashim observó que los dedos del maestro sopero se apretaban, y se preguntó si no había ido un poco demasiado lejos. El maestro sopero se llevó una mano al bigote y se lo frotó con el índice y el pulgar.

– Soy un eunuco -dijo Yashim.

– Ajá -contestó el maestro con satisfacción. Bien, pensó, lo del palacio debía de ser verdad-. Dígame -dijo con voz cavernosa-. ¿Le gusta la semilla de coriandro? ¿En la sopa?

Ahora le tocó el turno a Yashim de fruncir el ceño.

– Es una idea peculiar -contestó.

Mustafá el Albanés se puso de pie con sorprendente agilidad.

– Vamos -dijo simplemente.

Yashim siguió al hombretón hasta el balcón que circundaba el patio. Al pie de la balaustrada, bajo soportales, los hombres estaban ocupados friendo callos. Los aprendices andaban tambaleándose arriba y abajo con cubos que llenaban de un pozo situado en el centro del patio. Un gato se escabulló por las sombras, zigzagueando entre las patas de los enormes tajos. Yashim pensó: «Hasta el gato tiene su posición aquí.»