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Bajaron por un tramo de escalera y salieron a los soportales. Un hombre que esgrimía una brillante cuchilla levantó la mirada cuando ellos aparecieron, los ojos llenos de lágrimas. Su cuchillo caía y se levantaba automáticamente sobre una cebolla pelada; la cebolla se mantuvo entera hasta que el hombre la barrió a un lado con un golpe de la hoja, y seleccionó otra de la cesta que colgaba al lado del tajo. Mecánicamente comenzó a cortarla y pelarla. Ni una sola vez bajó la vista a los dedos.

«Vaya -pensó Yashim con admiración-, qué habilidad.» El hombre de la cebolla aspiró por la nariz e hizo un gesto de asentimiento a guisa de saludo.

El maestro entró en el corredor y empezó a hurgar en su cinturón en busca de las llaves. Finalmente encontró la que quería y la sacó en una cadena. Se detuvo frente a una gruesa puerta de madera de roble, reforzada con herrajes, y metió la llave en la cerradura.

– Es una llave realmente muy vieja -observó Yashim.

– Es que se trata de una puerta muy vieja -replicó el maestro sensatamente.

Yashim estuvo a punto de añadir: «Eso no justifica lo de la llave», pero finalmente se calló. La cerradura iba dura; el maestro hizo una mueca de dolor y la llave soltó los adecuados pernos. La puerta se abrió ligeramente.

Se encontraron ante una gran sala de techo bajo, iluminada por una reja de hierro situada en la pared opuesta, muy alta. Algunos rayos polvorientos del sol invernal caían sobre una curiosa colección de objetos, alineados en estanterías a lo largo de las paredes laterales. Había cajas de madera, un montón de rollos de pergamino, así como una fila de conos de metal de diversos tamaños cuyas puntas parecían alzarse y caer como el perfil de un friso decorativo. Y allí, en la parte trasera de la sala, se levantaban tres enormes calderos.

– Todas nuestras viejas pesas -dijo el maestro.

Estaba contemplando amorosamente los conos de metal. Yashim reprimió su impaciencia.

– ¿Viejas pesas?

– Cada nuevo maestro procura, cuando lo nombran, que las pesas y medidas del gremio sean renovadas y reconfirmadas. Las viejas se almacenan aquí.

– ¿Para qué?

– ¿Para qué? -La voz del maestro reflejaba sorpresa-. Para comparar. ¿De qué otro modo podría ninguno de nosotros estar seguro de que se mantienen las normas? Yo puedo colocar mis pesas en la balanza y ver que son conformes por un pelo con las pesas que usábamos en tiempos de la Conquista.

– De eso hace casi cuatro siglos.

– Exactamente, sí. Si las medidas son las mismas, los ingredientes tienen que ser también los mismos. Nuestras sopas, ¿comprende usted?, no son solamente conformes a las normas. Son… no digo que la norma misma, pero sí una parte de ella. Una línea ininterrumpida que llega hasta nosotros desde los días de la Conquista. Como el linaje de la casa del propio Osmán -añadió piadosamente.

Yashim hizo una pausa para mostrar adecuadamente su impresión.

– Los calderos -sugirió luego.

– Sí, sí, en eso estoy pensando. Parece que falta uno.

Capítulo 15

El serasquier se sentó en el borde del diván y se quedó contemplando sus relucientes botas de montar de piel.

– Algo habremos de anunciar -dijo finalmente-. Tal como van las cosas, demasiada gente sabe lo que pasó.

Los horrorizados hombres que habían ido al desagüe habían quedado tan asustados que no fueron capaces de tocar la obstrucción en cuanto vieron de qué se trataba. Dejándolo aún atravesado en el fondo del desagüe, habían huido colina abajo a informar al responsable de los desagües de su macabro hallazgo. Éste informó al imán, que en aquel momento se disponía a subir al minarete para la llamada de la oración de la mañana. Apresuradamente, sin saber del todo lo que hacía, el imán envió al pocero a localizar la guardia de la mañana: el viejo pudo oír el sonido de la plegaria extendiéndose por toda la ciudad mientras caminaba por las calles.

No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su Profeta.

A las luces del alba, pudo verse a un grupo de hombres arremolinándose en torno al desagüe. Uno de ellos se había mareado. Otro, más duro, más valiente o más desesperado que el resto por ganarse unos cequíes de la guardia de la noche, había sacado el grotescamente deformado cadáver del desagüe y lo había dejado sobre los adoquines, donde finalmente fue depositado sobre una sábana, envuelto y subido a un carro tirado por un asno que empezó a bajar resbalando y oscilando por la pendiente hacia la Nusretiye, la mezquita de la Victoria.

El hombre que había realizado el descubrimiento se había marchado ya a su casa para que el sueño le ayudara a recuperarse del horror, o para darse un buen baño. Su compañero, menos afectado por el shock, se quedó para disfrutar de su momento de gloria con la multitud. Su historia, un poco mejorada desde su primera entrega, estaba siendo nuevamente contada con apropiados adornos a los recién llegados a la escena, y al cabo de una hora varias versiones de los hechos circulaban por toda la ciudad. A la hora del almuerzo, estas historias habían sido tan finamente pulidas que dos de ellas eran realmente capaces de entrecruzarse sin la más pequeña fricción, haciendo creer a algunas personas que aquél había sido un día de rarezas en el que una esfinge egipcia había sido desenterrada de la playa mientras que en Tophane un nido de caníbales había sido sorprendido en su sangriento desayuno.

El serasquier había interceptado aquellos rumores considerablemente más temprano, y de una forma más reconocible. Oyó que un hombre, muy posiblemente uno de sus extraviados reclutas, había sido hallado en extrañas circunstancias cerca de la mezquita de la Victoria. Envió a unos propios a la mezquita en busca de más información, y se enteró de que el cuerpo había sido colocado en un desagüe normalmente usado como retrete por algunos de los obreros de la zona. Mandó una nota a Yashim, que estaba en aquel momento comiéndose su borek en el café de Kara Davut, sugiriéndole que se reunieran en la mezquita, y se dirigió allí a investigar.

Conmocionado y repelido por la condición y aspecto del cuerpo desnudo, se volvió a sus habitaciones para encontrar a Yashim -ignorante de todo y despreocupado- examinando los lomos de los manuales militares y los reglamentos que llenaban los estantes que había frente al diván.

El serasquier se irritó mucho.

Capítulo 16

El maestro del gremio de soperos también se había irritado con Yashim. El hecho de que el extraño supiera más que él sobre el caldero que faltaba le parecía en cierta medida siniestro.

– ¿Es alguna especie de broma? -preguntó furiosamente, cuando sus ojos hubieron, más bien superfluamente, pensó Yashim, recorrido todo el almacén en una infructuosa búsqueda del enorme caldero perdido.

A fin de cuentas, difícilmente se podía ocultar un caldero del tamaño de un buey detrás de algunos rollos de pergamino y unas pesas de mano. Al mismo tiempo sentía pena por el maestro: una cosa así, estaba casi seguro, no había ocurrido jamás en toda la historia del gremio. Ahora había pasado en su turno de vigilancia: un robo.

– No puedo creerlo. Tengo la llave. -Levantó ésta y la miró fijamente, como si el objeto fuera capaz de derrumbarse y confesar su ilícito comportamiento. Luego la agitó con irritación-. Esto es sumamente irregular. ¡Veinticuatro años! -Miró airado a Yashim-. Llevo aquí veinticuatro años.

Yashim se encogió de hombros amistosamente.

– ¿Siempre lleva la llave encima?