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– ¡En nombre de Alá, duermo con mis llaves! -espetó el maestro.

– Debería cambiar la cerradura.

El maestro levantó la cabeza y se inclinó lentamente hacia Yashim.

– Dijo que venía del palacio -gruñó-. ¿Qué es esto? ¿Es una especie de inspector?

Yashim asintió lentamente con la cabeza. «Éste es un hombre -pensó- que se siente cómodo con el poder.» Volvió a mirar las manos del maestro. Los enormes dedos estaban más relajados pero aún doblados.

– Podría decirse eso. -Y, más animadamente, añadió-: ¿Cuándo vino usted aquí por última vez?

El maestro sopero dejó escapar lentamente el aire por la nariz, y, mientras lo hacía, Yashim se preguntó qué estaba considerando: ¿la respuesta a la pregunta o si llegar a responder, siquiera?

– No lo sé -dijo el otro finalmente-. Hará un mes aproximadamente. Tal vez más. No faltaba nada.

– No. ¿Quién vigila el lugar por la noche?

En Estambul lo que importaba era la gente. A quién conocías. El equilibrio de favores.

La respiración del maestro era rápida.

– ¿Cómo se vigila el local fuera de horas?

– Tenemos vigilantes. Y yo mismo duermo arriba.

– ¿Cuántos vigilantes hay?

– Oh, dos; quizás tres.

La cara de Yashim permanecía inexpresiva.

– ¿Tienen llave?

– Se lo he dicho. Duermo con mis llaves. Han de tener la llave de la puerta principal, naturalmente… Se la doy por la noche y lo primero que hago por la mañana es recogérsela.

– ¿Puedo verla?

El maestro sacó la anilla y deslizó sus dedos por un manojo de llaves. Tras dar con la correcta, se la mostró a Yashim, que enarcó las cejas. Era otra de las anticuadas, una especie de gran peine de madera, con clavijas de distinta longitud a guisa de dientes.

– Dice usted que hay dos o tres vigilantes. ¿Quiere decir dos? ¿O quiere decir tres? ¿Cuántos?

– Bueno… -El maestro se detuvo-. Depende.

– ¿De qué? ¿Del tiempo? ¿De su estado de ánimo? Lo que veo aquí es un lugar que se gobierna según el libro, ¿no? Ninguna desviación de la rutina, ninguna innovación, nada de coriandro en la sopa. ¿No es cierto?

El maestro levantó la barbilla.

– Pero cuando se trata de la vigilancia nocturna, usted no sabe cuántos vigilantes hay. ¿Dos o tres? Quizás sean cinco. Quizás ninguno.

El maestro del gremio de soperos bajó la cabeza durante un segundo. Parecía estar pensando.

– Es como le he dicho -dijo lentamente-. Siempre hay suficientes vigilantes. A veces son dos, a veces tres, tal como le he dicho. No son siempre los mismos hombres, noche tras noche, pero los conozco. Y confío en ellos; siempre lo he hecho. Hace tiempo que nos conocemos.

Yashim notó algo implorante el tono del hombre. Lo miró a los ojos.

– Son albaneses, ¿verdad?

El maestro parpadeó. Miró fijamente a Yashim.

– Sí. ¿Pasa algo?

Yashim no respondió. Alargó la mano y agarró la del maestro, mientras con la otra le cogía la manga del vestido y se la subía. El maestro se soltó con una maldición.

Pero Yashim ya había visto lo que quería. Un pequeño tatuaje, azul. No había sido lo bastante rápido para reconocer el símbolo, pero había solamente una razón por la que un hombre llevaría un tatuaje en su antebrazo.

– Podemos hablar -sugirió.

El maestro apretó los labios y cerró los ojos.

– De acuerdo -dijo .

Capítulo 17

Mientras esperaba que la ira del serasquier se fuera apaciguando por sí sola, Yashim le hacía preguntas sobre el descubrimiento del segundo cadáver, pidiendo detalles sobre la posición del desagüe y el estado del cuerpo. El esfuerzo de describir cómo estaba encajado y atado pareció rebajar la ira del oficial, pero no dejaba de apretar el dorso de una silla con sus dedos, haciéndolo crujir. Yashim se preguntó si iba a sentarse.

– Yo había pensado -terminó el serasquier amargamente- que tendríamos algo a estas alturas. ¿Tenemos algo?

Yashim se tiró de la nariz.

– Effendi. Todavía no comprendo cómo se perdieron los hombres. Se fueron juntos del cuartel.

– Sí, al menos eso tengo entendido.

– ¿Adonde fueron?

El serasquier lanzó un suspiro.

– Nadie parece saberlo. Terminaron el servicio a las cinco. Volvieron a su dormitorio y se pasaron un rato allí… Lo sé porque coincidieron en parte con los hombres que llegaban a prestar servicio por la noche.

– ¿Haciendo qué?

– No mucho, aparentemente. Holgazaneando en sus literas. Libros, algún juego de cartas, algo así. El último hombre en salir los vio jugando a las cartas.

– ¿Con dinero?

– No… No lo sé. Probablemente no. Espero que no. Eran buenos chicos.

– El hombre que los vio jugar, ¿fue el último en verlos?

– Sí.

– ¿De modo que nadie comprueba a la gente cuando sale del cuartel?

– Bueno, no. Los centinelas están ahí para vigilar a las personas que entran. ¿Por qué deberían estar atentos a las que salen?

«Para ayudar a un hombre como yo en una situación así», pensó Yashim. Ésa era una razón. Se le ocurrían otras. Una cuestión de orden y disciplina.

– ¿Salen los hombres generalmente, por la razón que sea, de uniforme?

– Hace cinco a diez años, eso no era muy corriente. Ahora, en cambio, alentamos a los hombres a llevar el uniforme en todo momento. Es mejor que la población de Estambul se vaya familiarizando con las nuevas maneras; y mejor también para los hombres. Eleva la moral.

– Y es útil para usted, también, para comprobar cómo se comportan.

El serasquier dejó asomar una extraña y forzada sonrisa.

– Eso también

– ¿Van a algún burdel tal vez? ¿Disponen de chicas? Lo siento, effendi, pero tengo que preguntar.

– ¡Esos hombres eran oficiales! ¿Qué está usted diciendo? Los hombres, sí, los hombres corrientes se ven con mujeres en la calle. Estoy al corriente. Pero éstos eran oficiales. De buena familia.

Yashim se encogió de hombros.

– Y hay buenos burdeles, también, al decir de todos. No parece muy probable que esos cuatro fueran y estuvieran sentados toda la tarde en un café bien iluminado, con sus uniformes. Ésa no es una manera de perderse, ¿verdad? En vez de ello, en algún momento, durante la tarde, sus caminos tuvieron que cruzarse con el de su secuestrador. Su asesino. En algún lugar… Oscuro, sin luz. En un barco, quizás. O en un oscuro sendero. O en algún lugar siniestro… un burdel, un salón de juego.

– Sí, ya veo.

– ¿Tengo su permiso para entrevistar a los oficiales que compartían su dormitorio?

El serasquier respiró hondo y a punto estuvo de hacer rechinar los dientes. Bajó la mirada al suelo. Yashim ya había visto esto antes. La gente quería soluciones, pero siempre confiaba en que podía conseguirlas sin provocar un escándalo. El serasquier quería hacer un comunicado público, pero no estaba, al parecer, totalmente dispuesto a correr el riesgo de ofender o alarmar a nadie. Las fuerzas del padishah, afirmaría, están trabajando incesantemente y con la absoluta confianza de descubrir a los autores de esta malvada acción… y él mismo no se creía ni una sola palabra de lo que estaba diciendo.

– Effendi, o tratamos de averiguar lo que ha pasado, o no tiene sentido que continúe.

– Muy bien. Le escribiré una nota.

– Una nota. ¿Cree usted que será suficiente? Para hablar, quizás. Pero ¿en ese lugar lóbrego servirá una nota?

El serasquier miró directamente a los ojos azules de Yashim.

– Lo apoyaré -dijo débilmente.

Capítulo 18

Yashim llegó temprano al pequeño restaurante situado bajo la Punta Gálata y eligió un tranquilo rincón que daba al canal del Bósforo. El Bósforo había hecho de Estambul lo que era: el punto de confluencia de Europa y Asia, el camino desde el mar Negro al Mediterráneo, el gran centro del comercio mundial desde los tiempos antiguos hasta la actualidad. Desde donde se encontraba sentado, podía ver la vía fluvial que tanto amaba, el espejo gris oscuro que reflejaba la forma de la ciudad que había construido la misma vía de agua.