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La lengua de mar estaba como siempre cuajada de barcos. Una montaña de blancas velas se alzaba encima de la cubierta de una fragata otomana, que daba bordadas para subir por el estrecho. Un montón de barcos de pesca de velas áuricas, ancha manga y único mástil resistían el tirón de viento de levante en dirección al mar de Mármara. Un barco del servicio aduanero pasó rápidamente impulsado por sus largos remos rojos como una pulga de agua escurridiza. Había transbordadores, y esquifes, y barcazas sobrecargadas; cúteres equipados con velas latinas procedentes de la costa del mar Negro, casas flotantes amarradas junto a la atestada entrada del Cuerno de Oro. A través de la concurrida vía de agua, Yashim apenas podía distinguir a Uskudar en la orilla opuesta, el comienzo de Asia.

Los griegos habían llamado a Uskudar Calcedonia, la ciudad de los ciegos. Al fundarla, los colonos habían ignorado el perfecto marco natural al otro lado del agua, donde siglos más tarde Constantino iba a convertir la pequeña ciudad de Bizancio en una gran urbe imperial que llevara su nombre. Durante mil años, Constantinopla fue la capital del Imperio romano en Oriente, hasta que este imperio se encogió llegando a convertirse en un pedacito de tierra en torno a la ciudad. Desde la Conquista en 1453, la urbe había sido la capital del Imperio turco otomano. Seguía siendo llamada oficialmente Constantinopla, aunque los turcos de a pie se referían a ella como Estambul. Y seguía siendo la ciudad más grande del mundo.

Mil quinientos años de grandeza. Mil quinientos años de poder. Quince siglos de corrupción, golpes de Estado y compromisos. Una ciudad de mezquitas, iglesias, sinagogas; de mercados y emporios; de comerciantes, soldados, mendigos. La ciudad que superaba a todas las ciudades, superpoblada y codiciosa.

Tal vez, reflexionaba en ocasiones Yashim, los calcedonios no habían sido tan ciegos, después de todo.

Medio había esperado que el Albanés no viniera, pero, cuando levantó la mirada, allí estaba el hombre, enorme y torvo, tapándose con la capa. Yashim hizo un gesto hacia el diván y se sentó. Llevaba un rosario de cuentas de ámbar. Pasó unas doce entre los dedos mientras miraba fijamente a Yashim.

– Alí Pachá, de Ianina -dijo el maestro sopero-. ¿Significa algo para usted ese nombre?

Alí Pachá era el señor de la guerra que mediante la astucia y la crueldad había constituido un estado semiindependiente en las montañas de Albania y la Grecia septentrional. Catorce años antes, Yashim había visto su cabeza sobre una columna a la puerta del serrallo.

– El León -dijo con voz cavernosa Mustafá-. Así lo llamábamos. Yo serví como soldado en su ejército… Era mi país. Pero Alí Pachá era astuto también. Nos trajo la paz. Yo quería la guerra. En 1806 me marché al Danubio. Allí fue donde me uní al cuerpo.

– ¿Los jenízaros?

El maestro sopero asintió.

– Como cocinero. Yo era ya cocinero, entonces. Luchar… no es gran cosa para un hombre. Para un albanés, no es nada. Pregunte a un griego. Pero cocinar…

Soltó un gruñido de satisfacción. Yashim, por su parte, juntó sus manos y sopló en ellas.

– Soy un hombre de tradición -continuó el maestro sopero-. Para mí, los jenízaros eran la tradición. Este imperio… lo construyeron ellos, ¿no? Y le resulta difícil a un intruso comprenderlo. El regimiento jenízaro era como una familia.

Yashim mostró una expresión de escepticismo.

– Todos los regimientos dicen eso.

El maestro sopero le lanzó una mirada de desprecio.

– Dicen eso porque tienen miedo, y deben luchar juntos. Eso no es nada. Había hombres en el cuerpo que me gustaban porque podían manejar un halcón, o hacer poesía, mejor de lo que nadie en el mundo hasta entonces, o en el futuro. Créame. Había un valiente luchador que temblaba como una hoja antes de cada batalla, pero que luchaba por diez. Cuidábamos unos de otros, y nos amábamos, sí; ellos me amaban porque yo podía hacerles comida en cualquier parte, del mismo modo que un zapatero remendón procuraría calzarnos incluso aunque no tuviera más que corteza y agujas de pino para trabajar. Éramos más que una familia. Teníamos un mundo dentro de un mundo. Teníamos nuestra propia comida, nuestra propia justicia, nuestra propia forma de religión. Sí, sí, la nuestra. Hay diversas maneras de servir a Alá y a Mahoma. Ir a la mezquita es una de las maneras, la que practica la mayoría. Pero nosotros, los jenízaros, éramos en nuestra mayor parte karagozi.

– Está usted diciendo, entonces, que ser jenízaro era practicar una forma de sufismo.

– Desde luego. Era uno de los rituales de ser un jenízaro. Las tradiciones, ya sabe.

Las tradiciones. En 1806, el sultán Selim había empezado a adiestrar un ejército paralelo a los jenízaros. En este sentido había sido un precursor de la Nueva Guardia de Mahmut. Pero Selim, a diferencia de Mahmut, había tenido poco tiempo para organizarse. El resultado fue que cuando los jenízaros se rebelaron contra su sultán lo aplastaron y destruyeron su ejército. Los rebeldes jenízaros habían sido conducidos por Bayraktar Mustafá Pachá, comandante en el Danubio.

– De modo que usted estaba allí -sugirió Yashim- cuando Selim se vio obligado a renunciar al trono, en favor de su hermano Mustafá.

– ¡El sultán Mustafá! -El albanés repitió el título con desprecio y escupió-. Se ciñó la espada de Osinán, quizás, pero era rabioso como un perro. Al cabo de dos años, el pueblo pensaba en la manera de hacer que volviera Selim. Bayraktar había cambiado de opinión también, como el resto de nosotros. Estábamos en Estambul, en el viejo cuartel, y durante una noche entera rezamos pidiendo consejo, hablando con los derviches karagozi.

– ¿Les dijeron lo que debían hacer?

– Asaltamos el Palacio de Topkapi al día siguiente. Bayraktar cruzó las puertas, llamando a Selim.

– Y entonces -recordó Yashim- Mustafá ordenó que Selim fuera estrangulado. Junto con su primito… por si acaso.

El maestro sopero inclinó la cabeza.

– Así fue. El sultán Mustafá quería ser el último de la casa de Osmán. Si hubiera sido el último, pienso que habría sobrevivido. Se dijera lo que se dijese de los jenízaros, éramos leales a la Casa. Pero Alá tenía otros designios. Aunque Selim fue asesinado, el primito escapó vivo.

«Gracias a una madre de rápidas reacciones», reflexionó Yashim. En el momento crucial, con los hombres de Mustafá registrando el palacio con sus arcos preparados, la astuta francesa que él ahora conocía como la Valide había escondido a su chico bajo una pila de ropa sucia. Mahmut se convirtió en sultán por la gracia de un montón de ropa sucia.

– ¿Estaba usted allí?

– Yo estaba en el palacio cuando trajeron al chico a Bayraktar Pachá. Vi la mirada en el rostro del sultán Mustafá; si antes había parecido loco, entonces… -El maestro sopero se encogió de hombros-. El muftí principal no tenía más elección que emitir una fatwa deponiéndolo. Y Mahmut se convirtió en sultán.

»Por mi parte, yo estaba cansado del servicio militar. Rebelión, luchar en palacio, el asesinato de Selim. -Hizo un gesto con el brazo-. Arriba y abajo, aquí y allá. Ya tenía bastante. -El maestro sopero aspiró profundamente, y soltó el aire-. Dejé el cuerpo a la primera oportunidad. Yo era un buen cocinero, y tenía amigos en Estambul. En cinco años ya estaba trabajando por mi cuenta.

– ¿Renunció usted a su paga, también?

Muchos hombres habían estado en la nómina, cobrando un salario de jenízaro y disfrutando de todos los privilegios del cuerpo, sin la más mínima intención de participar en la guerra. Era un chanchullo muy conocido.