– Mahmut -dijo Valide abruptamente-, se me ocurre una buenísima explicación. La asesina te quiere a ti.
– ¿A mí? -dijo el sultán frunciendo el ceño.
– No en la cama, tonto. Quiere matarte.
– Ajá. Estaba oscuro, y ella confundió a alguna ambarina hurí con su sultán y la estranguló antes de darse cuenta de su error.
– Por supuesto que no.
– Pues ¿para qué sirvió esa chica, entonces? ¿Para prácticas de estrangulamiento?
La Valide levantó la cabeza.
– Tal vez -admitió-. Supongo que eso podría exigir cierta práctica. No creo que muchas de las chicas hayan hecho muchos ejercicios de estrangulamiento antes de venir.
Dio unos golpecitos al cojín que tenía a su lado, y Mahmut se sentó.
– Me preocupa más que ella pudiera simplemente estar apresurando el momento -continuó la Valide-. Tiene su lugar en la cola. Más tarde o más temprano, estará a solas contigo. Ella quiere que sea más pronto. Entonces te matará.
– ¿De modo que lo que hace es acabar con la bonita muchacha y correr un sitio en la lista? Entiendo.
– Haces que parezca ridículo, pero llevo aquí mucho más tiempo que tú y sé exactamente cómo unas cosas ridículas pueden volverse extremadamente serias. Confía en mí. Confía en la intuición de una madre.
– Confío en ti, naturalmente. Pero lo que no veo es por qué la asesina tiene tanta prisa. Y matando a la chica ha hecho ir más despacio las cosas, de todos modos. Después de esto, no tendré por qué ver a ninguna de ellas durante días. Mis nervios, madre.
– Hace las cosas más seguras. Te podrías haber encaprichado de esa desgraciada muchacha. A lo mejor te habrías quedado con ella durante un montón de semanas. Quizás te habría frotado los pies como a ti te gusta.
Y le lanzó una mirada de complicidad. Él sonrió con pesar. La mujer conocía los secretos de todo el mundo.
– Y está el edicto, ¿no? El gran anuncio. Si mueres, no habrá ningún edicto. ¡No me digas que no hay alguien que quiera asesinarte por eso!
– ¿Quitarme de en medio a tiempo, quieres decir?
– Exactamente. Me parece que deberías enviar a buscar a Yashim inmediatamente.
– Lo he hecho. Está trabajando en ello.
– Tonterías. No está trabajando en ello. No le he visto aquí en todo el día.
Capítulo 20
Yashim, en realidad, había encontrado tiempo para visitar el harén aquel día; pero había ido discretamente, sin avisar a nadie, simplemente a ver dónde había sido hallado el cuerpo, y dónde había vivido la muchacha.
Su habitación, que había compartido con otras tres muchachas, tenía camas de hierro y varias filas de perchas en las cuales las jóvenes colgaban sus ropas y las bolsas que contenían los jabones perfumados que les gustaban, algunos chales y babuchas, retales de ropa y los brazaletes y joyas que poseían. Como cariyeler, doncellas del harén, sus compañeras de cuarto no habían sido aún ascendidas al rango de gözde, pero lo estaban esperando.
Dos muchachas habían extendido una sábana vieja a través de la cama, y estaban ocupadas depilándose con un pegajoso ungüento verde que cogían de un cuenco de latón situado sobre una pequeña mesilla de noche octogonal. Una de ellas, de ojos verdes y piel pálida, estaba untándose cuidadosamente con la espátula cuando Yashim llegó a la puerta y se inclinó. La chica levantó la barbilla en un gesto de saludo despreocupado.
– ¿El lecho de la gözde? -preguntó Yashim.
La muchacha que estaba de rodillas hizo un ademán con su espátula.
La otra chica, que tenía los brazos extendidos, levantó la cabeza, miró su propio cuerpo y entrecerró los ojos.
– Tendrían que quitar sus cosas, pobrecita -dijo-. No es muy agradable para nosotras.
– Lo siento -se disculpó Yashim-. Sólo quería ver lo que hay. -Deslizó sus manos por los vestidos de la muchacha, luego sacó de un tirón dos bolsas de las perchas y vació su contenido sobre la cama-. Debisteis de ser amigas.
La muchacha que estaba arrodillada bajó de la cama y cruzó en busca de una visión mejor. Llevaba su codo separado del cuerpo para mantener el ungüento de su sobaco al aire, y con una mano tiró de su pelo hacia atrás formando una cola de caballo. Su piel era olivácea, y sus labios oscuros como vino añejo, el mismo color de los pezones de sus pechos, que se alzaban en finas curvas.
Yashim miró hacia atrás y después desparramó las pertenencias que había encima de la vacía cama.
– Ella era de mi talla -dijo la muchacha, alargando la mano para coger una pieza arrugada de ropa blanca-. Todos lo sabíamos.
La chica de la cama soltó una risita.
– ¡Lo era!
La muchacha agitó la cosa en su mano y luego la acercó a su pecho, moviendo su brazo libre de forma que le cruzara uno de sus senos; las blancas cintas de tela se balanceaban contra su barriga. Había algo tan inocente y obsceno en su gesto que Yashim se ruborizó.
La muchacha de la cama le ahorró tener que hablar.
– Quítatelo, Nilu. Da grima. ¿Has venido, lala, a llevarte sus cosas?
Nilu dejó que el bustier cayera revoloteando sobre la cama y se volvió hacia su amiga.
Yashim examinaba cuidadosamente las pertenencias de la gözde.
– ¿Cómo era? -preguntó.
La muchacha llamada Nilu se encaramó a la cama de su amiga; Yashim oyó crujir el somier. Se produjo un silencio.
– Era… bueno, no estaba mal.
– ¿Era una amiga?
– Era simpática. Tenía amigas.
– ¿Y enemigas? -dijo Yashim dándose la vuelta.
Las dos muchachas estaban sentadas una al lado de la otra, mirándolo.
– ¡Ay! -La muchacha se metió de pronto una mano entre las piernas-. ¡Me escuece!
Saltó de la cama, sus pálidos senos balanceándose, con una mano metida entre sus esbeltas piernas.
– Vamos, Nilu. Tengo que lavarme.
Nilu alargó la mano para coger una toalla de la percha.
– Tenía amigas -dijo. Correteó hacia la puerta-. Montones de amigas -añadió volviendo la cabeza.
Capítulo 21
– Bien, hola, preciosa.
La que hablaba era una esquelética mujer de unos cuarenta años que llevaba una reluciente peluca negra, un bustier de lentejuelas de pechos acolchados, una larga y diáfana falda y un par de grandes babuchas de perlas. Llevaba también demasiado maquillaje. Eso la hacía parecer más vieja, observó Yashim con una leve punzada de disgusto.
Pero ¿hacía cuántos…, dieciocho años? Ambos ya eran mayores cuando él llegó por primera vez a la ciudad con el séquito del gran príncipe-mercader fanariota, Giorgos Mavrocordato. Mavrocordato había visto rápidamente dónde residía el talante de Yashim, poniéndolo a trabajar en los libros de contabilidad por su cultivada escritura, y mandándolo al puerto a recabar información útil. Pidiéndole que estudiara los manifiestos e identificara nuevos artículos de comercio. Yashim había aprendido mucho, y, con su don para las lenguas -un don mayor incluso si ello era posible que el de su patrono, que hablaba turco otomano, griego esclesiástico y demótico, rumano, armenio y francés, pero bastante mal el ruso, y nada de georgiano-, se había vuelto indispensable para el clan Mavrocordato. Poseía el talento de hacerse invisible, una habilidad para mantenerse discreto y hablar poco, de manera que la gente tendía a pasar por alto su presencia.
Pero aunque estaba agradecido por las largas horas que mantenían su mente despierta, sin embargo el viejo tormento, tanto peor porque lo llevaba a flor de piel, había crecido en la pesada atmósfera de comercio y política, una secreta agonía entre secretos. Ser un eunuco era, para Yashim en aquella época, la gramática de un lenguaje que no podía comprender. De modo que se había sentido aislado en la sociedad más cosmopolita de Europa.