Pero eso fue solamente el comienzo. Uno habría pensado, ¿verdad?, que todo el mundo vería la locura de los extranjeros, ¿no? Pues no fue así. Los egipcios trataban aún más de parecerse a ellos. Habían visto cómo los franceses andaban por todas partes, comportándose como los amos en los dominios del sultán. Lo atribuían a los pantalones, a las armas especiales que los franceses habían abandonado, a la forma como los soldados franceses marchaban y se movían, luchando como un solo cuerpo en el desierto, aunque caían como moscas.
Nuevas formas. Nuevas cosas que salían de libritos. Personas que siempre estaban garabateando y garabateando, con la nariz pegada a sus libros hasta que sus ojos se volvían rojos por el esfuerzo. Fingiendo comprender la jerigonza francesa.
Napoleón. Había matado al rey francés, ¿no?, invadido el Dominio de Paz, cegando los ojos de sus propios hombres y de todo el mundo. ¿Por qué nadie más podía ver lo que estaba pasando? Y aquellas joyas… ¿íbamos a vendernos por unas baratijas?
Aunque fueran valiosas.
Era una lástima que la muchacha hubiera visto. Malaria fue algo inesperado, y peligroso. Quizás una reacción exagerada. Ella podría no haber visto nada, ni comprendido nada. Tal vez tenía otras cosas en su cabeza. Una sonrisa secreta de triunfo y esperanza en su bonita cara. Nada parecido al aturdimiento con que peleaba por respirar, viendo a quién pertenecían las manos que le rodeaban el cuello. Las manos que habían cogido las joyas.
Ah, bueno, estaban los demás. Debía actuar rápidamente, sin remordimientos.
Una bola de saliva aterrizó en el lapislázuli y empezó a deslizarse lentamente por el montante de la letra «N».
Capítulo 23
Preen sintió la quemazón del ouzo en su garganta y luego cómo el licor caía a plomo, como si fuera algo vivo, en el pozo de su vacío estómago. Volvió a dejar el vaso sobre la mesita baja y cogió otro.
– ¡A la salud de las hermanas!
Un círculo de pequeños vasos osciló en el aire, tintineó y fue devuelto a la mesa por cinco muchachas de cabello negro como ala de cuervo y aspecto ligeramente demasiado maquillado. Una de ellas hipó, luego bostezó y se estiró como un gato.
– Se acabó -dijo-. A dormir tocan.
Las demás se rieron agudamente. Había sido una buena velada. Los hombres, silenciosos mientras las köçek bailaban, habían demostrado su reconocimiento a la manera tradicional, introduciendo monedas bajo las costuras de su ropa cuando las danzarinas se acercaban bailando. No siempre se podía decir, pero la casa había tenido un aspecto limpio y los caballeros parecían sobrios. Era una especie de reunión, ella nunca averiguó exactamente de qué tipo.
Le gustaba que sus caballeros fueran sobrios, pero tras una actuación a ella no le importaba emborracharse un poquito también. Pidieron el carruaje para que los dejara en lo alto de la calle que conducía a los muelles, y anduvieron bamboleándose en la oscuridad hasta llegar a la puerta de una taberna que conocían. Era griega, por supuesto, y estaba llena de marineros. Lo que en sí mismo no era malo, pensó Preen con un esbozo de sonrisa, porque dio la casualidad de que dos de ellos les lanzaron miradas subrepticias de vez en cuando, dos jóvenes, y más bien guapos, que ella no conocía. Sólo pescadores de las islas, pero con todo…
Otras dos chicas decidieron marcharse, pero Preen prefirió quedarse. Sólo ella y Mina, juntas. Otra copa, quizás.
Estaba tomando la segunda cuando los marineros se decidieron. Eran de Lemnos, tal como ella había supuesto, y habían vendido una gran captura en el mercado aquella mañana, por lo que estaban un poquito alegres en su última noche en la ciudad, y con dinero para gastar. Al cabo de unos minutos, Preen observó que la mano del hombre quemada por el sol se dirigía hacia su pierna. «¡Vamos, sigue -sonrió-, sigue!»
Pero con el rabillo del ojo vio a un hombre bajito, ligeramente encorvado, con la cara picada de viruelas, que entraba en la taberna. Yorg era uno de los rufianes del puerto, una de la multitud de comadrejas que durante el día abordaba a los recién llegados y les ofrecía alojamiento barato, una visita a su hermana, o, si le parecía prudente, una copa gratis en su local. El local de Yorg, naturalmente, era un burdel donde macilentas muchachas procedentes del campo recibían a cliente tras cliente, noche tras noche, hasta que eran soltadas en las calles o eran liquidadas y arrojadas al Bósforo. Formaban parte del detrito humano que vagaba por los muelles y alrededor de los hombres que zarpaban de éstos. En cualquier caso, su esperanza de vida no era larga.
Preen se estremeció. Muy amablemente apartó la mano que acababa de posarse en su muslo, le puso un
dedo sobre los labios al marinero y se deslizó por su lado, con un centelleo de su elegante cintura. «Ya se esperará», pensó. Ahora mismo, tenía un trabajito que hacer. A una chica no le gusta faltar a sus promesas.
Capítulo 24
Hay una zona de Estambul, bajo las murallas de la ciudad, en la cabecera del Cuerno de Oro, que nunca ha sido completamente urbanizada. Quizás el terreno es demasiado inclinado para construir en él, quizás en la época de los bizantinos estaba prohibido edificar tan cerca del palacio de los césares. De manera que había subsistido hasta comienzos del siglo XIX como una especie de descuidado yermo, salpicado de rocas y de achaparrados árboles.
Si se sabía adonde mirar, se podía descubrir a algunos hombres viviendo allí, y a veces a mujeres también; pero no era muy juicioso husmear en aquel lugar durante mucho rato. Algunos de los habitantes de esta parcela estaban más a menudo fuera de su casa por la noche que durante el día, y a todas horas un aire de resignada criminalidad vagaba entre los cansados árboles y las pequeñas cuevas y grietas donde se había cuidadosamente acumulado una parte de la basura de la ciudad, para formar una deprimente especie de refugio. Todo tipo de chabolas, pequeños guetos, habían sido hábilmente construidos por unas oscuras personas que de alguna manera habían conseguido filtrarse a través de la red de la caridad… o escapar a la soga del verdugo.
De vez en cuando las autoridades de la ciudad ordenaban un peinado de la ladera de la colina, pero invariablemente la mayor parte de sus habitantes parecían escapar sigilosamente, sin ser vistos. Los barridos levantaban un montón de basura que era quemada a los pies del barranco, a veces un extraño cadáver, quizás de un perro salvaje muerto de hambre o de alguien demasiado alejado del mundo para hacer algo más que mirar, con ojos que no veían, esa emanación de seres procedentes de una ciudad que ellos habían perdido y olvidado desde hacía mucho tiempo. Los ruidosos hombres, armados con largos palos, finalmente se marchaban; los moradores de la colina regresaban silenciosamente, y la construcción de refugios volvía a comenzar.
Alguien estaba ahora buscando a tientas su camino, muy lentamente, por el barranco, moviéndose sin hacer ruido y cuidadosamente de roca en roca. Brillaba una pequeña luna, pero de vez en cuando un espeso banco de nubes la ocultaba completamente durante varios minutos; y en uno de estos interludios de oscuridad, la figura se detuvo, esperando, escuchando.
– ¿Todo tranquilo?
La respuesta llegó en un susurro.
– Todo tranquilo.
Dos hombres se entrecruzaron a tientas en la oscuridad. El recién llegado se dejó caer, con los pies por delante, en una estrecha cueva, se puso de cuclillas y apoyó la espalda contra la pared.
Minutos más tarde, las nubes se separaron. La débil luz de la luna mostró al hombre todo lo que necesitaba ver. Una cajita de opio, apoyada contra la pared. Una oscura pila de lo que él sabía que eran los uniformes. Y, en la parte trasera de la cueva, a dos hombres, atados y amordazados. La cabeza de uno de ellos estaba inclinada hacia atrás, como si estuviera dormido. Pero los ojos del otro estaban abiertos de par en par, llameantes como los de un animal aterrorizado.