Al resto se les había permitido desaparecer. Tres de ellos, quizás algunos más, habían encontrado empleo en el gremio de soperos, tal como Yashim sabía.
Lo cual dejaba, si las cifras eran una guía, un montón de hombres sin contabilizar que vivían una vida tranquila, discreta, en alguna parte. Criando familias. Ganándose la vida. Bueno, eso sería un shock para el sistema.
Yashim se recostó en la silla y contempló los totales. Un montón de tristes, pesarosos hombres.
Aproximadamente cincuenta mil.
Capítulo 29
El imán puso mala cara. ¿Podía excusarse con otro compromiso? Sabía que el eunuco rezaba en su mezquita, pero nunca habían hablado. Hasta hoy. Se acercó a él después de la plegaria del mediodía y le rogó su atención un momento. Y el imán inclinó la cabeza amablemente antes de darse cuenta de quién estaba preguntando.
Cuando el eunuco cogió el ritmo de sus pasos detrás de él, el imán reflexionó que no tenía ningún derecho a negar su simpatía, o su consejo. No quería mentirle. Además, ya era demasiado tarde. No obstante, la conversación que iban a mantener le daba mala espina.
¿Cómo podía un hombre ser un buen musulmán si tantos de aquellos caminos por los que un musulmán se acercaba a Dios estaban, por así decirlo, ya bloqueados? El imán se consideraba un maestro, ciertamente. Pero buena parte de sus enseñanzas estaban íntimamente relacionadas con la familia. La bendición de los niños, la regulación que era adecuada para la vida de matrimonio. Él daba consejos a los padres sobre sus hijos, y a los hijos sobre sus padres. Enseñaba a los hombres -y a las mujeres- cómo comportarse en el matrimonio. Maridos descarriados. Esposas celosas. Llegaban a él como ante un juez, con preguntas. Era trabajo suyo considerar estas preguntas, y responder sí o no; generalmente a través de preguntas las parejas llegaban a una comprensión de su posición. Él los guiaba hacia las preguntas correctas: a lo largo del camino tenían que examinar su propia conducta, a la luz de las enseñanzas del Profeta.
¿Cómo podía discutir con una criatura que no tenía familia?
Llegaron a su habitación. Un diván, una mesa baja, una jarra sobre una bandeja de latón. Algunos cojines. La habitación estaba sobriamente amueblada, pero seguía siendo suntuosa. Desde el suelo hasta la altura del hombro, las paredes estaban decoradas con un fabuloso tesoro de azulejos de siglos de antigüedad, procedentes del mejor período de los hornos de Iznik. Los dibujos azules, geométricos, parecían haber sido realizados ayer mismo: resplandecían brillantes y puros, captando la luz del sol que se filtraba a través de las ventanas sobre sus cabezas. En el rincón, una negra estufa proyectaba un agradable calorcillo.
El imán hizo un gesto hacia el diván, mientras él permanecía de pie dando la espalda a la estufa.
El eunuco sonrió, un poco nerviosamente, y se instaló en el diván. Se quitó las sandalias con un simple gesto de los pies antes de esconderlos bajo el albornoz. Interiormente el imán lanzó un gemido. Éste, pensó, iba a ser difícil. Deslizó la yema de un dedo por una ceja.
– Hable.
Su voz retumbó. Yashim quedó impresionado. Estaba acostumbrado a encontrarse con personas que tenían algo que ocultar, su discurso empañado por la duda y la vacilación, y aquí tenía a un hombre que podía darle respuestas selladas con autoridad. Ser un imán era vivir sin incertidumbres. Para él siempre habría una respuesta. La verdad era palpable. Yashim envidió esta seguridad.
– Quiero averiguar algo sobre los karagozi -dijo.
El imán dejó de alisarse la ceja cuando ésta se levantó.
– ¿Perdón?
Yashim se preguntó si no se había equivocado al decirlo. Y repitió:
– Los karagozi.
– Son una secta prohibida -dijo el imán.
No solamente las palabras erróneas, pensó Yashim, sino también el hombre erróneo. No podía serlo más. Empezó a ponerse en pie, dando las gracias al imán por su aclaración.
– Siéntese, por favor. ¿Quiere saber algo de ellos?
El imán había levantado una mano. Una discusión sobre doctrina, un caso enteramente distinto. El imán sintió que le habían quitado un gran peso de los hombros. No tenían necesidad de hablar de lujuria, o de sodomía, o de lo que fuera que los eunucos deseaban hablar cuando visitaban a su imán. De si era posible para un hombre sin cojones disfrutar de las huríes en el paraíso.
Yashim volvió a sentarse.
– Los karagozi eran prominentes en el cuerpo jenízaro -observó el imán-. Quizás ya sabe usted eso…
– Sí, desde luego. Sé que no eran ortodoxos, también. Quiero saber en qué formas no lo eran.
– El jeque Karagoz era un místico. Eso fue hace mucho tiempo, antes de la Conquista, cuando los otomanos eran todavía un pueblo nómada. Tenían alguna mezquita, aquí y allá en las ciudades y pueblos que habían conquistado a los cristianos. Pero los luchadores eran gazi, guerreros santos, y no estaban acostumbrados a vivir en las ciudades. Ansiaban la verdad, pero resultaba difícil para maestros e imanes vivir entre ellos. Muchos de esos gazi turcos escuchaban a sus antiguos babas, sus padres espirituales, que eran hombres sabios. Digo sabios, pero no todos estaban iluminados.
– ¿Eran paganos?
– Paganos, animistas, sí. Algunos, no obstante, estaban tocados por las palabras del Profeta, la paz sea con él. Pero incorporaban a sus doctrinas gran parte de las viejas tradiciones, muchas enseñanzas esotéricas, incluso errores que habían recogido de los no creyentes. Debe usted recordar que aquéllos eran tiempos tumultuosos. El pequeño Estado otomano estaba creciendo, y muchos turcos eran atraídos hacia él. A diario, se enfrentaban a nuevas tierras, nuevas gentes, creencias poco familiares. Resultaba difícil para ellos comprender la verdad.
– ¿Y los jenízaros?
– El jeque Karagoz forjó el vínculo. Imagínese: los primeros jenízaros eran hombres jóvenes, inseguros de su fe, porque habían sido arrancados de las filas de los incrédulos y tenían que olvidar muchos errores. El jeque Bektash se lo hacía más fácil. Ya conoce usted la historia, por supuesto. Estaba con el sultán Murad, que creó por primera vez el cuerpo jenízaro a partir de los prisioneros que hizo en sus guerras balcánicas. Cuando el jeque los bendijo, con su mano extendida, cubierto su brazo por una larga manga blanca, esa manga se convirtió en la marca del jenízaro, el tocado que llevaban como una garceta en sus turbantes.
– ¿De modo que el jeque Karagoz era un baba?
– En cierto sentido, sí. Vivió un poco más tarde que los últimos babas de tradición turca, pero los principios eran los mismos. Sus enseñanzas eran islámicas, pero hacían hincapié en el misterio y la unión sagrada.
– ¿Unión sagrada?
El imán apretó los labios.
– Me refiero a la unión de las fes, la unión con Dios. Decimos, por ejemplo, que sólo hay un camino hacia la verdad, y que éste está escrito en el Corán. El jeque Karagoz creía que había otros caminos
– Como los derviches. Estados de éxtasis. La liberación del alma de la prisión del cuerpo.
– Exactamente, pero los medios eran diferentes. Podríamos decir, más primitivos.
– ¿Y eso?
– Un verdadero adepto se consideraba por encima de todos los lazos y reglas terrenales. De modo que romper las reglas era una forma de mostrar su lealtad a la hermandad. Bebían alcohol y comían cerdo, por ejemplo. Las mujeres eran admitidas en las mismas condiciones que los hombres. Dejaban de lado gran parte de la clara guía del Corán, como algo poco importante, o incluso no pertinente. Semejantes transgresiones ayudaban a crear un vínculo entre ellos.
– Entiendo. Quizás eso hacía más fácil para el nacido cristiano aproximarse al islam.