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– A corto plazo, estoy de acuerdo. No tenían que renunciar a tantos de sus bajos placeres. Ya sabe usted cómo pueden ser los soldados.

Yashim asintió. Vino, mujeres y canciones: la letanía de las fogatas de campamento, en todas las épocas.

– Si ignoraban la guía del Corán -dijo lentamente-, ¿qué clase de guía recibían?

– Muy buena pregunta. -El imán juntó sus dedos-. En cierto sentido, ninguna. El verdadero karagozi no creía más que en sí mismo: creía que lo auténtico era el alma que persistía en cada estado… Creación, nacimiento, muerte y más allá. Las reglas no importaban. Pero lo ridículo es que tenía reglas propias, también. Números mágicos. Secretos. Supersticiones. Un karagozi no deja su cuchara sobre la mesa, o permanece quieto en un umbral, ese tipo de cosas.

»Obedecer las insignificantes regulaciones de la orden le permitía quebrantar las leyes de Dios. No es extraño que toda clase de indeseables fueran atraídos hacia la orden karagozi. No exageremos. El impulso original, aunque confuso, era puro. Los seguidores karagozi se consideraban musulmanes. Es decir, asistían a las plegarias en la mezquita, como todo el mundo. El elemento karagozi era otra capa en su lealtad espiritual, una capa secreta. Se organizaban en logias, tekke. Lugares de reunión y plegaria. Había muchas, en Estambul y otras partes.

– ¿Todos los karagozi eran jenízaros?

– No. Pero todos los jenízaros eran karagozi, en un sentido general. Que no es lo mismo. Quizás, amigo mío, hemos ido demasiado rápido al hablar de ellos y sus doctrinas. ¿Y el golpe a los jenízaros? Un contratiempo. Quizás, a fin de cuentas, productivo. ¿Sabe usted?, la fe puede avivarse en la adversidad. Me imagino que no hemos oído la última palabra sobre los karagozi. Tal vez no bajo ese nombre, pero las corrientes de espiritualidad a que ellos recurren son profundas.

– Pero están proscritos, como usted ha dicho. Prohibidos.

– Ah, bueno, aquí en Estambul, sí. Pero han hecho un largo camino. Antaño escucharon a un baba de la estepa. Desde entonces han cruzado el corazón del islam, el Dominio de Paz, y actualmente se encuentran en sus fronteras. Como centinelas, quizás. -El imán sonrió-. No me mire usted tan sorprendido. La doctrina de los karagozi ganó muchas fronteras para el islam. Quizás vuelva a hacerlo.

– ¿Qué fronteras? ¿A qué se refiere?

– Son fuertes donde uno esperaría que lo fueran. En Albania. Donde los jenízaros siempre fueron fuertes.

Yashim asintió.

Hay un poema. Usted parece saber un montón de cosas, de modo que tal vez sepa ésta también.

Recitó los versos que había hallado clavados en el Árbol de los Jenízaros:

Sin saber

e inconscientes de la ignorancia,

se extienden.

Huye.

Sin saber

e inconscientes de la ignorancia,

buscan.

Enséñales.

El imán frunció el ceño.

– Es, creo recordar, un verso karagozi. Sí, lo conozco. Sumamente esotérico, ¿no le parece? Típicamente secretista. Los versos finales ofrecen alguna forma de ilustración mística, por lo que puedo recordar.

– ¿Versos finales?

– Sí. -El imán parecía sorprendido-. El poema que usted ha citado está incompleto. Me temo que no lo recuerdo del todo.

– Pero ¿podría, tal vez, averiguarlo?

– Por la gracia de Dios -dijo el imán plácidamente-. Si está usted interesado, podría intentarlo.

– Se lo agradecería mucho -dijo Yashim, y se puso en pie.

Se hicieron mutuas reverencias. Y justo en el momento en que Yashim se daba la vuelta para irse, el imán volvió la cara hacia la ventana.

– Misterios sufíes -dijo suavemente-. Hermosos a su manera, pero etéreos. No creo que tengan mucho significado para la gente corriente. O quizás, no lo sé, demasiado. Hay mucha pasión, e incluso fe, en esta clase de poesía, pero al final no resulta adecuada para los creyentes. Es demasiado libre, demasiado peligrosa.

«No sé muy bien si es libre -pensó Yashim-. Pero peligrosa, sí lo es. Ciertamente peligrosa. Incluso asesina.»

Capítulo 30

La vio bajar por la calle cimbreándose, alta y graciosa, y, por encima de todo, desafiante: desafiante hacia los hombres que la miraban. Cuando se encontraba a pocos metros de distancia de él, empezó a andar lentamente y a mirar a su alrededor. Él levantó una mano y le hizo una seña para que cruzara.

Ella arrastró un taburete y se sentó. Un grupo de hombres que estaban jugando a las tablas reales en la mesa vecina miraron con curiosidad y evidente estupefacción. Pero Preen no lo notó, o no le importó.

– Café -dijo.

Yashim pidió dos, evitando la inquisitiva mirada del camarero. No por primera vez en su vida, quiso ponerse de pie y dar una explicación. «Ella no es, en realidad, una mujer, de modo que todo está como debería estar. Es un hombre, disfrazado de mujer.» Pero admiraba su coraje al venir al café. Lanzó una mirada torva a los viejos.

Descontando una pizca de maquillaje, el rubor de las mejillas de Preen era auténtico. Mejoraba su aspecto, pensó Yashim.

– No podemos hablar aquí -dijo-. Me iré a casa, y tú puedes venir…

– Hablaremos aquí -replicó ella a través de sus dientes apretados.

El muchacho sirvió los cafés y empezó a limpiar con un trapo el polvo de la mesa de al lado. Yashim captó su mirada y movió tajantemente la cabeza. El muchacho se largó, decepcionado.

– Tengo razones para ser discreto, Preen.

Ella aspiró por la nariz. Su pecho se alzó y bajó:

– ¿Qué razones?

Él la miró fijamente.

– Tienes muy buen aspecto -dijo.

– ¡Basta ya!

Su voz sonaba dura, pero ella mantenía los ojos fijos en la mesa y movía lentamente la cabeza de un lado a otro. Un atisbo de placer.

– Es mejor que no nos vean juntos en este momento. Es mi trabajo confundirme con el entorno, deslizarme sin ser visto. En cuanto a ti, bueno, no estoy seguro de en qué nos hemos metido.

– Ya soy mayorcita -dijo Preen.

Su labio temblaba. Yashim sonrió. Preen se tapó la boca con una mano y le lanzó una mirada. Luego soltó una risita.

– Oh, ya sé que soy traviesa, corazón. Sencillamente, no puedo evitarlo. Tenía que hacer algo un poco alocado, ver a alguien que me gusta. Y también escandalizarlos. Sentirme viva. -Dejó que un estremecimiento de placer corriera por su cuerpo-. He estado hablando con el hombre más desagradable de Estambul.

Yashim enarcó sus cejas.

– Me asombra que puedas estar tan segura.

– ¿Y si te dijera que es un rufián jorobado, de los muelles? Estoy segura. Dice que alguien vio a tus amigos la otra noche.

Yashim se inclinó hacia delante.

– ¿Dónde?

– Tratándose de un tipo sórdido como ése, en algún lugar sorprendentemente salubre. ¿Es salubre la palabra, Yashim?

– Quizás. Tu… informador… ¿no estuvo allí personalmente?

– No me lo dijo. ¿Quieres saber dónde?

– Claro que quiero saberlo.

– Es una especie de jardines -explicó Preen-, Junto al Bósforo.

– Ah.

Quizás salubre sí era la palabra que buscaba Preen: todas las cosas son relativas, a fin de cuentas.

– Hay un quiosco allí, aparentemente, del todo limpio. Hay incluso algunas lámparas en los árboles. -La voz de Preen tenía un deje de nostalgia-. Puedes sentarte allí y charlar, y observar los barcos, y tomar café o fumarte una pipa.

O tener una cita, pensó Yashim. Los Jardines Yeyleyi fueron antaño un lugar favorito para la corte. El sultán llevaba a sus mujeres de merienda allí, entre los árboles. Eso debía de suceder hacía casi un siglo. Los sultanes dejaron de ir cuando el lugar se popularizó; con el tiempo los jardines se hicieron más o menos populares. No enteramente respetables, los Jardines Yeyleyi habían sido la clase de lugar donde los amantes solían arreglar sus encuentros, comunicándose en el tierno y semisecreto lenguaje de las flores. En estos tiempos los encuentros eran más espontáneos, pero tanto o más calculados, y más venales. Podía perfectamente imaginar que visitaban el lugar -algo esperanzadamente- lo que el serasquier llamaba muchachos de buena familia.