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La Nueva Guardia finalmente les había ajustado las cuentas. Eso había ocurrido diez años atrás, la noche del 16 de junio de 1826, el Acontecimiento Propicio, como la gente se refería con prudencia a él. Aquí mismo, en Estambul, artilleros de la Nueva Guardia destrozaron a los jenízaros en sus cuarteles, poniendo un merecido final a cuatro siglos de terror y de triunfo.

– La revista será un éxito -gruñó el serasquier-. La gente verá la espina dorsal de este imperio, irrompible, inquebrantable. -Dio media vuelta, cortando el aire con el borde de su mano-. Fuego certero. Instrucción precisa. Obediencia. Nuestros enemigos, así como nuestros amigos, sacarán sus propias conclusiones. ¿Comprende usted?

Yashim se encogió ligeramente de hombros. El serasquier levantó la barbilla y soltó un resoplido por su nariz.

– Pero tenemos un problema -dijo.

Yashim continuaba mirándolo; había transcurrido mucho tiempo desde que fuera despertado a altas horas de la noche y convocado a palacio. O a los cuarteles. Miró por la ventana: aún estaba oscuro; el cielo, frío y nublado. Todo empieza en la oscuridad. Bien, su trabajo era arrojar luz.

– ¿Y en qué consiste, exactamente, su problema?

– Effendi Yashim. Le llaman a usted lala, ¿no es verdad? Yashim lala, el guardián.

Yashim inclinó la cabeza. Lala era algo honorífico, un título de respeto dado a algunos eunucos de confianza que atendían a familias ricas y poderosas, cuidaban de sus mujeres, vigilaban a sus hijos, supervisaban el hogar. Un lala corriente era algo entre un mayordomo y un ama de llaves, una niñera y un jefe de seguridad: un guardián. Yashim creía que el título le cuadraba.

– Pero, por lo que yo puedo saber -dijo el serasquier lentamente-, carece usted de ningún lazo permanente. Sí, tiene usted vínculos con el palacio. Igualmente con las calles. De manera que esta noche le invito a que se considere usted ligado a nuestra familia, la familia de la Nueva Guardia. Durante diez días, a lo sumo.

El serasquier tosió. Yashim abrió los ojos y preguntó:

– ¿La familia, quiere decir, de la que es usted el jefe?

– Es una manera de hablar. Pero no voy a dármelas de padre de esta familia. Me gustaría considerarme más bien como una especie de, de…

El serasquier parecía incómodo: daba la impresión de que la palabra no le acudía a la mente. La repugnancia hacia los eunucos, sabía Yashim, era algo tan innato entre los otomanos como su recelo hacia las mesas y las sillas.

– Piense en mí como… un hermano mayor. Le protejo. Confíe en mí. -Hizo una pausa y se secó la frente-. ¿Tiene, em, familia, tal vez?

Yashim ya estaba acostumbrado a esto: incomodidad, atemperada por la curiosidad. Hizo un movimiento con la mano, ambiguo. Que siguiera preguntándoselo. No era asunto suyo.

– La Nueva Guardia debe ganarse la confianza de la gente, y también la del sultán -prosiguió el serasquier-. Ése es el propósito de la revista. Pero ha ocurrido algo que puede estropear las cosas.

Le tocó ahora a Yashim sentir curiosidad, y notó como una especie de escalofrío en la nuca.

– Esta mañana -explicó el serasquier-, fui informado de que cuatro de nuestros oficiales habían faltado a la instrucción matutina. -Se detuvo y frunció el ceño-. Debe usted comprender que la Nueva Guardia no es como cualquier otro ejército que el imperio haya conocido. Disciplina. Trabajo duro, paga justa y obediencia a un oficial superior. Nosotros comparecemos siempre en la instrucción. Sé lo que estará usted pensando, pero estos oficiales eran jóvenes caballeros particularmente excelentes. Diría que eran la flor y nata de nuestro cuerpo, al tiempo que nuestros mejores oficiales artilleros. Hablaban francés -añadió, como si eso lo resumiera todo. Quizás fuera así.

– ¿De modo que habían asistido a la universidad de ingeniería?

– Cursaron con las notas máximas. Eran los mejores.

– ¿Eran?

– Por favor, un momento. -El serasquier levantó una mano hasta la frente-. Al principio, a pesar de todo, yo pensaba como usted. Supuse que habían tenido alguna aventura y que reaparecerían más tarde, muy avergonzados y compungidos. Yo, desde luego, estaba dispuesto a arrancarles la piel a tiras: el cuerpo entero se mira en estos jóvenes, ¿sabe? Ellos marcan, como dicen los franceses, la tónica.

– ¿Habla usted francés?

– Oh, sólo un poquito. El suficiente.

La mayor parte de los instructores extranjeros de la Nueva Guardia, sabía Yashim, eran franceses u hombres de otras nacionalidades -italianos, polacos- que habían sido arrastrados a los enormes ejércitos que Napoleón había reunido para realizar sus sueños de conquista universal. Diez, quince años antes, terminadas finalmente las guerras napoleónicas, algunos de los restos de la Grande Armée consiguieron llegar a Estambul para formar parte del séquito del sultán. Pero aprender francés era cosa de jóvenes, y el serasquier estaba frisando los cincuenta.

– Continúe.

– Cuatro hombres buenos desaparecieron de sus barracones anoche. Cuando no se presentaron esta mañana, le pregunté a uno de los banjee, los encargados de la limpieza, y descubrí que no habían dormido en sus literas.

– ¿Y siguen desaparecidos?

– No. No, exactamente.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Uno de ellos fue encontrado esta noche. Hará unas cuatro horas.

– Eso es bueno.

– Fue hallado muerto en una olla de hierro.

– ¿Una olla de hierro?

– Sí, sí. Un caldero.

Yashim parpadeó.

– ¿Debo entender -dijo lentamente- que el soldado estaba siendo guisado?

Los ojos del serasquier estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.

– ¿Guisado? -repitió débilmente. Aquello era un refinamiento que él no había considerado-. Pienso que debería usted venir a echar una ojeada.

Capítulo 4

Dos horas más tarde, Yashim había visto todo lo que deseaba ver por una mañana. Por muchas mañanas.

Tras llamar a un portador de linterna, el serasquier lo había acompañado hacia el este a través de las vacías calles, siguiendo la columna vertebral de la ciudad, en dirección a los establos imperiales. Ante la mezquita de Bayaceto, las antorchas parpadeaban en la oscuridad; pasaron por delante de la Columna Quemada, junto a la entrada del Gran Bazar, ahora cerrado e inmóvil, reteniendo la respiración mientras guardaba sus tesoros durante la noche. Más adelante, al lado de la mezquita de Sehzade, encima del acueducto romano, tropezaron con el vigilante nocturno, que los dejó pasar cuando vio de quiénes se trataba. Finalmente llegaron a los establos. Los establos, como la propia Guardia, eran nuevos. Habían sido levantados justo bajo la loma, en el lado sur, en una zona que estaba vacía desde la eliminación de los jenízaros diez años antes, cuando sus enormes y laberínticos barracones habían sucumbido al bombardeo y consiguiente incendio.

Hallaron el caldero, tal como el serasquier había descrito. Se alzaba en un rincón de uno de los nuevos establos, rodeado de la paja para el descanso de los animales e iluminado por grandes lámparas de aceite globulares suspendidas con pesadas cadenas de una viga muy por encima de sus cabezas. Los caballos, le explicó el serasquier a Yashim, habían sido llevados a otro lugar.