– Fue la agitación de los caballos lo que sacó todo el asunto a la luz -añadió-. No les gusta el olor a muerto.
Yashim no había entendido, cuando el serasquier se lo describió, que el caldero fuera tan grande. Tenía tres cortas patas y dos anillos de metal a los costados para que sirvieran de asas. Aun así, Yashim apenas podía ver por encima del borde. El serasquier le trajo un taburete de los que se usaban para subir al caballo y Yashim se encaramó a él para mirar al interior de la inmensa olla.
El soldado muerto seguía con su uniforme. Se encontraba en posición fetal, en el fondo del caldero, cubriendo toda la base; sus brazos, atados por las muñecas, estaban alzados, tapándole el rostro e imposibilitando la visión de éste. Yashim bajó del taburete y se limpió las manos, aunque el borde del recipiente estaba perfectamente limpio.
– ¿Sabe usted quién es?
El serasquier asintió con la cabeza.
– Osmán Berek. Cogí su bolsa. Vea…
Vaciló.
– ¿Bien?
– Lamento decirlo, pero el cuerpo no tiene rostro.
Yashim sintió un escalofrío de aversión.
– ¿No tiene rostro?
– Yo… me metí dentro. Le di la vuelta sólo un poquito. Pensé que lo reconocería, pero… eso es todo. Su cara ha sido acuchillada, cortada. Desde debajo de la barbilla hasta por encima de las cejas. Lo hicieron, pienso, de un solo golpe.
Yashim se preguntó cuánta fuerza era necesaria para separar la cara de un hombre de su cuerpo de un golpe. Se dio la vuelta.
– ¿El caldero está siempre aquí? Parece un lugar extraño para un caldero.
– No, no. El caldero ha aparecido con el cuerpo.
Yashim se quedó mirando fijamente.
– Por favor, effendi. Son demasiadas sorpresas. Eso si es que no tiene usted alguna más.
El serasquier consideró la situación.
– No, eso es todo. El caldero simplemente apareció durante la noche.
– ¿Y nadie oyó o vio nada?
– Los mozos de cuadra no oyeron nada. Estaban dormidos en las buhardillas.
– ¿Las puertas están atrancadas?
– Habitualmente, no. Por si se produce un incendio…
– Claro.
Según un antiguo dicho, Estambul sufría tres males: le peste, el fuego y los intérpretes griegos. Había demasiados viejos edificios de madera en la ciudad, y estaban demasiado juntos: hacía falta sólo una fortuita chispa para reducir zonas enteras de la ciudad a cenizas. Los no llorados jenízaros habían sido también los bomberos de la ciudad. Era típico de su moral degenerada el que hubieran combinado sus deberes de apagafuegos con la más provechosa ocupación de pirómanos, exigiendo sobornos para apagar incendios que ellos mismos habían desencadenado. Yashim recordaba vagamente que los jenízaros habían sido destinados a una torre contra incendios situada en un extremo de sus viejos barracones, torre que irónicamente se derrumbó en el incendio de 1826. Posteriormente el sultán había ordenado la construcción de una extraordinaria nueva torre contra incendios en Bayaceto, una columna de piedra de 85 metros de altura, rematada con una galería saliente para los vigilantes del fuego. Muchas personas pensaban que la torre de Bayaceto era el edificio más feo de Estambuclass="underline" era sin duda el más alto, se levantaba en la tercera colina de la ciudad. Resultaba notable, con todo, que hubiera menos alarmas por el fuego estos días.
– ¿Quién halló el cuerpo, entonces?
– Yo. No, no se sorprenda. Me llamaron a causa del caldero, y porque los mozos de la cuadra estaban preocupados por el estado de los caballos. Fui el primero en echar una mirada a su interior. Soy un militar. He visto a hombres muertos en el pasado. Y… -vaciló- había ya empezado a sospechar lo que podría ver. -Yashim callaba-. No revelé nada. Ordené que sacaran los caballos y atrancaran las puertas. Eso es todo.
Yashim dio un golpecito al caldero con la uña del dedo, lo cual produjo un débil sonido. Volvió a golpear.
El serasquier y él se miraron mutuamente.
– Es muy ligero -observó Yashim.
Se quedaron en silencio por un momento.
– ¿Qué piensa usted?
– Pienso -dijo el serasquier- que no tenemos mucho tiempo. Hoy es jueves.
– ¿La revista?
– Dentro de diez días. Tenemos diez días para averiguar lo que les está ocurriendo a mis hombres.
Capítulo 5
Había sido una mañana difícil. Yashim fue a los baños, lo enjabonaron y machacaron su cuerpo y yació durante largo rato en la cálida estancia antes de volver a casa con frescas ropas recién lavadas. Finalmente, tras haber estudiado mentalmente la cuestión de todas las formas que fue capaz de imaginar, en un esfuerzo por encontrar una pista, retornó a lo que siempre había considerado lo mejor.
¿Cómo encuentras a tres hombres en una ciudad decadente, medieval y envuelta en la niebla, de dos millones de personas?
Ni siquiera lo intentas.
Simplemente, cocinas.
Poniéndose de pie se dirigió lentamente al otro lado de la habitación, en donde reinaba la oscuridad. Rascó un fósforo y encendió la lámpara. Ajustó la mecha hasta que la luz ardió de forma firme y brillante, iluminando la aseada disposición de la cocina, una mesa alta y una fila de cuchillos de afilado aspecto, suspendidos en medio del aire por un soporte de madera.
Había un cesto en un rincón, y de él Yashim sacó varias cebollas pequeñas y duras. Las peló y las cortó, primero en un sentido y luego en el otro, mientras ponía un cazo al fuego y echaba en él suficiente aceite de oliva para dorarlas. Cuando éstas empezaron a cambiar de color, echó en el cazo unos puñados de arroz, que sacó de un cacharro de barro.
Mucho tiempo atrás había descubierto lo que significaba cocinar. Fue aproximadamente por la misma época en que empezó a sentir repugnancia hacia sus esfuerzos por conseguir una gratificación sensual más grosera, y se resignó a unos placeres más elegantes. No es que, hasta entonces, él hubiera considerado el cocinar como una tarea de mujeres, los cocineros en el imperio podían ser de ambos sexos. Pero había pensado en ello, quizás, como una ocupación para los pobres.
El arroz quedó bien repartido, de manera que echó un puñado de pasas y otro de piñones, un terrón de azúcar y un grueso pellizco de sal. Sacó un tarro de la estantería y se sirvió una cucharada de cremosa salsa de tomate que mezcló en una taza de té llena de agua. Vertió la taza de agua en el arroz, produciendo un siseo y levantando una nube de vapor. Añadió un pellizco de menta seca y molió un poco de pimienta. Removió el arroz, luego lo tapó y dejó el cazo en la parte trasera de la cocina.
Había comprado los mejillones ya limpios, aquellos grandes mejillones de ocho centímetros que crecían en Therapia, un poco por encima del Bósforo. Metió una hoja de cuchillo entre las valvas y los abrió, para después ponerlos en un cuenco con agua. El arroz estaba medio cocido. Cortó pepinillos, muy finos, los añadió a la mezcla y lo volcó todo en un plato para enfriarlo. Escurrió los mejillones y los rellenó utilizando una cuchara. Cerró las valvas antes de colocarlos en una sartén. Agregó un poco de agua caliente de la tetera, puso una tapa y colocó la sartén al fuego.
Cogió un pollo, lo partió a cuartos, machacó unas nueces con la hoja plana del cuchillo y preparó acem yahnisi, con zumo de granada.
Cuando hubo hecho eso, tomó un jarro de cuello de cisne lleno de agua y muy cuidadosamente se lavó primero las manos, luego la boca, el cuello y finalmente sus partes íntimas.
Cogió su estera y rezó. Cuando hubo terminado enrolló la estera otra vez y la depositó en una hornacina.
Pronto, le constaba, recibiría una visita.
Capítulo 6
Stanislaw Palieski andaría por los cincuenta y cinco años, y exhibía un círculo de apretados rizos grises alrededor de su calva, así como un par de llorosos ojos azules cuya expresión de suplicante tristeza se contradecía con la fuerza de su mentón, el tamaño de su romana nariz y la firme determinación de su boca, que en este momento estaba comprimida en una estrecha raja por la lluvia y el viento que retornaban con fuerza de la costa de Mármara.