Paseaba, como hacía todos los jueves por la noche, a lo largo de la calle que iba de la Nueva Mezquita hasta el Cuerno de Oro, constituyendo una llamativa figura con su chistera y levita. Tanto una como otra habían visto mejores tiempos; antaño negra, la levita se había transmutado por el uso y los húmedos aires de Estambul en algo que se asemejaba más al verdemar; el lustre del terciopelo del sombrero de copa se había gastado en muchos lugares, particularmente alrededor de la copa y en el borde. Como se acercaban un par de damas envueltas en su chador, acompañadas de su escolta, se bajó cortésmente a la calzada y se tocó de forma automática el borde de su sombrero a guisa de saludo. Las damas no hicieron señal alguna de reconocer su saludo, pero se balancearon un poco, y Palieski pudo oír un murmullo apagado y una risita. Sonrió para sus adentros y se subió nuevamente a la acera para reanudar su camino.
Entonces algo tintineó en su bolsa, y se detuvo para comprobarlo. Nada prohibía explícitamente al representante diplomático acreditado de una potencia extranjera pasear por la ciudad transportando dos botellas de vodka de hierba de bisonte de 52°, pero Palieski no tenía ganas de ponerlo a prueba. Por una parte, no estaba seguro de que ningún edicto, nunca, en toda la tumultuosa historia de la ciudad, hubiera dictaminado que transportar licor era un delito merecedor de azotes. Por otra parte, su inmunidad diplomática era a lo sumo una frágil especie de favor. No tenía cañoneras a su disposición que pudieran subir por el Bósforo y bombardear al sultán para crear en él un estado de ánimo más sumiso, si las cosas iban mal, como el almirante Duckworth había hecho para los ingleses en 1807. Tampoco tenía medios para ejercer presión a nivel de gobierno como habían hecho los rusos en 1712, cuando su embajador fue encarcelado en la vieja prisión de las Siete Torres. Cuarenta años antes, los gobernantes de Rusia, Prusia y Austria habían enviado sus ejércitos a Polonia para borrar el país del mapa. Palieski, la verdad, no disponía de gobierno alguno.
El embajador imperial polaco en la Sublime Puerta arregló los trapos húmedos que protegían sus botellas, tensó nuevamente los cordeles de su bolsa, y anduvo a través de una serpenteante serie de calles y callejones hasta llegar a una pequeña porte cochére situada en uno de los callejones traseros del barrio antiguo, cerca del Cuerno de Oro. La puerta era pequeña porque estaba hundida: sólo las tres quintas partes superiores aparecían por encima del nivel del fangoso suelo. Un grupito de niños pasó como un torbellino por el lado de Palieski, dando otra capa de brillo a la espalda de su vieja chaqueta. Una campanilla tintineante, sostenida entre los dedos, anunció la aproximación de un hombre en un diminuto carro tirado por un asno, que se abría camino con milagrosa precisión entre los estrechos intersticios de las cerradas calles medievales. Apresuradamente, Palieski llamó a la puerta. La abrió una vieja que llevaba una toca azul, y que silenciosamente se echó hacia atrás para permitirle la entrada. Palieski, inclinándose, dio un paso adentro justo en el momento en que el carro pasaba con un golpeteo de diminutos cascos y un grito del hombre que llevaba las riendas.
Fuera, la luz, la poca que había, se estaba debilitando; dentro, aparentemente nunca había llegado. Palieski se preguntó por un momento si la luz del sol había llegado a penetrar en aquel lugar durante los últimos mil quinientos años. El hundido marco de la puerta, había sospechado el diplomático durante mucho tiempo, era un primitivo trabajo bizantino, y no tenía razón alguna para imaginar que la oscura barandilla de madera, a la que se estaba ahora aferrando cuando giraba, ciega pero decididamente, mientras subía, no fuera bizantina, como la piedra de la casa, como los alféizares de las ventanas y la tal vez romana bóveda sobre su cabeza.
En lo alto de la escalera hizo una pausa para recuperar el aliento y analizar la peculiar mezcla de fragancias que se filtraban por la iluminada rendija que había al pie de la puerta que se alzaba ante él.
Yashim el Eunuco y el embajador Palieski eran unos amigos inverosímiles, pero firmes.
– Nosotros somos dos mitades, que juntas forman un todo, tú y yo -había dicho una vez Palieski, después de beber más vodka del que le hubiera convenido de no ser por el hecho, que él sostenía firmemente, de que sólo la hierba amarga que éste contenía podía mantenerlo sano y salvo-. Yo soy un embajador sin país y tú… un hombre sin testículos.
Yashim había considerado esta observación, antes de indicar que Palieski podía, algún día, recuperar su país; pero el embajador polaco había hecho un gesto de rechazo, estallando en sollozos.
– Tan probable como que a ti te crezcan testículos, me temo. Nunca. Nunca. ¡Los muy cabrones!
No mucho rato después, se había quedado dormido, y Yashim tuvo que contratar a un mozo para que lo llevara de vuelta a casa sobre sus espaldas.
El empobrecido diplomático olisqueó el aire y adoptó una expresión de astuta amabilidad egoísta. El primero de los olores correspondía a cebolla; y también a pollo, eso podía asegurarlo. Reconoció el oscuro aroma de la canela, pero había algo más que encontraba difícil de identificar, acre y con olor a fruta. Volvió a oler, cerrando con fuerza los ojos.
Sin más vacilación o ceremonia, abrió la puerta y entró de un salto en la habitación.
– ¡Yashim! ¡Yashim! ¡Tú alejas nuestras almas de las puertas del infierno! Acem yahnisi, si no estoy equivocado… igual que la fesinjan persa. Pollo, nueces… ¡y el zumo de una granada! -declaró.
Yashim, que no le había oído entrar, se dio la vuelta asombrado. Palieski vio cómo su cara se desencajaba.
– Vamos, vamos, joven. Yo comía este plato antes de que te destetaran. Esta noche, démosle con toda sinceridad un nuevo y apropiado nombre. El embajador estaba de mal humor, ¡y ahora está encantado! ¿Qué te parece?
Ofreció las botellas a su anfitrión.
– ¡Todavía están frías! ¡Tócalas! ¡Maravilloso! Un día cogeré una linterna y bajaré a esa bodega para averiguar de dónde viene esa agua helada. Puede que sea una cisterna romana. No me sorprendería. ¡Qué hallazgo!
Se frotó las manos mientras Yashim, sonriendo, le tendía un vaso de vodka. Permanecieron por un momento mirándose el uno al otro, luego echaron hacia atrás los dos la cabeza simultáneamente y bebieron. Palieski se lanzó de cabeza sobre los mejillones.
Iba a ser una larga velada. Y fue una larga velada. A la hora de la plegaria del alba, Yashim se dio cuenta de que le quedaban sólo nueve días.
Capítulo 7
La calle de los Hojalateros corría un poco por encima y al oeste de la mezquita de Rustem Pachá, que estaba medio construida en los callejones y culs-de-sac que rodeaban las entradas de la parte sur del Gran Bazar. Como la mayor parte de los barrios de los artesanos, consistía en un estrecho embudo de talleres abiertos, cada uno de ellos no mayor que un gran armario, donde los herreros trabajaban con forja, fuelles y martillos sobre los artículos corrientes de su profesión: cazos de estaño, pequeñas teteras, cajas de débiles bisagras o toscas tapas de todos los tamaños y formas, desde las pequeñas latas redondas utilizadas para almacenar kohl y bálsamo de tigre hasta baúles armados destinados a los marineros y al comercio de telas. Hacían cuchillos y tenedores; hacían medallas e insignias; monturas de gafas y conteras para bastones. Cada uno de ellos trabajaba en una especialidad, desviándose raras veces, si es que alguna, de, digamos, la implacable producción de amuletos diseñados para contener un papel en el que estaban inscritos los noventa y nueve nombres de Dios hasta, por ejemplo, la perpetua manufactura de cajas de alfileres. Eran reglas de los gremios, dictadas cientos de años antes por los jueces del mercado y por el propio sultán, y sólo se quebrantaban en muy especiales circunstancias.