¿Constituiría la fabricación de un enorme caldero, se preguntó Yashim, una circunstancia especial?
El mercado de objetos de hojalata no era un lugar al que acudieran las multitudes que infestaban algunas de las otras industriosas vías públicas de Estambuclass="underline" los mercados de comida, los bazares de especias, los fabricantes de zapatos. Hasta la calle de los Herreros estaba más transitada. De manera que Yashim anduvo con tranquilidad por en medio de la calle, atrayendo algunas miradas. Una vez que los herreros se hubieron convencido de que se trataba de un extranjero, dejaron de pensar en él. No les preocupaba mucho descubrir si era rico, pobre, gordo o delgado, porque no era probable que ningún hombre vivo fuera a producirles mayor beneficio que el modesto provecho de que disfrutaban por su calidad de miembro del gremio. Nadie iba a detenerse y a mostrarse dispuesto a comprar – a un precio absurdo- ninguna de sus vulgares manufacturas. Las reglas del gremio eran fijas: había una calidad, y un precio, ni más ni menos.
Y Yashim sabía todo esto. Por el momento simplemente observaba. La mayor parte de los herreros trabajaban en la entrada de sus tiendas, muy cerca de la luz y el aire, y lejos de los humeantes hornos que resplandecían al fondo. Desde allí, golpeando incesantemente con sus martillos, creaban una serie de pequeños productos. Yashim levantó la mirada. La habitual serie de celosías sobre su cabeza anunciaba las viviendas de los hombres, sus mujeres y sus hijos. Los aprendices, pensó Yashim, debían de dormir en las tiendas.
Giró para entrar en un patio y miró hacia atrás. A través de un callejón lleno de basura, se accedía a los pisos superiores por desvencijadas escaleras que conducían, en todos los casos, a un humilde portal del que colgaba una desteñida alfombra, o una manta cortada en cintas para impedir la entrada de las moscas. Luego venían, imaginó, los llanos tejados, donde las mujeres podían ir durante el día a tomar un poco el aire sin ser vistas. Y, por la noche, ¿quién utilizaba aquellos tejados? Bastantes personas, supuso: nunca se podía estar seguro. Encogiéndose de hombros, desechó una débil idea y regresó a su inspección del patio.
El sonido de los martillos golpeando el estaño era más débil aquí. Resonaba en el patio como la nota musical de unas ranas que cantaran en un lago cercano. Pocos estañeros trabajaban en los nichos del propio patio. Éste servía, en vez de ello, como caravasar, donde los comerciantes de hojalata compraban la materia prima del negocio y la vendían, en función de la demanda, a los herreros del exterior. Aquí se amontonaban gruesas capas de hojalata en formas aparentemente aleatorias; y sus propietarios se sentaban entre ellas en unos taburetes bajos, en silencioso contraste con el arrítmico tintineo de la calle más allá, bebiendo té y pasando las cuentas de su rosario. De vez en cuando uno de ellos realizaba una venta: el estañero cortaba la hoja, el comerciante de hojalata la pesaba y el estañero se la llevaba.
Yashim deambuló para echar una última ojeada. Los objetos de mayor tamaño… faroles, por lo general, y baúles, estaban ante las tiendas. Pero Yashim se sintió satisfecho de descubrir que en ninguna parte, ni dentro ni fuera, hubiera un lugar donde pudiera construirse discretamente un caldero con una base lo bastante grande para que un hombre cupiera en él.
Alguien, pensó, lo habría visto.
Y esa persona, pensó, se hubiera quedado lógicamente desconcertada. ¿Por qué, en nombre de Dios, debería alguien querer hacer un caldero de estaño?
¡Y de semejante tamaño! El mayor caldero que nadie había visto desde… ¿cuándo?
Yashim se quedó helado. A su alrededor los hojalateros seguían cantando con sus golpes aquel pajaril y carente de significado himno triunfal a la laboriosidad y la destreza, pero él ya no oía nada. Supo, en un momento, cuándo había ocurrido eso.
Diez años antes. La noche del 15 de junio de 1826.
Capítulo 8
Yashim sintió como si llamara la atención en el momento en que la idea relampagueó en su mente. Era como si esa sospecha le hubiera hecho resplandecer.
En un café cercano, el propietario le trajo una taza del negro brebaje mientras Yashim miraba calle abajo, con unos ojos que no veían. En el fondo de su mente, el ruido de los hojalateros golpeando insistentemente con sus martillos se había fundido con el recuerdo de aquel terrible sonido, diez años atrás, de los jenízaros golpeando sus calderos vueltos boca abajo. Se trataba de una antigua señal que nadie en el palacio, o en las calles, o en los hogares de la ciudad, podía dejar de comprender. Era la madre de todos los estrépitos, y significaba que los jenízaros querían más.
Significaba que querían sangre.
A través de los siglos, aquel penetrante y siniestramente insistente ruido de los jenízaros golpeando sus calderos había sido el preludio de la muerte en las calles, de hombres hechos pedazos, del sacrificio de príncipes. ¿Siempre había sido así? Yashim sabía perfectamente lo que los jenízaros habían conseguido. Cada hombre era seleccionado a partir de una leva entre los más duros, apropiados y despabilados muchachos cristianos. Y eran traídos a Estambul, obligados a renunciar a la fe de los campesinos de los Balcanes que les habían educado, para jurar lealtad como esclavos del sultán, que cabalgaba al frente de ellos, para convertirlos en un cuerpo militar. Una terrible máquina de guerra que los sultanes otomanos habían lanzado contra sus enemigos en Europa.
Si el Imperio otomano inspiró temor en todo el mundo conocido, fueron los jenízaros los que metieron ese miedo en los no creyentes. La conquista de Sofía y de Belgrado. Estambul mismo, arrebatado a los griegos en 1456. La península Arábiga y, con ella, las Ciudades Santas. Mohacs, en 1526, donde la flor y nata de la caballería húngara fue exterminada en sus sillas, y Solimán el Magnífico, quien condujo a sus hombres hasta Buda, y, fugazmente, hasta las puertas de la propia Viena. Rodas y Chipre, Egipto y el Sahara. Vaya, los jenízaros habían llegado incluso hasta Francia en 1566, pasando un año entero en Toulon.
Hasta que -¿quién podría decir el motivo?- las victorias terminaron. Las condiciones del reclutamiento cambiaron. Los jenízaros pidieron permiso para casarse. Solicitaron el derecho a dedicarse a comerciar cuando no estuvieran guerreando, para dar de comer a sus familias. Alistaron a sus hijos en el cuerpo, y el cuerpo se fue mostrando cada vez más reticente a luchar. Pero seguían siendo peligrosos. Cargados de privilegios, trataban despóticamente a la gente corriente de la ciudad. Concebidos para morir luchando en las solitarias fronteras de un imperio que no paraba de extenderse, gozaban de todo el permiso e inmunidad que el pueblo y el sultán podían otorgar a unos hombres que pronto serían mártires. Pero ya no buscaban ese martirio. Los hombres que habían sido enviados a aterrorizar a Europa hicieron un sencillo descubrimiento: era más fácil -y mucho menos peligroso- aterrorizar en casa.
El palacio hacía esfuerzos por razonar con los jenízaros. Esfuerzos por disciplinarlos. En 1618, el sultán Osmán intentó acabar con ellos, y ellos lo hicieron matar, como Yashim sabía, comprimiéndole los testículos, un modo de ejecución que no dejaba rastro en el cuerpo. Un hombre especial, una muerte especial. Se consideraba apropiado para un miembro de la familia imperial. Incluso posteriormente, en 1635, Murad IV reunió a treinta mil jenízaros y los hizo marchar hacia la muerte en Persia. Pero el cuerpo sobrevivió.
Y de una forma lenta, dolorosa, los otomanos habían llegado a comprender que ya no podían defenderse adecuadamente por sí solos. Nada dignos de confianza, los jenízaros seguían insistiendo en que eran el supremo poder militar. Se habían vuelto inexpugnables. El pueblo llano los temía. En el comercio, se aprovechaban de sus privilegios para ser unos rivales temibles. Se comportaban de forma amenazadora e insolente. Y se paseaban bravuconamente por las calles de la ciudad blandiendo armas y soltando groseras blasfemias. Ante el Palacio de Topkapi, entre Aya Sofía y la Mezquita Azul, se encontraba el espacio abierto destinado al entrenamiento de los jenízaros, el Atmeidan, el antiguo Hipódromo de los bizantinos. En él se levantaba un viejo, enorme, árbol junto al cual los jenízaros siempre se habían concentrado al primer signo de cualquier conflicto. Alrededor del descortezado y sucio tronco del Árbol de los Jenízaros gravitaba el centro de su mundo, del mismo modo que en palacio se hallaba el centro de gobierno otomano y en Aya Sofía el corazón de su fe. Bajo sus ramas, los jenízaros daban a conocer sus quejas y secretos, y tramaban sus motines. De las balanceantes ramas del árbol, también, colgaban los cuerpos de los hombres que les habían contrariado: ministros, visires, funcionarios del tribunal, sacrificados a su ansia de sangre por una aterrorizada sucesión de débiles y vacilantes sultanes.