Выбрать главу

Mientras tanto, los infieles estaban arrebatando tierras que habían sido conquistadas por los ejércitos del sultán en el nombre del islam. Hungría fue la primera. En Egipto, Alí Pachá, el albano, se basó en la experiencia de la invasión napoleónica para entrenar a los fellahin como soldados, al estilo occidental. Y cuando Grecia fue arrancada del corazón de un imperio donde uno de cada dos hombres era griego por la lengua, fue el golpe de gracia final. Los egipcios habían mantenido el fuerte durante algún tiempo. Había que felicitarlos. Tenían instrucción y disciplina; tenían táctica y armas modernas. El sultán comprendió el mensaje y empezó a entrenar a su propia fuerza al estilo egipcio: la Nueva Guardia del serasquier.

Eso había sido diez años antes. El sultán dio la orden de que los jenízaros debían adoptar el estilo occidental de la Nueva Guardia, sabiendo que eso los provocaría y ofendería. Y los jenízaros se rebelaron al instante. Preocupándose sólo por sus privilegios y supervivencia, se lanzaron contra el palacio y los novatos de la Nueva Guardia. Pero se habían vuelto más estúpidos y perezosos. Eran despreciados por el pueblo. El sultán se había preparado. Cuando los jenízaros dieron la vuelta a sus calderos, la noche del jueves 15 de junio, se tardó sólo un día en realizar con medios modernos lo que nadie había conseguido en trescientos años. Al llegar la noche del 16, un moderno y eficiente fuego de cañón había reducido los cuarteles de los amotinados a unas humeantes ruinas. Miles de ellos habían muerto ya. El resto, huyendo para salvar la vida, murieron en las calles de la ciudad, en los bosques que había al otro lado de los muros, en los agujeros y guaridas en los que se escondieron para sobrevivir.

Fue un trauma, reflexionó Yashim, del que el imperio aún esperaba recuperarse. Algunas personas tal vez no se recuperarían nunca.

Capítulo 9

Un hombre con mugre hasta los codos y un delantal de cuero estaba trabajando en una linterna en la calle, ante su tienda. Con un par de tenazas daba forma a las láminas de estaño, juntándolas con una destreza que Yashim se limitó simplemente a admirar, hasta que el hombre levantó una mirada inquisitiva.

– Querría que me diera precio para algo un poco inusual -explicó Yashim-. Usted parece hacer objetos grandes.

El hombre lanzó un gruñido de asentimiento.

– ¿Qué es lo que quiere, effendi?

– Un caldero. Un caldero muy grande… tan alto como yo. ¿Puede usted hacerlo?

El hombre se enderezó y se pasó una mano por la nuca, con un ligero gesto de disgusto .

– Extraña época del año para un caldero tan grande -observó.

Los ojos de Yashim se abrieron de par en par.

– ¿Puede usted hacerlo? ¿Lo ha hecho ya alguna vez?

La respuesta del estañero lo cogió por sorpresa.

– Lo hago cada año, más o menos. Grandes calderos de estaño para el gremio de los vendedores de sopa. Los usan para la procesión de la ciudad.

¡Pues claro! ¿Por qué no había pensado en eso? Todos los años, cuando los hombres de los gremios salían a las calles en procesión hacia Aya Sofía, cada una de las corporaciones arrastraba un monstruoso vehículo cargado con los utensilios de su oficio. El gremio de barberos llevaba un enorme par de tijeras y ofrecía cortes de cabello gratis a la multitud. Los pescadores llevaban una carroza en forma de barco, y estaban de pie arrojando redes y halando las cuerdas. Los panaderos montaban un horno y daban panecillos calientes al pueblo. Y luego estaban los vendedores de sopa: llevaban enormes calderos negros de sopa caliente, que servían en cubiletes de arcilla y distribuían entre la multitud mientras avanzaban. Era una gran fiesta.

– Pero un caldero de estaño no soportaría tanto calor o peso -objetó Yashim.

El estañero se rió.

– ¡No son de verdad! Toda la carroza se hundiría si fueran reales. ¿Cree usted, effendi, que el barbero corta el pelo con ese gigantesco par de tijeras? Ponen una olla de sopa más pequeña dentro del caldero de estaño, y sólo lo fingen. Es para divertirse.

Yashim se sintió como un niño tonto.

– ¿Ha fabricado usted alguno de estos calderos recientemente? ¿Y fuera de la época?

– Hacemos calderos cuando el gremio los pide. El resto del año, bueno -se escupió en las manos y cogió las tenazas-, sólo hacemos faroles y cosas así. Los calderos quedan abollados y se parten, así que los hacemos nuevos en el momento adecuado. Si está usted buscando uno, yo hablaría con el gremio de soperos, si fuera usted. -Miró a Yashim y unas arrugas de diversión aparecieron en torno a sus ojos-. No será usted el mulá Nasreddin, ¿verdad?

– No, no soy el mulá -respondió Yashim, riendo.

– Parece como una broma, de todos modos. Si me perdona…

Capítulo 10

La muchacha yacía en la cama con sus galas vestales, los ojos cerrados. Su cabello estaba cuidadosamente trenzado, sujeto con un broche de malaquita. Quizás tenía la culpa el kohl, pero sus ojos parecían muy oscuros, mientras la piel de su hermosa cara parecía casi resplandecer bajo la luz del sol que se filtraba a listas por los postigos de la habitación. Pesadas borlas de hebras de oro colgaban del pañuelo de gasa que llevaba en torno a sus pechos, y sus largas piernas estaban cubiertas por unos bombachos de muselina de satén tan fina que era como si estuvieran desnudas. Una pequeña zapatilla dorada le colgaba del dedo gordo de su pie izquierdo.

La lengua, que sobresalía ligeramente de sus pintados labios, sugería que necesitaría más de un beso para despertarse.

Yashim se inclinó y examinó el cuello de la muchacha. Dos negros cardenales a ambos lados de su garganta. La presión había sido intensa, y la habían matado de frente: la chica habría visto la cara del asesino antes de morir.

Recorrió con la mirada el cuerpo de la muchacha y sintió una punzada de compasión. Tan limpia de defectos… En la muerte, parecía más una joya que otra cosa, brillante y fría, con una belleza que escapaba al poder de la caricia. «Y -pensó con tristeza Yashim- yo moriré como ella: virgen. Más mutilado, en mi caso.» Pero rápidamente bloqueó sus pensamientos. Años atrás le habían enloquecido y atormentado, pero había aprendido a controlarlos. Eran sus pensamientos, sus deseos, y podía envainarlos como una espada. Estaba vivo. Y eso era bueno.

Sus ojos se desplazaron por la piel de la muchacha. La palidez de la muerte la había dejado como mantequilla fría. Casi pasó por alto la débil sugerencia de que ella no carecía, a fin de cuentas, de defectos. Alrededor del dedo índice de su mano derecha, descubrió Yashim la ligerísima señal de una estrecha franja donde la piel había sido presionada. Había llevado anillo; y ahora no lo llevaba.