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Levantó la cabeza. Algo de la atmósfera de la habitación se había modificado… un leve cambio en la presión, quizás, un cambio en el equilibrio entre la vida y la muerte. Se volvió rápidamente y examinó la estancia con detalle: colgaduras, columnas, un montón de lugares donde alguien podía ocultarse. ¿Alguien que tal vez había matado ya?

De las sombras apareció una mujer, su cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, los brazos abiertos.

– Yashim, chèri! Tu te souviens de ta vieille amie?

Era la mismísima reina madre, la Valide. Y hablaba, observó él sin sorpresa, con la voz de la Marquise de Merteuil. Era ella la que le había dado el libro. En sus sueños, la marquesa hablaba un francés con lo que Yashim no podía saber que era un gangueo criollo.

La mujer le cogió las manos y le dio tres golpecitos en la mejilla. Luego bajó la mirada hacia la adorable forma que yacía muerta para su inspección.

– C'est triste -dijo simplemente. Sus ojos subieron para encontrarse con los de él-. Pobrecito Yashim.

Él sabía exactamente a qué se refería ella.

– Alors, ¿sabes quién lo hizo?

– Perfectamente. Un pescador búlgaro.

La madre del sultán, la Valide, se pasó una bonita mano por la boca.

– Yo andaba por los quince -dijo Yashim.

Ella hizo un gesto con la mano como para desestimar su comentario, sonriendo.

– Yashim, sois sérieux. La muchachita está muerta y (no grites ahora) también mis joyas han desaparecido. Las joyas de Napoleón. Estamos pasando una mala época en los appartements.

Yashim la miró fijamente. A la media luz, parecía más joven; a cualquier luz, seguía siendo hermosa. Yashim se preguntó si la muchacha muerta habría tenido tan buen aspecto a su edad… o si hubiera conseguido vivir tanto tiempo. Aimée… la madre del sultán. Era el papel por el que toda mujer del harén peleaba; dormir con el sultán, concebir un hijo y, a su debido tiempo, maquinar su elevación al trono de Osmán. Cada paso requería una concentración mayor de milagros. La mujer que se encontraba ante él había disfrutado de una singular ventaja, sin embargo: era francesa. Un milagro a su favor desde el comienzo.

– ¿No irás a decirme que jamás te mostré las joyas de Napoleón? -estaba preguntando ella-. Bien, Dios mío, eres un hombre afortunado. Doy la lata a todo el mundo con esas joyas. Las admiro, mis invitados las admiran… Estoy totalmente segura de que todos las ven tan feas como yo. Pero proceden del emperador, para mí. Personnellement!

Le lanzó una mirada traviesa.

– Pensarás… ¿sólo un valor sentimental? Tonterías. Forman, sin embargo, parle de mi batterie de guerre. La belleza es barata dentro de estas paredes. La distinción, sin embargo, tiene su precio. Mírala a ella. Ni todas las montañas de Circasia podrían volver a producir una criatura tan adorable… pero mi hijo habría olvidado su nombre en una semana. ¿Tanya? ¿Alesha? ¿Qué importa?

– Le importaba a alguien -le recordó Yashim-. Alguien la mató.

– ¿Tal vez porque era hermosa? Bah, todo el mundo es hermoso aquí.

– No. Quizás porque estaba a punto de acostarse con el sultán.

Ella lo miró repentinamente. En ocasiones como ésta, él sabía exactamente por qué ella era la Valide, y nadie más. Yashim le mantuvo la mirada.

– Quizás. -Ella se encogió de hombros con gracia-. Quiero hablarte de mis joyas. Son feas, algo muy útil… y valen una fortuna.

Él se preguntó si la mujer necesitaba dinero, pero ella había leído sus pensamientos.

– Nunca se sabe -dijo ella dándole unos golpecitos en el brazo-. Las cosas nunca son exactamente como uno espera.

Él se inclinó ligeramente como reconociendo la verdad de su observación. En su propia vida eso era cierto. ¿Y en la de ella? Sin la menor duda, y de una manera tan inesperada que resultaba fantástica.

Cincuenta años antes, una joven había embarcado en un barco francés en ruta desde las Indias Occidentales hasta Marsella. Criada en la isla caribeña de la Martinica, la enviaban a París para completar su educación y encontrar un marido adecuado.

Pero nunca llegó a su destino. En el Atlántico oriental, su barco fue abordado por un xebec norteafricano, y la hermosa joven se convirtió en prisionera de unos corsarios argelinos. Los corsarios la ofrecieron al bey de Argel, el cual se quedó maravillado de su exótica belleza y su blanca, blanquísima, piel. El bey sabía que era demasiado valiosa para retenerla, de modo que la mandó a Estambul.

Pero eso era sólo la mitad de la historia: la otra mitad era lo sorprendente. A lo largo de los siglos, otras cautivas cristianas habían terminado en el lecho del sultán. No muchas, algunas. Pero el capricho del destino es poderoso e inescrutable. En la Martinica, la joven Aimée había sido amiga casi inseparable de otra criolla francesa llamada Rose Tascher de la Pagerie. Un año después de que Aimée fuera enviada a su viaje fatal a Francia, la siguió Rose Tascher. La misma ruta, pero un barco más afortunado. Tras llegar a París, superó la revolución, el encarcelamiento, el hambre y los deseos de hombres ambiciosos para convertirse en la amante, la esposa y finalmente la emperatriz de Napoleón Bonaparte, emperador de Francia. Por su parte, Aimée, la amiga de juventud de Rose, se había esfumado para el mundo como la Valide. Y Rose fue la emperatriz Josefina.

Nunca se sabe.

La mujer se puso de puntillas y le dio un casto beso. En la puerta se volvió.

– Encuentra mis joyas, Yashim. Encuéntralas pronto… ¡o juro que nunca te prestaré otra novela mientras viva!

Capítulo 11

Bajo la lluvia, de noche, incluso una ciudad de dos millones de almas puede aparecer silenciosa y desierta. Era la hora muerta entre la tarde y las plegarias de la noche. Una rata, con su húmeda piel brillando en la oscuridad, salió furtivamente de una boca de alcantarilla desbordada y empezó a hurgar a los pies de un edificio, buscando refugio. El agua creciente la perseguía lentamente.

Poco a poco el charco fue deslizándose, de un guijarro al siguiente, buscando las junturas. Cuando hallaba una, comenzaba a discurrir por ella, buscando ciega pero infaliblemente su camino colina abajo. De vez en cuando se detenía, se acumulaba el agua, y empezaba nuevamente, insistentemente, a bajar, trazando su propio camino hacia el Bósforo, formando las orillas de su propio reguero con barro, ramitas, pelos, migajas. El agua se extendió a una calle lateral, pero volvió a formar un charco en el otro lado, donde un tramo de escalones de piedra bajaba hasta la mezquita de la Victoria, recientemente edificada en la orilla.

La lluvia, que seguía cayendo, continuaba creando un charco cada vez mayor junto al desagüe. A la hora del lucero del alba, el portero de la mezquita mandó a dos trabajadores a seguir la pista de aquel torrente que estaba amenazando con filtrarse en los suelos de cemento y echar a perder las alfombras. Los hombres se cubrieron la cabeza con sus capas de lana, dejando los codos al descubierto bajo la lluvia, y comenzaron a subir por la escalera.

Aproximadamente a unos doscientos metros colina arriba, encontraron un sector de la calle que se había convertido en un estanque, y cautelosamente tantearon la fangosa agua con sus bastones.

Finalmente localizaron el desagüe y empezaron a tratar de desatascarlo; primero con sus varillas y más tarde, agachándose hasta que la barbilla les llegaba a la helada y sucísima agua, con manos y pies. La obstrucción era una especie de fardo, tan fuertemente atado con cuerdas que ninguno de los dos hombres, con los pies por delante en el helado barro, consiguió tirar de él. Al final, poco antes de que rompiera el alba, lograron meter una varilla entre el fardo y una pared del desagüe, hacer palanca y apartarlo lo suficiente para que el agua pudiera escapar con un borboteo.