El trabajador más inclinado sobre el desagüe finalmente vio lo que al principio parecía un pavo gigantesco, atado para asar.
Lo que vio a continuación lo descompuso.
Capítulo 12
Yashim se levantó de la cama, se puso una chilaba y unas zapatillas, descolgó su bolsa de un gancho y salió a la calle. Los pasos le llevaron a la Kara Davut Sokagi, donde se bebió dos vasos de un espeso y dulce café, y se comió un borek, un rollo de pasta azucarada frito en aceite. Con frecuencia, por la noche, a la hora en que la gente tiende a permanecer despierta y hacer sus planes hasta que se deslizan en un feliz sueño, Yashim pensaba en mudarse de su apartamento a otro lugar más grande y luminoso, con buenas vistas. Imaginaba una pequeña biblioteca para él solo, con un confortable y bien iluminado rincón para leer, y una espléndida cocina, también, con una habitación al lado para que durmiera en ella un criado… alguien que reavivara el fuego por la mañana y le trajera el café. A veces era la biblioteca la que daba al azul Bósforo, a veces era la cocina. El agua proyectaba sedantes dibujos de luz contra el techo. Por una ventana abierta entraba un atisbo de la brisa veraniega.
Y por la mañana, bajando a Kara Davut, siempre decidía que, a fin de cuentas, por el momento, se quedaba donde estaba. Sus libros continuarían brillando a media luz. Su cocina llenaría la habitación de olor a cardamomo y menta, y arrojaría los humos por las ventanas. Subiría y bajaría los tramos de las empinadas escaleras, chocando su cabeza, de vez en cuando, contra el dintel de la hundida puerta. Porque Kara Davut era el tipo de calle que le gustaba. Desde que encontrara este local, donde su propietario siempre recordaba cómo le gustaba su café -solo, sin especias, una pizquita de azúcar-, se había sentido feliz en Kara Davut. Todos lo conocían, pero no eran entrometidos ni chismosos. No es que él les diera de qué chismorrear tampoco. Yashim llevaba una vida tranquila, irreprochable. Iba a la mezquita con ellos los viernes. Pagaba sus facturas. A cambio no pedía otra cosa que le dejaran en paz durante sus cafés de la mañana, para contemplar el espectáculo callejero, ser informado por el pescadero de la noticia de una importante captura, o visitar al panadero libio por su excelente pan de grano germinado.
¿Era eso verdad? ¿Realmente quería que lo dejaran en paz? ¿La nota del seraquier, los avisos del sultán, la complicidad del pescadero y el café bien hecho de todos los días, eran exactamente los vínculos que ansiaba? La invisibilidad de Yashim a veces le parecía incluso a él una pose defensiva, su versión de las afectadas maneras de esos niños castrados que crecían para convertirse en los eunucos guardianes de una familia que ejercían con displicencia el cargo, frunciendo el ceño y poniendo morritos y dejando que sus manos revolotearan hacia sus corazones. Tal vez ese distanciamiento de Yashim era una afectación que había adoptado porque su agonía era demasiado lacerante y fuerte para sobrellevarla sin esa ayuda. Una ficción muy frágil.
Yashim miró a la calle. Un imán que llevaba un alto gorro blanco se levantó su negra túnica unos centímetros para no ensuciarse en un charco y pasó tranquilamente por delante del café, sin volver la cabeza. Un muchachito portador de una carta bajó trotando por la calle y se detuvo en un café vecino para preguntar el camino. Desde la dirección opuesta, un pastor mantenía en orden a tres ovejas con una vara de avellano, hablando continuamente con ellas, tan inconsciente de la calle como si estuviera caminando por un vacío sendero entre las colinas de Tracia. Dos mujeres con velo iban a los baños, tras ellas un esclavo negro llevaba unas ropas. Un porteador, doblado bajo el peso de la cesta, encabezaba una recua de muías cargadas con leña, y unos chavales griegos pasaban una y otra vez entre sus patas. Y allí estaba un cavass: un policía con un fez rojo y dos pistolas al cinturón, y dos comerciantes armenios, uno agitando su ristra de cuentas, el otro pasándolas mientras hablaba. Una vez los odió, por tener las cosas que nunca tendría, no sólo unos hijos con los que jugar a correr y pillar, también por no llegar a conocer a esas mujeres que les dicen la verdad a sus amantes en la intimidad y luego se vuelven a ocupar de las pequeñas cosas de cada día con ellos, y por no conocer la camaradería de los hombres cuando entre bromas se dan codazos por compartir un secreto común como un melón maduro.
Yashim apuró su café y se limpió los dientes. Incluso ahora, de vez en cuando, sentía la desesperada necesidad de dar un salto y mover sus brazos para llamar la atención de todos, de escarnecerse a sí mismo con los insultos del escándalo que levantaría gritando y haciendo proposiciones deshonestas a diestro y siniestro. Vaya escándalo levantaría entre todas esas mujeres con velo y sus demasiado bien satisfechos maridos. Pero el odio, al final, siempre se desvanecía. Ese odio había ido desapareciendo, como una pleamar, dejando sólo su huella en la mente de Yashim, el último vestigio de la amargura y la rabia. Esos días paseaba por ese escenario, tratando de reconocer las viejas marcas, de reunir los elementos de una vida honorable al margen de los objetos cotidianos con los que se encontraba. Si no podía ser uno de ellos -si no podía sufrir sus penas, ni tener sus alegrías ni sus miedos como ellos-, entonces, se dijo que se haría plenamente consciente de todo eso lo antes posible. Él observaría e intervendría porque la gente estaba demasiado ocupada con sus amores, sus reincidencias y engaños, sus alardes y sus cálculos para ver toda la comedia por entero, como podía verla él. Ellos pisaban a veces ramas que saltaban del suelo y acababan dándoles en todo el ojo. Ellos se sentaban en bancos que alguien retiraba en el último momento y en ocasiones llevaban víboras escondidas en los pliegues de sus ropas.
Yashim frunció el ceño, tratando de centrarse en lo que tenía que hacer ese día. Tenía que visitar al serasquier. Cuando se encontró frente a aquel caldero, a primera hora de la mañana del día anterior, había una serie de preguntas que estaba demasiado sorprendido para hacer. ¿Qué habían estado haciendo aquellos oficiales la noche que desaparecieron? ¿Qué pensaban sus parientes del asunto? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Y quiénes sus enemigos?
Luego, pensó Yashim, había que considerar el caldero. Era con mucho la parte más extraña y siniestra de todo el asunto. Debía visitar a los vendedores de sopa para ver lo que tenían que decir.
En cuanto a la muchacha del palacio y a las joyas de la Valide… Eso ya era un asunto más privado. En cada hogar había una región que era el harén, vetada a los intrusos. En el Palacio de Topkapi, esta región medía 4.000 metros cuadrados y era un laberinto de corredores y patios, de tortuosas escaleras y balcones tan astutamente ideados que quedaba cerrado a las miradas del mundo de forma tan efectiva como si hubiera sido construido en el gran Sahara, en vez de en medio de una de las mayores ciudades del mundo.
Con rarísimas excepciones, ningún hombre, excepto el propio sultán u hombres de su familia, podía entrar en el harén.
Yashim era una de las excepciones. Podía entrar donde no podía hacerlo ningún otro hombre del común, so pena de muerte.
Aunque no había mucho que hacer en el harén. El harén no hacía a los eunucos, si bien muchos trabajaban allí, y los eunucos negros, a las órdenes de Kislar Agha, lo controlaban. A diferencia de Yashim, y de muchos de los eunucos blancos, y de los castrati del Vaticano, los eunucos negros de palacio habían sido castrados completamente de un solo golpe de hoja, esgrimida por un esclavista del desierto. Todos llevaban ahora un pequeño y exquisito tubo de plata, escondido en un pliegue de su turbante, para realizar la más modesta de sus funciones corporales.