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– No tienes por qué irte -dijo poniéndole de nuevo la mano sobre el hombro-. No quiero que te vayas.

– Tú no me quieres -dijo ella, moviendo la cabeza y mirando finalmente hacia él, o por lo menos en su dirección; su vista estaba tan borrosa por las lágrimas que él era sólo una forma indefinida. Le tembló la voz, pero tragó saliva y se las arregló para continuar-. Me… me entregaste a él. Me podrías haber dicho simplemente que me fuera, no tenías por qué hacer eso. Tal vez tendría que haberme dado cuenta de que te estabas cansando de mí, pero supongo que tenía tantas esperanzas puestas en que llegaras a amarme que… -Se interrumpió a sí misma, agitando la cabeza-. No importa.

– No quiero que te vayas -insistió Rafael-. Nunca tendré… Mira, me tenía entre la espada y la pared, y lo sabía. -Miró alrededor, como valorando su vulnerabilidad a las escuchas electrónicas y dijo con impaciencia-: Vamos adentro, no podemos hablar aquí.

Drea dejó que la ayudara a levantarse y que la condujera hacia adentro, con la mano descansando posesivamente en su cintura. El triunfo rugió dentro de ella, llevándose las lágrimas, al menos por ahora. ¡Sí! Había comprado el tiempo necesario para llevar su plan a la acción. Sólo tenía que ocultar sus verdaderos sentimientos durante un poco más de tiempo, pero tenía tanta práctica que no le resultaría difícil.

Rafael lo pagaría, y lo pagaría muy caro.

– ¿Qué te parece? -preguntó Xavier Jackson, sorprendido, parpadeando ante lo que el micrófono parabólico acababa de recoger.

La calidad del sonido no era perfecta por culpa del viento, la distancia y otros factores, pero el programa informático podía eliminar muchas de las interferencias.

– Creo que necesitamos averiguar quién es el hombre misterioso -respondió Cotton-, ya que es lo suficientemente importante para hacer que Salinas comparta a su novia. ¿Todavía no ha salido del edificio?

– Si lo ha hecho, no nos hemos dado cuenta. De todos modos, tampoco lo vimos entrar. En ningún momento.

– Entonces, o hay un túnel, o está disfrazado.

– Descarto lo del túnel -dijo Jackson en tono sarcástico.

Había todo tipo de túneles abandonados en la ciudad. Ninguna de sus copias de planos de la ciudad mostraban ningún túnel allí, pero eso no significaba que no lo hubiese. Tendrían que comprobarlo, aunque él creía que el hombre se había disfrazado. Vería todos los vídeos de vigilancia y compararía a cada una de las personas que hubieran salido, con el vídeo que tenía del hombre en el balcón.

– Me pregunto por qué la novia está intentando convencer a Salinas de que no ha pasado nada entre ella y ese tío, cuando es evidente que Salinas la entregó a él.

– ¿Quién sabe? -Cotton suspiró frotándose la cabeza con la mano, frustrado-. Eso impide que lo utilicemos para sobornarla, porque aunque Salinas se enterase de que estuvieron haciendo guarrerías, fue él mismo quien hizo la invitación. Que se vaya todo al infierno.

Ambos se quedaron mirando la pantalla del ordenador con frustración, aunque en ese momento en ella se veía exactamente lo que tenían: nada.

Capítulo 5

Rafael Salinas abrió sigilosamente la puerta de la habitación de Drea y se dirigió hacia su cama. Había estado en esa habitación muy pocas veces, aunque hacía que sus hombres la registraran a menudo para asegurarse de que no se traía nada entre manos. La decoración que ella había elegido era tan recargada y cursi que resultaba empalagosa, y normalmente a él no le gustaba que le recordaran que su amante tenía tan mal gusto. Esta noche, por algún motivo, el exceso no sólo no le molestó sino que, por alguna extraña razón, incluso le conmovió. Su cuarto era como el cuarto de una niña a la que su complaciente madre le hubiera permitido decorarlo como quisiera, casi inocente en su exuberancia.

Ella estaba dormida, tumbada de lado de espaldas a la puerta, enroscada en un hermético nudo en el borde de la cama. Parecía más pequeña de lo habitual, como si hubiera encogido. La luz del vestíbulo se reflejaba en la ligeramente exótica forma de sus pómulos, enredados en la pesada maraña de su cabello rizado. Había llorado hasta desfallecer, e incluso en la oscuridad él era capaz de intuir la hinchazón de sus ojos.

No era un hombre inseguro; eso era para tontos y cobardes que no sabían ni lo que estaban haciendo, ni tenían las agallas suficientes para hacer lo que querían. Aun así, por primera vez en muchos años -décadas- se sentía paralizado por la duda.

Una mezcla homogénea de pánico, ira y confusión se revolvía en su barriga. ¿Cómo podía haber sucedido? ¿Por qué, de entre tanta gente, se sentía así por Drea?

Se sentó en la silla que estaba al lado de la cama, mirándola contrariado. Llevaba dos años con él, más que ninguna otra mujer, pero sólo porque era apacible y poco exigente. Él no tenía ni tiempo ni paciencia para aguantar quejas, pucheros ni exigencias. Sin embargo, estar con Drea era fácil; era tranquila, ligeramente boba y no le interesaba nada más que ir de compras y estar guapa. Nunca montaba ningún drama, no había rabietas, no exigía regalos caros o, peor aún, su tiempo. Nunca le había prestado mucha atención, simplemente estaba allí, siempre sonriente y complaciente cuando él tenía ganas de sexo.

Si hubiera tenido que reflexionar sobre ello, sin embargo, habría llegado a la conclusión de que el sexo era la única razón por la que estaba con ella. No quería que ese cabrón la tuviera, eso estaba claro, porque ningún hombre con cojones compartía a su mujer, pero sus opciones eran limitadas, y todas ellas malas. Si hubiera dicho que no, que era lo que en realidad su orgullo y su ego deseaban, habría perdido los valiosísimos servicios del asesino -servicios que necesitaría urgentemente cuando llegara el momento oportuno-. También existía la posibilidad real de que el asesino se tomase de forma personal su negativa y, aunque Rafael no tenía miedo de nadie, era lo suficientemente listo para saber que había personas a las que no convenía tocarles los cojones, y el asesino era una de ellas.

Así que se había tragado su orgullo y su carácter y había cedido; y eso no le había gustado una mierda. Había estado dándole vueltas toda la tarde, imaginándose a su mujer desnuda con otro hombre, e incluso se había sorprendido a sí mismo preguntándose si la polla del asesino sería mayor que la suya. Él no tenía que preocuparse por mierdas como ésa, así que le molestó la ligera inquietud que la duda le había provocado. Él tenía el dinero y el poder, y eso era lo que les importaba a las mujeres como Drea.

Pero aunque había visto la sorpresa reflejada en sus ojos cuando había accedido a entregarla al asesino, no creía que en realidad le importase demasiado. Después de todo, el sexo era su moneda de cambio. No era para tanto, ¿no?

Parte de él estaba convencido de que la encontraría limándose las uñas o viendo aquel condenado canal de compras que tanto adoraba, tan tranquila como siempre. En lugar de ello, se la había encontrado acurrucada en el balcón, llorando desconsoladamente. Eso le hizo sentirse como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Su aspecto le había dejado de piedra: tenía el pelo mojado y peinado hacia atrás, no llevaba maquillaje, sus ojos estaban hinchados a causa del llanto. Su rostro estaba pálido y con rojeces, como si estuviera conmocionada, y la expresión de sus ojos…

Destrozada. Era la única palabra que se le ocurría para describirla. Parecía destrozada.

Al principio pensó que había sido maltratada físicamente, que el muy cabrón era de esos que se excitaban haciendo daño a las mujeres, y una vez más Rafael se quedó atónito por una reacción inesperada, esta vez la suya: estaba furioso por el hecho de que alguien pudiera hacer daño a algo suyo, así de simple, le habían hecho daño a la inocente Drea. No importaba lo que le costara, ahora o en el futuro. Haría que dieran caza al asesino y que lo mataran.