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Pero eso no era lo que había ocurrido. Ella estaba destrozada porque eso demostraba que él, Rafael, no la quería, y le había hecho abandonar la esperanza de que pudiese llegar a quererla algún día. Hizo encajar las piezas mentalmente, sintiéndose como si le hubieran dado otro puñetazo en el estómago.

El último golpe fue el que lo remató, acabando con él. Drea lo amaba.

Rafael todavía no se hacía a la idea. El amor no formaba parte del trato. Pero ahí estaba, pensando en dejarlo porque ahora sabía que él no la amaba y no tenía ninguna esperanza de que llegara a hacerlo nunca. El asesino ni la había tocado. Por muy increíble que pareciera no tenía por qué haber mentido porque él lo había organizado, se lo esperaba. No tenía nada que ocultarle, nada que necesitara ser ocultado. La desconfianza formaba parte de su naturaleza, por eso había revisado el ático. Ninguna de las camas parecía haber sido utilizada. Drea, recién salida de la ducha, el baño todavía húmedo, la ropa que había tenido puesta tirada en el suelo como siempre y una toalla usada hecha un gurruño. Tuvo que asumir que decía la verdad.

Se sentía traicionado porque ella no era como él se había esperado, como lo que estaba acostumbrado a tener. Ella no estaba con él por conveniencia, dinero y protección, o por cualquiera de las otras razones por las que las mujeres como ella normalmente enganchaban a un hombre. Estaba con él porque lo amaba. Se sentía confundido, y furioso, y -¡joder!- halagado. No quería sentirse halagado, quería que todo fuera exactamente como era antes. No debería preocuparle que ella lo amase, pero así era.

No debería preocuparle que se fuera; la podía sustituir fácilmente por otra. Las mujeres siempre acudían a él, nunca había tenido que salir a buscar una. Él lo sabía…, lo sabía y, sin embargo, sólo pensar en la posibilidad de perderla le hacía ponerse enfermo de pánico. ¡Él, Rafael Salinas, preocupándose por una mujer! Era como para reírse. Y sin embargo así era: él no quería perderla. No quería otra mujer. Quería a Drea. Quería comprarle ropa y zapatos y darle dinero para que se comprase todos los caprichos estúpidos que quisiera y, sobre todo, quería que ella lo amase. Eso era lo más ridículo del asunto, que él estaba dispuesto a todo si ella lo amaba, si alguien lo amaba.

Lentamente, sentado en la penumbra, empezó a pensar que tal vez se había enamorado de ella. No era posible, pero ¿cómo si no podía explicar ese sentimiento de pánico, esa confusión, ese dolor? No había querido a nadie o a nada desde que era un niño, cuando vivía en los peores barrios de Los Ángeles, donde había aprendido que tener aprecio a alguien solamente servía para dar a tus enemigos un arma para usar en tu contra. Tenía que dejar de pensar así, cambiar de idea ya.

Pero ese sentimiento que hacía latir aceleradamente su corazón y saltar su estómago era embriagador y, por primera vez en su vida, entendió por qué la gente hacía estupideces cuando estaba enamorada. Esa extraña mezcla de euforia y terror actuaba sobre él como una misteriosa droga, tan instantáneamente adictiva que ya necesitaba más.

Drea se movió, atrayendo su atención hacia la cama. Un suave dolor se instaló en su pecho mientras la observaba girarse y elevar de nuevo las piernas formando una hermética curva, como si incluso mientras dormía intentara protegerse, hacerse pequeña e insignificante. Ella lo necesitaba, pensó, lo necesitaba para hacer de intermediario entre ella y el mundo para que se sintiera a salvo. Alguien como ella, ingenua, dulce y crédula, sería una presa fácil si estuviera sola.

O no estaba profundamente dormida, o la intensidad de su mirada la despertó. Abrió los ojos y, durante un momento, pareció no verlo sentado entre las sombras. Miró hacia la puerta abierta, parpadeó un par de veces y luego se frotó los ojos. Cuando lo vio, pronunció una exclamación en voz baja que todavía sonaba exhausta y ronca por culpa del llanto.

Rafael tuvo el impulso de hacer algo que hasta entonces nunca había hecho por nadie: quería consolarla. Quería quitarse la ropa y deslizarse con ella bajo las sábanas, abrazarla y susurrarle palabras tranquilizadoras -algo que hiciera desaparecer esa expresión vacía y destrozada de su mirada-. Lo único que lo detuvo fue la inseguridad de que lo rechazase, algo que hasta ahora nunca le había ocurrido. Su orgullo y su ego ya habían encajado hoy un duro golpe y no quería arriesgarse a ser rechazado. Mañana todavía habría tiempo de tentar un poco a la suerte.

– Sólo te estaba velando -dijo en voz baja intentando que sonara como algo natural, como si fuese algo que hiciera habitualmente.

– Estoy bien.

Pero no parecía que estuviera bien. Parecía como si no tuviera espíritu, como si nunca más fuera a volver a sonreír. Sentía una sensación de opresión en el pecho que le hacía difícil hablar. Se humedeció los labios y tragó saliva nerviosamente. Él le había hecho eso; la había herido tan profundamente que había destruido la alegría casi infantil que tenía antes. Tenía que ayudarla a reponerse, pensó intensamente. De alguna manera tenía que convencerla para que se quedara. No importaba los medios que tuviera que utilizar, siempre y cuando funcionaran.

Esa misma mañana, hace menos de doce horas, había estado preguntándole si quería algo, sirviéndolo, pululando a su alrededor para asegurarse de que todo estaba exactamente como él quería. Ahora simplemente estaba allí tendida, sin hacer ningún esfuerzo ni siquiera para mantener una conversación, y parecía que los separaba un abismo de miles de kilómetros. Si simplemente se hubiera puesto furiosa como hacían otras mujeres, pensó con frustración, él podría ponerse también furioso y no tendría ese sentimiento de impotencia. Pero Drea nunca perdía los estribos; él ni siquiera sabía si los tenía.

Una vez le había dicho bromeando a alguien que ella era tan profunda como una placa de Petri, y ahora deseaba que eso fuese así.

Se había reído de ella, ignorándola ante todo el mundo y no se había dado cuenta ni había notado que todo este tiempo ella había estado dedicándose a él en cuerpo y alma. Si amar a alguien era una putada, ser amado era infinitamente peor, imponiendo una sutil carga de preocupación sobre él. Hacía doce horas él era libre. Ahora estaba atrapado por sus sentimientos, encadenado de una forma tan eficaz como si los sentimientos estuvieran hechos de acero.

– ¿Necesitas algo? -preguntó levantándose. No podía seguir sentado junto a su cama como un imbécil.

Ella dudó unos segundos antes de responder, segundos en los que su corazón brincó esperanzado, hasta que ella dijo:

– Sólo dormir un poco. -Y se dio cuenta de que la pausa que había hecho se debía al cansancio más que a la indecisión.

– Entonces, te veré por la mañana. -Se inclinó sobre la cama y le dio un beso en la mejilla. Hace doce horas ella habría girado la cara para buscar su boca, pero ahora simplemente se quedó allí tumbada. Sus ojos ya se estaban cerrando antes de que se diera la vuelta.

Rafael apenas había cerrado la puerta tras él cuando los ojos de Drea se abrieron como platos. Se estremeció. Era una buena actriz, pero sabía que no lo suficiente para esconder lo que sentía si él intentaba tener sexo con ella. No podía hacerlo de nuevo, no con él; tenía que escapar antes de que fuese algo ineludible, porque no se sentía capaz de mantener el control si lo hiciera.

Por lo menos, mañana Rafael estaría rodeado de su séquito habitual, a los que había echado esa mañana para hablar tranquilamente con el asesino sin que ninguno de ellos se enterase. Normalmente, la presencia constante de ese círculo interno de músculos pululando a su alrededor la ponía de los nervios, pero ahora se sentía agradecida por su anticipada compañía. Rafael tendría cuidado y la trataría como siempre, para que ninguno de ellos se enterase de lo que había pasado hoy; su ego no soportaría que se hiciera público. Tendría que cumplir su agenda de negocios, cualquiera que fuese. Estaría bien que tuviera que volar a otro sitio del país, pero si tuviera programado un viaje ella lo sabría.