Выбрать главу

Estaba actuando de forma… rara. Esperaba que se sintiera halagado porque ella estuviese enamorada de él, pero no esperaba que lo descolocara de ese modo. Traerle agua, velarla… sentarse en su cuarto en la oscuridad, ¡por favor! Estaba actuando como si le hubieran hecho un trasplante de personalidad, y eso le producía escalofríos. Si la idea no fuese tan ridícula, creería que estaba enamorado de ella. Rafael no quería a nadie. Hasta tenía sus dudas de que quisiera a su propia madre.

Pero si él creía que estaba enamorado de ella, al menos por ahora, a ella le daba cierta ventaja. Esa ventaja, por supuesto, era relativa, porque podía ser que él quisiera tenerla más cerca, y eso era lo último que ella quería. Necesitaba tener cierto tiempo para estar sola y poder así organizar sus planes y llevarlos a cabo.

Desde el principio de su relación con Rafael había empezado a dar pasos para asegurarse su futuro. Él le había regalado varias joyas, aunque ella en ningún momento había asumido que le dejara quedarse con ellas cuando la plantase. Para sortear dicha eventualidad, había hecho fotografías de cada una de las piezas y había mandado hacer duplicados de cristal -falsificaciones perfectas que le habían costado cientos de dólares, pero la inversión merecía la pena-. Cada vez que se ponía una de las joyas reales, cuando se la devolvía a Rafael para que la guardase en la caja fuerte lo que le daba era la falsificación. Rafael guardaba las falsificaciones y, cuando podía, ella se escapaba al banco en el que tenía una caja de seguridad sobre la que él no tenía ni idea.

Podría vivir durante un tiempo, y bien, con el dinero que obtendría de la venta de las joyas, pero eso no era suficiente. Que ella se hubiera quedado con las joyas le pondría furioso, pero eso no sería un golpe bajo, un insulto que lo hiriese en lo más profundo de su ser. Además, él le había regalado las joyas así que, de todos modos, eran suyas. Quería hacer algo que lo dejara en ridículo, que acabara con él.

Sí, era peligroso. Lo sabía. Pero lo había estudiado y, una vez que estuviese fuera de la ciudad tenía una ventaja; Rafael era un hombre de ciudad. Había vivido toda su vida en Los Ángeles y en Nueva York. La zona rural de Estados Unidos era tan desconocida para él como Tombuctú, en cambio ella se había criado en un pueblecito en medio del campo y sabía cómo pasar desapercibida, cómo mezclarse. Había muchos lugares donde podría reinventarse a sí misma. Él no se esperaría eso, porque la creía demasiado tonta como para burlarlo, pero muy pronto le demostraría lo contrario.

Tendría que moverse deprisa y no detenerse ni un momento, además de tener un plan alternativo para dirigirse hacia otro lugar en cada momento en caso de que algo fuese mal. Esperaba que algo fuese mal, de modo que cuando sucediera no le entraría pánico.

Tendría como mucho unas cuantas horas de ventaja. Si para entonces no conseguía estar fuera de Nueva York, podía darse por muerta.

Capítulo 6

Drea durmió más de la cuenta, y por fin consiguió arrastrarse fuera de la cama como si la hubieran apaleado, física y mentalmente. Cuatro horas de sexo, de sexo realmente bueno, en teoría podía sonar muy bien, pero no era algo que quisiera repetir aunque no fuera acompañado del trastorno emocional que le había supuesto. No podía negar el placer físico, pero le gustaba ser ella la que tuviera el control. Prefería haber tenido la mente despejada durante el acto y haberse preocupado de sus propias necesidades más tarde, cuando estuviese a solas. Mira lo loca que se había vuelto por unos cuantos orgasmos, aunque el efecto aturdidor sólo hubiera sido temporal. No volvería a cometer el mismo error; si alguien se tenía que volver loco sería el tío, no ella.

Esa mañana no se permitió derrumbarse ante el espejo; se puso delante de él y se centró en lo que veía en ese momento, no en el reflejo de lo que había estado allí hacía años. Ya no era esa niña estúpida y vulnerable, así que pensar en ella era una pérdida de tiempo.

El presente ya era lo suficientemente malo, pensó con gravedad, girando la cabeza hacia un lado y hacia el otro mientras se examinaba. Su rostro estaba pálido, si no contaba con las sombras que parecían cardenales bajo sus ojos, y tenía el pelo tan enmarañado que parecía que un nido de ratas se había estado peleando dentro de él. Tal vez era simplemente una cuestión de ego, pero no quería parecer patética. No podía hacer desaparecer todos los rastros de lo sucedido ayer, pero ciertamente podía tener un aspecto mejor que ése.

Por primera vez en su vida, echó el cerrojo de la puerta del baño antes de desvestirse. No le importaba lo que pensara Rafael, no le importaba que no le hiciese gracia.

Cogió un peine y atacó enérgicamente los nudos y los enredos de su cabello, después se metió en la ducha y se frotó con su jabón perfumado favorito. Ayer por la tarde no había tenido tiempo de echarse acondicionador en el pelo, por eso estaba tan enredado esta mañana. Ahora se tomó su tiempo y sintió cómo su tupido cabello se volvía suave bajo sus dedos.

Lo primero que haría, pensó amargamente, era cortar parte de ese desastre. No sólo porque su pelo era demasiado identificable, sino porque no le gustaba el pelo tan largo y rizado. Su pelo tenía algunas ondas naturales, pero esos tirabuzones eran el resultado de productos químicos apestosos y horas de cuidado. Había elegido su aspecto de forma deliberada, a sabiendas de que la haría parecer más frívola y menos capaz pero, maldita sea, ya se había cansado. Estaba cansada de aparentar que no tenía cerebro, cansada de anteponer las necesidades y deseos de otros a los suyos propios.

Se puso la bata y se ató fuertemente el cinturón, a continuación empezó a maquillarse rápidamente, sintiendo como si el tiempo se le estuviera escapando y sólo tuviese unas pocas horas para huir. No debería haber dormido tanto, tenía que haber puesto la alarma, pero no lo había hecho y ahora tenía que darse prisa. Con la extraña forma en que Rafael se estaba comportando con ella, como si de repente hubiese descubierto su profundo amor por ella -sí, eso parecía- no podía predecir lo que haría a continuación y la incertidumbre la asustaba. Era un hombre peligroso y listo. Bastaría con que se le escapase algo, o que se olvidara de mantener su actitud para que él la pillase. Durante los dos años que llevaba con él, nunca había cometido ningún error, pero tampoco había estado nunca tan al límite. No se fiaba de él, ni tampoco se fiaba ya de ella misma para mantener la situación bajo control.

Se le ocurrió una idea, algo que, en caso de funcionar, le daría cierta ventaja. Si no, al menos su situación no empeoraría. Se obligó a sí misma a toser. Al principio, el sonido fue suave, pero cuando lo hizo otra vez y otra más la tos se hizo más profunda, más ronca. Paró un momento y dijo «mierda» en voz alta, para ver cómo sonaba. Ya estaba ronca, pero no lo suficiente. Tosió un poco más, sacando las fuerzas del fondo de su pecho, y notó cómo le quemaba la garganta. Si estuviese enferma tendría la excusa perfecta para mantener alejado a Rafael en caso de que quisiera acostarse con ella -y también tendría una excusa para estar tan pálida, lo que era simplemente una cuestión de ego, pero después de lo de ayer necesitaba cada trocito de ego que pudiese arañar-. Entre los dos, Rafael y el asesino habían conseguido hundirla en la miseria.

Oyó un débil ruido en su cuarto y un escalofrío descendió por su columna vertebral. ¡Rafael! Se dio la vuelta y quitó el cerrojo de la puerta a la vez que la abría, saliendo sin mirar, como si no hubiese oído nada y no supiera que él estaba allí. A punto de chocar contra él, dio un salto a la vez que emitía un gritito de falsa sorpresa.