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– No sabía que estuvieras aquí -dijo alegrándose de lo ronca que sonaba su voz.

Él le puso las manos en la cintura y, bajando la mirada hacia ella, frunció el ceño.

– ¿Estás enferma? Tienes la voz fatal.

– Debo de estar incubando algo -murmuró, mirando hacia abajo-. Me he levantado con tos.

Él le levantó la cabeza, examinando su palidez y sus ojeras con sus oscuros ojos. Drea apenas lograba forzarse a permanecer allí y dejar que la tocara. Era un hombre guapo, con un cabello espeso y negro y rasgos esculpidos a cincel, pero ella nunca lo había querido y, en el mejor de los casos, sólo había sentido un ligero placer estando con él. Ya no había placer, sólo un odio tan profundo y ardiente que apenas conseguía contenerlo.

Aun así, se las arregló para aparentar sufrimiento mientras le devolvía la mirada, entonces cerró los ojos y tragó saliva. Enderezándose, retiró suavemente sus manos y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta y encendió la luz, mirando dentro de la pequeña habitación hacia los zapatos esparcidos por el suelo y las perchas repletas apretadas unas contra otras sin orden ni concierto.

– Necesito encontrar un trabajo -dijo con voz temblorosa, con tono un poco perdido y aturdido-. Pero no sé qué ponerme.

La verdad era que no había nada apropiado en su armario para buscar trabajo, ni nada que le importase dejar allí. Cada una de las prendas había sido seleccionada con el propósito de exhibir sus cualidades y todas eran o demasiado llamativas o demasiado atrevidas. No había nada apropiado, ni una sola falda lo suficientemente larga para llegarle a la rodilla o, si la había, tenía además una abertura lateral de esas que quitaban el hipo.

Rafael la siguió y, esta vez, deslizó su brazo alrededor de ella, acercándola hacia él. Ladeó la cabeza, presionando su cálida boca contra su sien.

– Creo que tienes fiebre -murmuró-. Deberías quedarte en casa, ya te preocuparás de qué ponerte cuando te encuentres mejor. -Le dedicó una leve e indulgente sonrisa, como si estuviese hablando con una niña pequeña.

– Pero tengo que… -Sabía de sobra que no tenía fiebre porque no estaba enferma, pero eso era exactamente lo que quería que él dijera.

– No -la interrumpió-. No tienes que irte, y está clarísimo que no tienes que buscar trabajo. No tienes que hacer nada, excepto descansar.

Se desembarazó de él y buscó su cara con una mirada desolada. Dejó que sus labios temblaran un poco.

– Pero… ayer…

– Ayer fui un idiota -dijo con energía-. Escúchame, nena: no sé cuántas veces quieres que te lo repita, pero no estoy cansado de ti, te lo prometo. No quiero que te vayas. Quiero que te quedes aquí y me dejes cuidarte como siempre he hecho. No puedes arreglártelas sola. No estás cualificada para ningún otro trabajo que no sea el de ponerte guapa, aunque en eso eres realmente buena.

Drea dejó escapar un suspiro de hastío y apoyó la cabeza en su hombro, dejando que soportara su peso.

– No sé qué hacer.

La vulnerabilidad de su postura lo desarmó, y también le dio la oportunidad a ella de asegurarse de que podía controlar su actitud. No se podía creer que él hubiese finalmente admitido que se había equivocado en todo -vaya novedad- y estaba furiosa porque la hubiese infravalorado de ese modo. Lógicamente, eso último no debería importarle, porque ella había trabajado realmente duro para hacerle pensar exactamente eso, pero a la mierda la lógica. Estaba cayendo en picado emocionalmente hablando, y lo único a lo que podía agarrarse era al odio y a la rabia. Se aferró a ellos, porque sin ellos la caída nunca finalizaría.

Su mano se deslizó hacia arriba y hacia abajo por su espalda, frotándola cariñosamente.

– Lo que quiero decir es que no tienes que hacer nada. Continuaremos como antes. Las cosas no tienen por qué cambiar.

Él no tenía ni idea de la cantidad de cosas que ya habían cambiado. No dijo nada, como si estuviera reflexionando, después tosió aparatosamente sólo por si acaso. Lo último que quería era que su voz empezara a recuperarse y a sonar normal.

Él la abrazó, estrechándola contra él.

– Hoy deberías tomártelo con calma, a ver si mañana estás mejor. ¿Qué te parece si te traigo un regalo esta noche? ¿Qué te gustaría?

– No lo sé -dijo, y suspiró de nuevo-. Creo que hoy me quedaré en casa. No me apetece ir de compras. ¿Tú qué vas a hacer hoy? ¿Te vas a quedar aquí? -Añadió un ligero toque de esperanza a su afónica voz como si realmente quisiera que se quedase, aunque se sentía relativamente segura asumiendo que no lo haría; Rafael raramente pasaba el día en el ático. Le gustaba ver y dejarse ver y, a menos que tuviera que asistir a alguna fiesta, nunca la llevaba con él.

– No, tengo negocios que atender. Dejaré a dos de los chicos aquí, ¿vale? Si necesitas cualquier cosa, si quieres ir a algún sitio, sólo tienes que decírselo.

Nunca dejaba el ático vacío; siempre había alguien en él para que al FBI o a cualquier otra persona les resultara más difícil colarse e instalar aparatos de vigilancia. Al principio, siempre había dos canguros vigilándola; uno se quedaba allí, mientras el otro la seguía si iba a algún sitio. Pasado un tiempo, cuando Rafael decidió que podía fiarse de ella, sólo se quedaba uno de los hombres para vigilar el ático y si ella salía lo hacía sola. Hacía poco tiempo le había asignado uno exclusivamente para ella; Rafael probablemente pensaba que le estaba haciendo un favor, cuando en realidad lo único que estaba haciendo era dificultar la ejecución de su plan.

– ¿A quién? -A Orlando no, por favor, rogó.

Orlando Dumas era la flecha más afilada del carcaj de Rafael, especialmente en cuanto a informática se refería. Lo último que necesitaba era a un genio de la informática mirando sobre su hombro. Cuando se fue a vivir con Rafael, Orlando había sido su niñera más habitual porque Rafael sabía que Orlando era el que mejor podría descubrir cualquier cosa sospechosa.

– ¿A quién quieres?

– Me da igual -respondió con indiferencia.

Si ella expresaba cualquier tipo de preferencia, Rafael se preguntaría por qué; aunque le preguntara a quién prefería ella no quería levantar ningún tipo de sospecha, así que era más seguro que dejara que él escogiera a la persona que quisiera. Ella lo aceptaría como si no pasara nada.

– Creo que miraré algunas cosas por Internet por la mañana, y si luego me siento mejor, iré a la biblioteca.

– Muy bien. -La besó de nuevo, esta vez en la frente-. No sé a qué hora volveré, así que no me esperes para comer, ¿vale?

– Vale.

Perfecto. No era raro que comiera sin él. Normalmente desayunaban juntos, lo que no había podido hacer hoy porque había dormido demasiado y era tarde, pero la mayor parte de las veces ella hacía el resto de las comidas sola. Se dio cuenta de que nunca había formado parte de su vida en gran medida; ¿cómo podía haberse hecho ilusiones pensando que era algo más para él que sexo práctico? Era fácil de reemplazar, fácil de olvidar… y fácil de canjear.

Pero eso estaba a punto de cambiar. Cuando ella hubiese terminado, Rafael nunca la olvidaría.

Satisfecho por haber solucionado el problema que amenazaba su bienestar doméstico, Rafael la abrazó y la besó de nuevo y se fue. Drea exhaló un profundo suspiro y las piernas le temblaron de alivio. Mantener su actuación, medir cada uno de sus gestos y palabras, nunca había significado un problema para ella, pero ahora le suponía un esfuerzo terrible y acusaba la tensión. Podía oír en su cabeza el tictac de un reloj, avisándola de que no podría continuar así durante mucho más tiempo.