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Aun así, se mantuvo alerta porque él podría volver de nuevo junto a ella antes de dejar el ático. Encendió la televisión, la puso en un canal de compras con el volumen muy bajo y se hizo un ovillo en un sillón con un chal de cachemira sobre las piernas. Entonces esperó, cerró los ojos y aguzó el oído para escuchar el sonido de la puerta al cerrarse. Habría bajado completamente el volumen de la televisión si hubiera tenido la certeza de que Rafael no volvería a entrar en la sala, pero hasta que realmente se fuera tenía que asumir que podía volver. ¿Cuánto tiempo de su vida había malgastado haciendo eso, preparando el escenario y asegurándose de que cada detalle era perfecto, para evitar cualquier remota posibilidad de que él se diera cuenta?

Esta vez mereció la pena. Él abrió la puerta sin llamar. Drea abrió los ojos mientras él atravesaba la habitación y, para su sorpresa, vio que llevaba una taza de café en la mano.

– Te he traído tu café -dijo-. Te vendrá bien para la garganta.

La impaciencia la irritó interiormente, hizo que tuviera deseos de apretar los dientes, pero se detuvo justo a tiempo. Él habría notado el movimiento de los músculos de su mandíbula y habría descubierto que estaba fingiendo. Por todos los santos, ¿por qué no se iba de una vez? Debía de tener algún gusano en el cerebro, para estar actuando de ese modo.

– Eres un encanto -dijo, y tosió un poco más mientras cogía la taza-. Gracias.

– Con nata y tres azucarillos, ¿no?

– Sí.

No, era con dos azucarillos y leche desnatada, lo que le hacía darse cuenta de cuánta atención le prestaba. Ahora tendría que saltarse su tostada de la mañana para compensar esas calorías de más. Sorbió el hiperdulce e hipercalórico brebaje y le sonrió.

– Perfecto.

Un leve rubor tiñó sus prominentes pómulos, y ella hizo todo lo posible para no quedarse mirándole boquiabierta. ¿Rafael Salinas ruborizándose? El mundo tal y como ella lo conocía debía de estar acabándose, y ella debía de haber estado demasiado ocupada mientras comerciaban con ella para haberse dado cuenta.

Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y suspiró como si se sintiera realmente desgraciada. Quizá el muy cabrón se daría por aludido y la dejaría en paz. Sin embargo, tenía que tener cuidado y no sobreactuar o inmediatamente obligaría a un médico a que fuera a verla. Tampoco quería que él se pasara todo el día cuidándola. Nunca lo había hecho antes, pero hoy era un día de novedades.

– Llámame si me necesitas -dijo.

– Lo haré.

Estaba claramente dividido, quería irse y tratar de sus negocios pero, al mismo tiempo, no quería dejarla. Por primera vez ella se había quedado sin ideas. Sólo quería que él se fuera y no podía pensar en ninguna treta que lo obligase a irse, así que se hundió todavía más en el sillón, acurrucándose y cerrando los ojos; por lo menos así no tendría que mirarle.

Pero, afortunadamente, o eso funcionó o a él no se le ocurrieron más razones para retrasarse. Oyó cómo salía de su habitación, a continuación el ruido sordo de voces masculinas y, finalmente, el bendito sonido que había estado esperando: el ruido de la puerta principal al cerrarse. Todavía se oía la televisión en el salón y algún comentario de vez en cuando, mientras los dos hombres que él había hecho que se quedaran se acomodaban para ver algún programa de deportes en la tele.

Resistió el impulso de ir a ver a quiénes había elegido Rafael para cuidar de ella. Se suponía que tenía que estar enferma y en cama; no quería levantar ninguna sospecha saliendo de la habitación inmediatamente después de que la puerta se hubiera cerrado tras Rafael. No tenía que planear su horario minuto a minuto, pero quería dejarle a Rafael el mínimo tiempo posible para reaccionar.

Pero había muchas cosas que podía ir haciendo para estar preparada. Caminó de puntillas hacia la puerta y giró la cerradura del pomo. Las cerraduras de ese tipo eran frágiles y no retendrían a ninguno de los hombres de Rafael durante más de unos segundos, pero ella se sentía más a salvo tomando esa pequeña medida seguridad.

Fue hacia el armario y sacó un gran bolso de piel. Lo primero que metió en él fue uno de sus pocos pares de zapatos planos. Una vez que se las hubiese arreglado para burlar a su canguro tendría que caminar muy rápido, y los tacones de diez y doce centímetros que ella solía utilizar podían ser muy glamurosos, pero eran infernales para caminar.

Una de las cosas que le preocupaban era no saber hasta dónde llegaba la influencia de Rafael en determinadas zonas. Las cámaras estaban por todas partes en esa ciudad, grabando a la gente en las tiendas, mientras caminaban por las aceras, entrando en el metro. No cabía duda de que en los bancos grababan todo lo que sucedía, aunque ella se sentía más tranquila en relación con eso porque Rafael no sabía nada sobre su caja de seguridad, ni qué banco había utilizado. Pero si tenía algún contacto en el ayuntamiento, con los ingenieros de tráfico o con la policía, podría tener acceso a las grabaciones y ser capaz de seguir sus pasos. Eso era una posibilidad que tenía que tener en cuenta porque, si el arte de la desaparición se podía aprender, ella todavía no había encontrado ninguna clase donde lo enseñaran.

Tendría que dejar casi todo. Seleccionó algunos cosméticos básicos, los suficientes como para arreglárselas, pero no los suficientes para que Rafael se diera cuenta de que faltaban parte de sus cosas. El resto los dejó esparcidos por el tocador, como si pensara regresar. Enrolló unos pantalones piratas negros y una simple camisa negra y los metió dentro del bolso. El negro era el color que pasaba más desapercibido en Nueva York porque mucha gente vestía de ese color, incluso en verano. También metió dentro del bolso otro bolso más pequeño y discreto.

Eso era todo. Compraría el resto de las cosas que necesitaba a medida que las fuera necesitando. Estaba satisfecha, porque nadie que entrara en esa habitación pensaría otra cosa que no fuese que se había ido de compras y que volvería pronto. Rafael, sabiendo cuánto adoraba la ropa y el maquillaje, nunca la creería capaz de dejarse todas esas cosas, lo que le facilitaría un tiempo precioso -o eso esperaba-. Tendría que llevar a cabo una huida perfecta; si su canguro se daba cuenta, si intentaba atraparla, entonces no tendría ninguna opción.

Caminó arriba y abajo. Miró el reloj. Al cabo de un rato, los retortijones de hambre la llevaron de su cuarto a la cocina. Rafael no tenía cocinero porque no se fiaba de la gente ajena a su círculo y generalmente los matones no desarrollaban sus habilidades culinarias, pero sí tenía comida precocinada, así que siempre había algo en la nevera.

Se obligó a caminar despacio, como si no tuviera mucha energía. Los dos hombres sentados en el salón miraron hacia ella. Para su tranquilidad, ninguno de ellos era Orlando Dumas. Sus nombres eran Amado y Héctor y, si es que alguna vez había sabido sus apellidos, ya se le habían olvidado. Estaban bien, eran de los de la media: ni demasiado listos, ni demasiado tontos. Genial. Podría arreglárselas.

– ¿Te encuentras mejor? -preguntó Héctor.

– Un poco. -Se había olvidado de seguir tosiendo, pero su voz todavía estaba un poco ronca-. Voy a calentar un poco de sopa para comer. ¿Queréis? -Lo dudaba, porque veía platos y vasos en la mesita de centro, lo cual indicaba que ya habían comido. Además, Amado tenía en la mano una enorme bolsa de Doritos.

– No, ya hemos comido. Gracias de todos modos.

Héctor tenía bastantes buenos modales, para ser un matón.

Drea fue a la cocina, calentó una taza de sopa en el microondas y se la tomó de pie en el mostrador. Su corazón latía a toda velocidad, sentía cómo el nerviosismo empezaba a correr por sus venas. Miró de nuevo el reloj: las dos de la tarde.

Hora de que comenzara el espectáculo.

Capítulo 7

Después de cerrar la puerta de su habitación, Drea cogió su ordenador portátil e introdujo la contraseña. Había estudiado esto a conciencia, no porque hubiese estado planeando desde el primer momento saquear la cuenta bancaria de Rafael y huir, sino por una especie de «por si acaso».